– Pues llévatelo, entonces -dijo el señor Shelby; y ella se retiró deprisa con su hijo en brazos.
– Por Júpiter -dijo el comerciante, mirándolo con admiración- ¡ése sí que es un buen artículo! Podría usted hacerse rico cuando quisiera con esa muchacha en Nueva Orleáns. He visto a más de cien hombres pagar al contado por muchachas menos guapas.
– No quiero hacerme rico con ella -dijo secamente el señor Shelby; y, para cambiar de tema, descorchó otra botella de vino y pidió la opinión de su compañero al respecto.
– ¡Excelente, señor, de primera! -dijo el tratante; y volviéndose y dando palmaditas en el hombro de Shelby, añadió-: Vamos, ¿qué me dice de la muchacha? ¿Qué le doy? ¿Cuánto quiere?
– Señor Haley, ella no está en venta -dijo Shelby-. Mi esposa no se desprendería de ella ni por su peso en oro.
– ¡Bah! Las mujeres siempre dicen esas cosas, porque no entienden de números. Usted demuéstrele cuántos relojes, plumas y chucherías pueden comprar con su peso en oro, y cambiará de idea, me figuro.
– Ya le digo, Haley, que no se hable más del asunto; he dicho que no, y es que no -dijo Shelby con decisión.
– Bueno, pero me dará al muchacho, ¿verdad? -dijo el comerciante-. Tiene que reconocer que me porto bien al conformarme con él.
– ¿Para qué demonios quiere usted al niño? elijo Shelby.
– Bueno, pues, un amigo mío se va a dedicar a este negocio y quiere comprar muchachos guapos y criarlos para el mercado. Sólo de primera calidad, para venderlos como camareros y cosas así a los ricos, a los que pueden pagar por los guapos. Realza la calidad de una de estas casas solariegas tener a un muchacho realmente guapo para abrir la puerta y servir. Se pagan bien; y este diablillo es un niño tan gracioso y dotado para la música, que sería perfecto.
– Prefiero no venderlo -dijo el señor Shelby pensativo-. El caso es que soy un hombre humanitario y no me gustaría quitarle el hijo a su madre, señor.
– No me diga; vaya, algo parecido, ya, lo comprendo perfectamente. Es muy desagradable tener tratos con las mujeres a veces, a mí no me gusta nada que se pongan a gritar y a chillar. Son muy desagradables; pero yo, como soy hombre de negocios, evito tales escenas. Bien, aleje usted a la muchacha un día, o una semana o así; se hace la operación discretamente y todo habrá acabado antes de que vuelva. Su esposa podría comprarle pendientes, o un vestido nuevo, o algo así, para compensarle.
– Me temo que no.
– ¡Dios me ampare, le digo que sí! Estas criaturas no son como la gente blanca, desde luego; superan las cosas, sólo hay que saberlos llevar. Pues dicen -dijo Haley con un aire franco y confidencial- que este tipo de negocios endurece los sentimientos; pero a mí no me lo parece. A decir verdad, nunca he podido hacer las cosas como algunos tipos las hacen en este negocio. He visto a quien arrancaba al hijo de brazos de su madre para ponerlo a la venta, con ella chillando como loca todo el rato; es muy mala política, pues daña el género y a veces los estropea para el servicio. Conocí a una muchacha muy guapa una vez en Nueva Orleans que se echó a perder del todo por un trato así. El tipo que la vendía no quería a su hijo, y ella era altiva cuando se enfadaba. Le digo que estranguló a su hijo con sus manos y siguió hablando de manera terrible. Me hiela la sangre recordarlo; y cuando se llevaron al hijo y a ella la encerraron, se volvió loca de atar y al cabo de una semana estaba muerta. Un desperdicio, señor, de mil dólares, sólo por no saber hacer negocios, esa es la verdad. Siempre es mejor hacer lo humanitario, señor, en mi experiencia y el comerciante se repantigó en la silla y cruzó los brazos, con un aire decidido y virtuoso, considerándose como un segundo Wilberforce [4].
El tema parecía interesar mucho al caballero; mientras que el señor Shelby pelaba pensativo una naranja, empezó a hablar de nuevo, con decoroso apocamiento, como si la fuerza de la verdad le empujara a decir unas palabras más.
– No está bien visto que uno se elogie a sí mismo, pero lo digo porque es la verdad. Se dice que importo los mejores rebaños de negros de todos, por lo menos eso se dice; me lo han dicho más de cien veces, en cualquier caso, gordos y prometedores, y pierdo menos que cualquier otro comerciante. Y yo lo achaco todo a la organización, señor; y la humanidad, señor, si me permite, es el pilar de la organización.
El señor Shelby, al no saber qué decir, dijo simplemente: -¡Vaya!
– Mis ideas han sido motivo de escarnio, señor, y de críticas. No son bien vistas, ni son corrientes; pero yo sigo en mis trece; yo sigo en mis trece y así me va; sí, puedo decir que he amortizado su pasaje -y el comerciante se rió de su broma.
Había algo tan provocativo y original en estas dilucidaciones de humanidad, que el señor Shelby no pudo menos que reír también. Quizás te rías tú, también, querido lector; pero sabes que la humanidad se presenta hoy día de muchas maneras peculiares, y no hay límite a las cosas extrañas que dice y hace la gente humanitaria.
La carcajada del señor Shelby animó al comerciante a seguir.
– Es raro pero nunca he podido meterlo en la cabeza de la gente. Veamos el caso de mi viejo socio, Tom Loker, de Natchez; era un tipo muy listo, aunque era el mismísimo diablo con los negros, pero sólo por principio, porque jamás ha existido hombre con mejor corazón; era su sistema, señor. Yo lo comentaba con Tom. «Bueno, Tom», le decía, «cuando se ponen a llorar tus muchachas, ¿de qué sirve darles en la cabeza o pegarles una paliza? Es ridículo», decía yo, «y no sirve para nada. A mí no me parece mal que lloren», decía yo, «es la naturaleza», decía, «y si la naturaleza no se desahoga de una forma, lo hará de otra. Además, Tom», decía yo, «estropea a tus muchachas; enferman y se ponen tristes; y a veces se ponen feas, sobre todo las amarillas se ponen feas, y cuesta mucho trabajo que se domestiquen. Ahora bien», decía yo, «¿por qué no las engatusas y les hablas con amabilidad? Puedes creerme, Tom, una pequeña dosis de humanidad remedia más que tus regaños y golpes; y es más rentable, puedes creerme». Pero Tom no alcanzaba a comprenderlo; y me echó a perder a tantas que tuve que romper con él, aunque tenía buen corazón y era un hombre de negocios honrado.
– ¿Y cree usted que su manera de hacer negocios es mejor que la de Tom? -preguntó el señor Shelby.
– Ya lo creo. Verá usted, cuando puedo, cuido de la parte desagradable, como la venta de los niños; alejo a las madres, pues ojos que no ven, corazón que no siente, ya sabe, y cuando la cosa está hecha y no tiene remedio, se resignan. No es como si fuera gente blanca, educada para quedarse con sus hijos y sus esposas y todo eso. Los negros bien criados no tienen expectativas de ninguna clase, así que aceptan más fácilmente todas estas cosas.
– Me temo que los míos no están bien criados entonces -dijo el señor Shelby.
– Supongo que no; ustedes los de Kentucky miman mucho a sus negros. Tienen ustedes buena intención, pero no es bueno para ellos. Verá, a un negro que tiene que ir de aquí para allá en el mundo y soportar que lo vendan a Mengano y a Zutano y a Dios sabe quién más, no es bueno llenarle la cabeza de ideas y expectativas y educarle demasiado, porque la dureza de la vida es mucho más difícil de soportar después. Estoy seguro de que los negros de usted estarían muy tristes en un lugar donde algunos negros de plantación cantarían y vitorearían como posesos. Es natural, señor Shelby, que cada hombre crea que sus propias maneras de hacer las cosas son las mejores; y yo creo que trato a los negros tan bien como merecen.
– Es una felicidad estar satisfecho -dijo el señor Shelby, encogiéndose ligeramente de hombros y dando muestras de incomodidad.
– Entonces -dijo Haley, después de que ambos hombres pasaran un rato comiendo frutos secos en silencio-, ¿qué me dice?
[4] William Wilberforce (1759-1833). Filántropo y abolicionista inglés, fue uno de los principales dirigentes de la Secta de Clapham, un grupo de reformistas sociales evangelistas de Londres. Gracias a sus esfuerzos, logró que el parlamento inglés aboliese el comercio de esclavos de las colonias británicas en 1807. Murió un mes antes de que se aprobase la ley contra la esclavitud en las colonias del Imperio Británico.