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– Está muy bien: blanca y guapa y bien educada. Yo le hubiese dado a Shelby ochocientos o mil, y me hubiera sacado un buen pico.

– ¡Blanca, guapa y bien educada! -dijo Marks con los agudos ojos, la nariz y la boca llenos de resolución-. Ya lo ves, Loker, empezamos bien. Haremos negocio por nuestra cuenta: nosotros los atraparemos; el niño, por supuesto, será para el señor Haley, y llevaremos a la muchacha a Nueva Orleáns para venderla. ¿No es maravilloso?

Tom, que había estado con la boca abierta durante esta comunicación, la cerró de golpe, como un perro cierra la boca con un pedazo de carne dentro, y pareció digerir la idea despacio.

– Verá usted -dijo Marks a Haley, removiendo el ponche al mismo tiempo-, verá usted, tenemos jueces en muchos puntos de la ribera, que hacen trabajitos de los que nos convienen a nosotros sin demasiados problemas. Tom se encarga de regatear y todo eso; después yo llego todo arreglado, las botas relucientes y todo de primera, a la hora del juramento. Tendría que ver -dijo Marks, enardecido de orgullo profesional- cómo doy el pego. Un día, soy el señor Twickenham de Nueva Orleáns; otro día, acabo de llegar de una plantación en el río Pearl, donde tengo setecientos negros trabajando para mí; otra vez, soy pariente lejano de Henry Clay [10], o cualquier viejo importante de Kentucky. Las personas tenemos diferentes talentos. Por ejemplo, Tom es estupendo cuando hay que golpear o pelear; pero, en cambio, no sirve para mentir; no lo hace con naturalidad; pero, si hay un hombre en el país capaz de jurar cualquier cosa del mundo, añadiendo detalles y toques realistas con cara muy seria, que sea más convincente que yo, me gustaría verlo, ya lo creo. Estoy convencido de que conseguiría mi propósito aunque los jueces fueran más cuidadosos de lo que son. A veces hasta quisiera que fuesen más cuidadosos, pues sería más satisfactorio mi trabajo, más divertido, sabe usted.

Tom Loker, que, como hemos dado a entender, era un hombre lento de pensamientos y de movimientos, interrumpió a Marks en este punto dejando caer pesadamente el puño sobre la mesa, haciendo tintinear las copas. -¡Ya basta! -dijo.

– ¡Dios te proteja, Tom! ¡No hace falta que rompas todos los vasos! -dijo Marks-. Guarda los puños para un momento de necesidad.

– Pero, caballeros, ¿no me va a corresponder una parte de las ganancias? -preguntó Haley.

– ¿No le basta que le cojamos al niño? -dijo Loker-. ¿Qué más quiere?

– Pero -dijo Haley- si les proporciono el trabajo, debe valer algo, quizás un diez por ciento de los beneficios, una vez pagados los gastos.

– Vaya -dijo Loker, con un grandísimo juramento, golpeando la mesa con su pesado puño-, si no le conozco bien a usted, Dan Haley. ¡A mí no me va a engañar! ¿Se cree que Marks y yo nos dedicamos al negocio de atrapar negros sólo para hacer favores a señores como usted, sin sacar nada para nosotros? ¡Por nada del mundo! Nos quedaremos con la muchacha sin discusión, y usted se callará o nos quedaremos con los dos… ¿qué nos lo impide? ¿No nos ha mostrado usted el camino? Nosotros somos tan libres como usted para hacer lo que nos dé la gana. Si usted o Shelby nos quieren perseguir, busque donde estaban las perdices el año pasado; si las encuentra, ¡mejor para usted!

– Bueno, bueno, olvidémoslo -dijo Haley, alarmado-. Ustedes cojan al niño a cambio del trabajo; siempre me ha tratado con justicia, Tom, y ha cumplido su palabra.

– Ya lo sabe -dijo Tom-; no asumo ninguna de sus mojigaterías, pero llevo honradamente mis cuentas hasta con el mismísimo diablo. Lo que digo que haré, lo hago, y usted lo sabe, Dan Haley.

– Así es, así es, ya lo he dicho, Tom -dijo Haley-; y si promete tener al niño dentro de una semana en cualquier lugar que usted diga, eso es lo único que quiero.

– Pero no es todo lo que yo quiero, ni muchísimo menos -dijo Tom-. No por nada tuve tratos con usted en Natchez, Haley; he aprendido a aguantar a una anguila cuando la cojo. Tiene que soltar cincuenta dólares al contado, o puede olvidarse de ese niño. Yo lo conozco a usted.

– Pero, cuando tiene un trabajo que le puede proporcionar un beneficio limpio de mil o mil seiscientos dólares, Tom, eso es poco razonable -dijo Haley.

– Sí, pero tenemos trabajo contratado para las próximas seis semanas, más de lo que podemos hacer. Si lo dejamos todo para ir tras los muchachos suyos y no cogemos a la muchacha al final – y siempre es dificilísimo coger a las muchachas -, ¿entonces, qué? ¿Nos iba a pagar un centavo usted? Creo que lo imagino pagando, sí. No, no; al contado los cincuenta. Si conseguimos el trabajo y es rentable, se los devolveré; si no, esto es por las molestias. Eso es justo, ¿verdad, Marks?

– Desde luego, desde luego -dijo Marks con tono conciliatorio-; sólo es una provisión de fondos, ¿verdad? ¡ji, ji, ji! pues somos abogados, ¿eh? Bueno, tenemos que mantener el buen humor, estar tranquilos, ya sabe. Tom le tendrá al niño donde usted diga, ¿verdad, Tom?

– Si encontramos al pequeño, se lo llevaré a Cincinnati y lo dejaré en casa de la abuela Belcher, cerca del desembarcadero -dijo Loker.

Marks había extraído del bolsillo una libreta grasienta y, sacando un papel alargado, se sentó y, fijando la vista en él, empezó a murmurar sobre su contenido: -Barnes… Condado de Shelby… muchacho, Jim, trescientos dólares, vivo o muerto. Edwards, Dick y Lucy, marido y mujer… seiscientos dólares; Polly con dos hijos, seiscientos dólares por ella o su cabeza. Sólo repaso nuestros asuntos, para ver si podemos hacer este encargo sin problemas. Loker -dijo, tras una pausa-, debemos poner a Adams y Springer sobre la pista de éstos; hace tiempo que nos contrataron.

– Cobrarán demasiado -dijo Tom.

– Yo me encargaré de eso; son nuevos en el negocio, y deben esperar cobrar poco -dijo Marks, mientras continuó leyendo-. Estos tres son casos fáciles, pues lo único que hay que hacer es matarlos de un tiro o jurar que los has matado; claro que no pueden cobrar mucho por eso. Los otros casos -dijo, doblando el papel- pueden retrasarse un tiempo. Así que ahora vayamos con los detalles. Bien, señor Haley, ¿usted vio a esta muchacha cuando llegó a la orilla?

– Desde luego, tan claro como lo veo a usted.

– ¿Y a un hombre que la ayudó a subir por el barranco? -preguntó Loker.

– Desde luego que sí.

– Lo más probable -dijo Marks- es que la hayan acogido en algún lugar; pero la cuestión es ¿dónde? ¿Qué opinas, Tom?

– Debemos cruzar el río esta noche, sin duda -dijo Tom.

– Pero no hay ninguna barca -dijo Marks-. El hielo se mueve mucho, Tom, ¿no es peligroso?

– No sé nada de eso, sólo que hay que hacerlo -dijo Tom con decisión.

– Vaya por Dios -dijo Marks, inquieto-, pues, yo creo -dijo, acercándose a la ventana- que está tan oscuro como boca de lobo y, Tom…

– Resumiendo, que tienes miedo, Marks, pero no puedo remediar eso; tienes que ir. Supongo que quieres esperar un día o dos antes de emprender el camino, hasta que a la muchacha la hayan llevado clandestinamente a Sandusky.

– Yo no tengo nada de miedo -dijo Marks-, es sólo…

– ¿Sólo qué? -preguntó Tom.

– Pues la cuestión de la barca. Ya ves que no hay ninguna barca.

– He oído decir a la mujer que venía una esta noche y que iba a cruzar un hombre en ella. Por peligroso que sea, debemos ir con él.

– Supongo que tienen buenos perros -dijo Haley.

– De primera -dijo Marks-. ¿Pero de qué sirven? No tiene usted nada de ella para darles a oler.

– Sí, tengo -dijo Haley, ufano--. Aquí está el chal que dejó en la cama por las prisas; también dejó el sombrero. -¡Qué suerte! -dijo Loker-; tráigalos aquí.

– Pero los perros podrían dañar a la muchacha, si la encuentran de sopetón -dijo Haley.

– Es una posibilidad -dijo Marks-. Nuestros perros medio destrozaron a un tipo una vez, allá en Mobile, antes de que pudiéramos apartarlos.

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[10] Henry Clay (1777-1852). Estadista y destacado orador republicano procedente del estado de Kentucky, fue uno de los representantes políticos más importantes de los nuevos territorios del Oeste en los años prebélicos.