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– El mismo -dijo Haley-. Ahora, caballeros, ya que nos hemos encontrado con tan buena fortuna, creo que me corresponde convidarles en este establecimiento. Entonces, viejo mapache -dijo al hombre de la barra-, tráiganos agua caliente, azúcar y cigarros y gran cantidad del espíritu de la vida, y nos divertiremos.

Observen, entonces, a nuestros tres próceres, a la luz de las velas y con un buen fuego ardiendo en la chimenea, sentados alrededor de una mesa repleta con todos los ingredientes ya enumerados de la buena camaradería.

Haley inició una relación patética de sus cuitas peculiares. Loker calló y le escuchó con atención, ceñudo y desabrido. Marks, que mezclaba, ansiosa y nerviosamente, un vaso de ponche según su peculiar gusto, levantaba de vez en cuando la mirada de su ocupación y escuchaba con gran interés la historia, metiendo la afilada nariz casi en el rostro de Haley. El final de la historia pareció hacerle muchísima gracia, pues se sacudieron en silencio sus hombros y sus costados y sus finos labios se distendieron en señal de enorme diversión.

Así que le han fastidiado de veras, ¿eh? -dijo-, ¡Ji, ji, ji! Y, además, lo han hecho con gracia.

– El asunto de los niños causa muchos problemas en este negocio -dijo Haley con tristeza.

– Si pudiéramos conseguir una raza de muchachas a las que no les importase su prole -dijo Marks-, les digo que creo que sería la mejora más grande de los tiempos modernos y Marks celebró su broma con una risita discreta a modo de introducción.

– Es verdad -dijo Haley-. Nunca lo he entendido; los niños les suponen un montón de problemas; sería lógico que se alegraran de deshacerse de ellos, pero no es así. Es más, cuánto más problemático es un hijo y cuánto más inútil, más se aferran a él.

– Bien, señor Haley -dijo Marks-, páseme el agua caliente. Sí, señor, lo que usted dice es lo que siento yo y todos nosotros. Una vez compré a una muchacha cuando era tratante, una muchacha guapa y era bastante lista además, y tenía un hijo muy enfermizo, con la columna torcida o algo así; y se lo di a un hombre que decidió arriesgarse a criarlo, ya que no le costaba dinero; nunca se me ocurrió que la muchacha fuera a protestar, pero, ¡Dios mío! Hay que ver cómo se puso. A decir verdad, parecía valorar más al niño por ser enfermizo y quejoso y engorroso; y no fingía, no: lloró y se lamentó como si hubiera perdido a todos sus amigos. Era muy gracioso verlo. ¡Señor, no hay quién entienda las ocurrencias de las mujeres!

A mí me ocurre lo mismo -dijo Haley-. El verano pasado, allá en el río Rojo, me vendieron a una muchacha con un hijo de bastante buen aspecto, con unos ojos tan brillantes como los de usted; pero, cuando lo miré de cerca, vi que era ciego. Es la verdad, ciego como un topo. Entonces, verán ustedes, pensé que no había nada de malo en darlo sin decir nada, y lo cambié provechosamente por un barril de whisky; pero, llegado el momento de separarlo de la muchacha, ésta se puso como una tigresa. Era antes de ponernos en camino, y no los tenía encadenados todavía; pues ella se sube encima de una bala de algodón, como un gato, y coge un cuchillo de la mano de uno de los braceros y durante un momento sembró el pánico a su alrededor, hasta que vio que no había nada que hacer; entonces se vuelve y, se tira de cabeza al río, con el hijo en brazos; cayó ¡plas! y nunca salió.

– ¡Bah! -dijo Tom Loker, que escuchó estas historias con una aversión apenas reprimida-, ¡son unos inútiles los dos! Mis muchachas no organizan semejantes espectáculos, se lo aseguro.

– ¿De veras? ¿Cómo lo consigues? -preguntó vivamente Marks.

– ¿Conseguirlo? Pues compro a una muchacha y, si tiene un hijo para vender, me acerco a ella y le planto el puño en la cara y le digo: «Oye, tú, si me dices una sola palabra, te romperé la cara. No quiero oír ni una palabra, ni una sílaba.» Les digo: «Este niño es mío y no tuyo; no tiene nada que ver contigo. Voy a venderlo a la primera oportunidad; y ¡no me vengas con ningún escándalo al respecto o te haré desear que no hubieras nacido!» Les aseguro que se dan cuenta de que no hay nada que hacer conmigo. Las tengo tan calladas como los peces; y si a una de ellas se le ocurre soltar un grito, pues… -y el señor Loker dio un golpe con el puño que explicaba perfectamente la interrupción.

– Eso se puede llamar énfasis-dijo Marks, dándole a Haley en el costado y soltando otra risita-. Tom es único, ¿eh? ¡ji, ji! Creo, Tom, que tú consigues que entiendan que todas las cabezas negras son lanudas. Nunca dudan de tus intenciones, Tom. Si no eres el diablo, Tom, eres su hermano gemelo, ¡ya lo creo!

Tom tomó el cumplido con la debida modestia y adoptó un aspecto tan afable como era consistente, en palabras de John Bunyan [9], «con su naturaleza perruna».

Haley, que consumía liberalmente la materia prima de la noche, empezó a sentir un aumento y una elevación de sus facultades morales, fenómeno no poco frecuente en caballeros de condición seria y reflexiva en circunstancias similares.

– Bueno, bueno, Tom -dijo-, es usted terrible, como siempre le he dicho; ¿se acuerda, Tom? Usted y yo solíamos hablar de estas cuestiones en Natchez, y yo solía demostrarle que ganábamos lo mismo, y nos hacíamos igual de ricos, tratándoles bien, además de tener más posibilidades, cuando llegue lo inevitable y no quede nada más, de ir al reino de los cielos.

– ¡Bah! -dijo Tom-. ¡Si lo sabré yo! No me ponga enfermo con sus tonterías, que ya tengo el estómago revuelto y Tom se tragó medio vaso de coñac puro.

– Bueno dijo Haley, echándose atrás en el sillón y gesticulando de forma impresionante-, yo digo que siempre he querido llevar el negocio para ganar dinero, en primer lugar, como cualquiera; pero el negocio no lo es todo, pues todos tenemos alma. No me importa quién me oiga decirlo; pienso mucho en ello, así que lo voy a decir sin más. Creo en la religión y, un día de éstos, cuando tenga todos los asuntos bien atados, pienso atender a mi alma y esas cuestiones; así que, ¿para qué hacer más maldades de las necesarias? A mí no me parece nada prudente.

– ¿Atender a su alma? -repitió, desdeñoso, Tom-, habría que tener buenos ojos para encontrarle alma a usted, ahórrese las molestias de buscarla. Si el diablo le pasara por una criba fina, no encontraría un alma.

– Vaya, Tom, se ha enfadado -dijo Haley-; ¿por qué no lo toma usted de buen grado, si hablo por su bien?

– Detenga esa mandíbula suya, pues dijo Tom, arisco-. Puedo aguantar toda su charla menos la religiosa, ésa me da asco. Después de todo, ¿qué diferencia hay entre usted y yo? No es que usted se preocupe ni un átomo más, ni que tenga más sentimientos; es mezquindad pura y simple; quiere engañar al diablo para salvarse el pellejo; yo le veo el plumero. Y esta religión, como usted la llama, es demasiado para cualquier criatura creérselo. ¡Toda la vida acumulando una deuda con el diablo, para escabullirse a la hora de pagar! ¡Bah!

– Calma, caballeros, por favor; esto no son negocios -dijo Marks-. Saben ustedes que hay diferentes maneras de ver todas las cosas. El señor Haley es un hombre muy agradable, sin duda, y tiene su propia conciencia; y tú, Tom, también tienes tu propia manera de hacer, y muy buena, Tom; pero reñir, saben, no conduce a ninguna parte. Hablemos de negocios. Bien, señor Haley, ¿qué es lo que pretende? ¿Quiere que nos comprometamos a coger a esta muchacha?

– La muchacha no es asunto mío, ella es de Shelby; sólo el niño. ¡Qué tonto fui al comprar al diablillo!

– Suele ser tonto -dijo Tom, hosco.

Vamos, vamos, Loker -dijo Marks, mojándose los labios-. Mira, el señor Haley está a punto de ofrecemos un buen negocio, creo; espera un momento -estos preparativos son mi especialidad-. Esta muchacha, señor Haley, ¿cómo es?

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[9] John Bunyan (1628-1688). Escritor y predicador inglés, autor de más de sesenta títulos, entre los que se destacan The Pilgrm's Progress una de las obras más famosas de la literatura protestante y profundamente apreciada por Stowe. Las palabras de uno de sus personajes, Valiant for Truth, fueron las que la escritora dejó dedicadas en la primera página de la biografia que su hijo Charles escribió sobre ella, Life of Harriet Beecher Stowe: «Le doy mi espada a quien me suceda en la peregrinación, mi valor y mi talento a aquel que pueda alcanzarlos» (cit. Hedrick, 398).