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– ¡Oh, señor Symmes, sálveme, por favor, sálveme, escóndame! -dijo Eliza.

– ¿Qué ocurre? -dijo el hombre- ¡pero si es la muchacha de Shelby!

– ¡Mi hijo, este niño… lo ha vendido! Ahí está su amo -dijo, señalando la otra orilla-. Oh, señor Symmes, usted tiene un hijito.

– Lo tengo -dijo el hombre, al subirla, ruda aunque amablemente, por el empinado barranco-. Además, eres una muchacha muy valiente. Me gusta el coraje, venga de donde venga.

Cuando llegaron a lo alto del barranco, se detuvo el hombre.

– Estaría encantado de hacer algo para ayudarte -dijo-, pero no tengo a donde llevarte. Lo mejor que puedo hacer es decirte que te dirijas allí -dijo, señalando una gran casa blanca que se alzaba sola, junto a la calle principal de la aldea-. Vete allí; son personas amables. Te ayudarán en cualquier tipo de peligro, son de esa clase de gente.

– ¡Que el Señor le bendiga! -dijo Eliza de corazón.

– ¡No hay de qué, no hay de qué! -dijo el hombre-. Lo que he hecho no tiene importancia.

– Y, señor, ¿no se lo contará a nadie?

– ¡Demonios, muchacha! ¿Quién te crees que soy? Por supuesto que no -dijo el hombre-. Venga ya, márchate como muchacha sensata que eres. Te has ganado la libertad y, por lo que a mí atañe, la tendrás.

La mujer apretó a su hijo contra el pecho y se alejó firme y velozmente. El hombre se quedó mirándola.

«Puede que a Shelby esto no le parezca de buenos vecinos pero, ¿qué iba uno a hacer? Si él coge a alguna de mis muchachas en la misma situación, puede pagarme con la misma moneda. Nunca he podido ver a ninguna criatura esforzándose y jadeando para escapar, con los perros detrás persiguiéndola. Además, no veo motivo por el que deba hacer de cazador de los demás.»

Así habló este pobre kentuckiano medio pagano, al que el no haber recibido instrucción en relaciones constitucionales llevó a actuar de manera casi cristiana, que, si hubiera sido de clase más elevada y mejor enseñado, no se le hubiera permitido.

Haley se quedó viendo asombrado la escena hasta que desapareció Eliza tras el barranco; entonces se volvió hacia Sam y Andy con una mirada interrogativa.

– Esa ha sido una hazaña considerable -dijo Sam.

– ¡Creo que esa muchacha lleva los demonios dentro! -dijo Haley-. ¡Ha saltado como un gato salvaje! -Bueno, pues -dijo Sam, rascándose la cabeza-, espero que el amo nos permita no coger ese camino. Desde luego, yo no me siento lo bastante ágil como para hacer eso, ¡ni hablar! -y Sam soltó una áspera risotada.

– ¡Te ríes tú! -dijo el comerciante gruñendo.

– ¡Que el Señor le bendiga, amo, no podía remediarlo! -dijo Sam, entregándose a la alegría de su alma, largo tiempo reprimida-. Tenía un aspecto tan curioso… saltando y brincando… el hielo rajándose… ¡bum, paf, plas! ¡Qué saltos! ¡Señor, cómo salta! y Sam y Andy se rieron hasta que cayeron las lágrimas por sus mejillas.

– ¡Ya os haré reír yo! -dijo el comerciante, dándoles en la cabeza con la fusta.

Los dos se escabulleron, subieron gritando el barranco y montaron antes de que él pudiera alcanzarlos.

– ¡Buenas noches, amo! -dijo Sam, muy serio-. Estoy seguro de que la señora estará preocupada por Jerry. Al señor Haley ya no le haremos falta. ¡La señora no toleraría que cruzáramos el puente de Lizy esta noche! y dándole jocosamente a Andy en las costillas, emprendió la marcha a toda velocidad, seguido por Andy, oyéndose durante un rato sus carcajadas transportadas por el viento.

CAPÍTULO VIII

LA HUIDA DE ELIZA

Era la hora del crepúsculo cuando Eliza cruzó tan desesperadamente el río. La niebla gris del anochecer, que ascendía lentamente del río, la envolvió en cuanto subió la ribera, haciéndola invisible, y la fuerte corriente y las masas basculantes de hielo formaban una barrera infranqueable entre ella y su perseguidor. Por lo tanto, Haley, disgustado, regresó lentamente a la pequeña taberna para pensar qué tendría que hacer a continuación. La mujer le abrió la puerta de una pequeña sala, adornada con una alfombra de trapos y con una mesa cubierta con un hule negro brillantísimo, diversas sillas de madera de respaldo alto y unas figuras de escayola de colores chillones en la repisa de la chimenea, encima de un débil fuego humeante; aquí se sentó Haley para meditar sobre la inestabilidad de las esperanzas y la felicidad humanas.

«¿Qué he hecho yo», se dijo a sí mismo, «para que me tomen el pelo como si fuera un patán, como lo han hecho?», y Haley se desahogó repitiendo varias veces para sí una letanía de maldiciones que, aunque todo parece dar fe de su veracidad, preferimos, por cuestiones de buen gusto, omitir.

Le sobresaltó la voz fuerte y disonante de un hombre que parecía desmontar en la puerta. Acudió apresurado a la ventana.

«¡Dios mío! Si esto no es ciertamente lo que le da a la gente por llamar Providencia», dijo Haley. «Creo que ése de ahí es Tom Loker.»

Haley salió deprisa. De pie en la barra, en un rincón de la habitación, se encontraba un hombre musculoso y fornido, de seis pies de altura y complexión corpulenta. Vestía un abrigo de piel de búfalo con la lana hacia fuera, lo que le daba una apariencia tosca y fiera, muy en armonía con el aire de su fisonomía. En la cabeza y el rostro, todos los órganos y líneas, que delataban una violencia brutal y tenaz, estaban en un estado de desarrollo muy avanzado. De hecho, si nuestros lectores fueran capaces de imaginar un buldog hecho hombre paseándose con sombrero y abrigo de hombre, no estarían lejos de visualizar el estilo y la estampa general de su fisico. Tenía un compañero de viaje que era, en muchos aspectos, todo lo contrario de él. Era bajo y delgado, ágil y felino de movimientos, con una expresión inquisitiva y fisgona en sus inquietos ojos negros, con los que cada rasgo de su cara parecía afilarse por simpatía; la nariz fina y larga parecía prolongarse como si quisiera penetrar en la naturaleza de todas las cosas; el cabello negro, fino y lacio estaba peinado hacia adelante y todos sus movimientos y gestos expresaban una agudeza seca y precavida. El hombre grande llenó hasta la mitad un gran vaso de licor y se lo tragó sin pronunciar una palabra. El hombre pequeño se puso de puntillas y, ladeando la cabeza primero en una dirección y luego en la otra, tras olisquear pensativo las diferentes botellas, pidió por fin, con voz fina y temblorosa y un aire de gran prudencia, un whisky con hierbabuena. Una vez servido, lo cogió y lo examinó con expresión aguda y complaciente, como un hombre que considera que ha hecho lo correcto y ha dado en el clavo, y se puso a beberlo con sorbos cortos y medidos.

– Bueno, bueno, ¿quién hubiera pensado que yo iba a tener esta suerte? Loker, ¿cómo está usted? -dilo Haley, acercándose con la mano extendida hacia el hombre grande.

– ¡Demonios! -fue la educada respuesta-. ¿Qué le ha traído a estas partes, Haley?

El hombre inquisitivo, que se llamaba Marks, dejó de sorber en el acto y, adelantando la cabeza, examinó sagazmente al recién llegado, como un gato mira una hoja seca en movimiento o cualquier otro objeto digno de perseguir.

– Vaya, Tom, éste es el mejor golpe de suerte del mundo. Estoy en un condenado apuro, y debe usted echarme una mano.

– ¿Eh? ¡Pues seguro! -gruñó su conocido complaciente-. Uno puede estar seguro, si usted se alegra de verlo, de que algo tiene que ganar con ello. <Cuál es el asunto esta vez?

– Éste es amigo suyo? -preguntó Haley, mirando a Marks dudoso-, ¿un socio, quizás?

– Sí, lo es. Oye, Marks, éste es el tipo con el que estuve en Natchez.

– Encantado de conocerle -dijo Marks, alargando una mano larga y delgada, semejante a la garra de un cuervo-. El señor Haley, creo.