– Pues en el caso de éstos que se venden por su aspecto, no es solución, ¿no creen? -dijo Haley.
– Sí, creo -dijo Marks-. Además, si la han acogido, tampoco es solución. Los perros no sirven en los estados donde protegen a esas criaturas, porque no puedes encontrar la pista. Sólo sirven en las plantaciones, donde los negros, cuando corren, corren por sí solos, sin que nadie les ayude.
– Bien -dijo Loker, que había salido al bar para hacer indagaciones-, dicen que ha venido el hombre con la barca; así, pues, Marks…
Este gran personaje echó una mirada desconsolada al confortable aposento que tenía que abandonar, pero se levantó despacio para obedecer. Después de intercambiar unas palabras más sobre los planes, Haley, de muy mala gana, dio a Tom los cincuenta dólares y se despidieron los tres prohombres.
Si alguno de nuestros lectores refinados y cristianos se molestan por la sociedad en la que esta escena les introduce, les rogamos que hagan un esfuerzo por vencer sus prejuicios. El negocio de cazar negros, nos atrevemos a recordarles, está en vías de convertirse en una profesión legal y patriótica. Si toda la tierra que va de Misisipí al Pacífico deviene un gran mercado de cuerpos y almas y la propiedad humana refrena las tendencias progresistas del siglo xix, puede que el tratante y el cazador aún se conviertan en parte de nuestra aristocracia.
Mientras transcurría esta escena en la taberna, Sam y Andy iban camino de su casa en un estado de felicidad extrema.
Sam estaba de muy buen humor y expresaba su júbilo mediante toda suerte de aullidos y exclamaciones sobrenaturales, y varios extraños movimientos y contorsiones del cuerpo entero. A veces se sentaba al revés, con la cara vuelta hacia la cola del caballo y, con un hurra y una voltereta, se volvía a colocar del derecho y, poniendo una cara muy seria, se ponía a sermonear a Andy con un tono altisonante por reírse y hacer el tonto. Luego, golpeándose los costados con los brazos, rompía a reír con unas carcajadas que resonaban en los bosques a su paso. Con todas estas maniobras, consiguió mantener los caballos a la máxima velocidad hasta que, entre las diez y las once, chacolotearon sus pasos en la gravilla del extremo del balcón. La señora Shelby acudió veloz a la barandilla.
– ¿Eres tú, Sam? ¿Dónde están?
– El señor Haley está descansando en la taberna; está muy fatigado, ama.
– ¿Y Eliza, Sam?
– Ella está al otro lado del Jordán. Como si dijéramos, en la tierra de Canaán.
– Oh, Sam, ¿qué quieres decir? -preguntó la señora Shelby, sin aliento y casi desmayada al darse cuenta del posible significado de estas palabras.
– Bueno, ama, el Señor cuida de los suyos. Lizy ha cruzado el río hasta Ohio, de manera tan espectacular como si el Señor la hubiese transportado en un carro de fuego con dos caballos.
La vena beata de Sam siempre se agudizaba sobremanera en presencia de su ama, y se servía liberalmente de figuras e imágenes de las Sagradas Escrituras.
– Sube aquí, Sam -dijo el señor Shelby, que había seguido a su esposa al porche-, y cuéntale a tu ama lo que desea saber. Anda, anda, Emily -dijo, rodeándola con el brazo-, tienes frío y estás temblando; te dejas impresionar demasiado.
– ¡Impresionar demasiado! ¿Acaso no soy mujer y madre? ¿No somos responsables los dos ante Dios de esta pobre muchacha? ¡Dios mío! No nos adjudiques este pecado.
– ¿Qué pecado, Emily? Tú misma debes ver que sólo hemos hecho lo que nos hemos visto obligados a hacer.
– Tengo una terrible sensación de culpa, que, sin embargo -dijo la señora Shelby-, la razón no logra desvanecer.
– ¡Vamos, Andy, negro, espabílate! -gritó Sam desde debajo del porche-, lleva los caballos al establo; ¿no oyes cómo llama el amo? y enseguida se presentó Sam con la hoja de palmera en la mano en la puerta del salón.
– Ahora, Sam, cuéntanos exactamente lo que ha pasado -dijo el señor Shelby-. ¿Dónde se encuentra Eliza, si es que lo sabes?
– Bien, señor, la vi con mis propios ojos cruzar sobre el hielo flotante. Cruzó de forma extraordinaria; fue nada menos que un milagro; y vi cómo la ayudó un hombre a subirse por el barranco de la parte de Ohio, y se perdió en la oscuridad.
– Sam, creo que es algo imaginado este milagro. No es tan fácil cruzar sobre el hielo flotante -dijo el señor Shelby.
– ¡Fácil! Nadie lo hubiera podido hacer sin la ayuda del Señor. Pero -dijo Sam- fue así exactamente. Haley y yo y Andy nos acercamos a una pequeña taberna junto al río, y yo iba un poco adelantado (estaba tan ansioso por coger a Lizy que no me podía refrenar por nada) y cuando llego a la ventana de la taberna, allí estaba ella a la vista de todo el mundo y ellos estaban justo detrás de mí. Entonces, pierdo el sombrero y armo bastante escándalo como para despertar a los muertos. Claro que me oye Lizy y se echa hacia atrás cuando pasa el señor Haley por la puerta; y después, le digo, salió por la puerta lateral; se fue a la orilla del río; el señor Haley la vio y gritó y él y yo y Andy fuimos detrás de ella. Se acercó al río y la corriente se extendía hasta diez pies de la orilla y al otro lado el hielo se sacudía y zarandeaba, como si fuera un gran islote. Nosotros nos acercamos y yo creía que ya la tenía, cuando soltó un alarido como nunca he oído antes y allí estaba, al otro lado del agua, sobre el hielo, y entonces siguió chillando y saltando, ¡el hielo crepitaba y crujía y rechinaba y ella saltaba como un gamo! Señor, los saltos que es capaz de dar esa muchacha no son una cosa normal, me parece a mí.
La señora Shelby se quedó sentada inmóvil y pálida de emoción mientras Sam contaba su historia.
– ¡Bendito sea Dios, no está muerta! elijo-, pero ¿dónde está la pobre criatura ahora?
– El Señor proveerá -dijo Sam, haciendo girar los ojos de manera pía-. Como iba diciendo, esto ha sido la providencia, ya lo creo, tal como siempre nos lo ha explicado el ama. Siempre hay instrumentos que se ponen a cumplir la voluntad de Dios. Pues hoy, si no llega a ser por mí, la hubieran apresado una docena de veces. Porque ¿no he sido yo quien ha vuelto locos a los caballos esta mañana, y quien los ha tenido correteando hasta la hora de comer? ¿Y no he llevado al señor Haley a cinco millas de la carretera buena esta tarde? que, si no, hubiese cogido a Lizy tan rápido como un perro coge un mapache. Todas estas cosas son providencias.
– Tendrás que usar poco este tipo de providencias, señorito Sam. No permitiré que se utilicen estas estratagemas con ningún caballero en mi casa -dijo el señor Shelby, todo lo serio que pudo ponerse, dadas las circunstancias.
Es tan inútil hacer creer a un negro que uno está enfadado como a un niño; ambos ven instintivamente la verdad del caso, a pesar de todos los esfuerzos por mostrarles lo contrario; por lo tanto, a Sam no le descorazonó en absoluto esta reprimenda, aunque adoptó un aire de lastimosa gravedad y se quedó con una expresión compungida de penitencia.
– El amo tiene razón, ya lo creo; ha sido feo por mi parte, no hay duda: y, por supuesto, el amo y el ama no alentarían tales prácticas. Soy consciente de eso; pero un pobre negro como yo se siente muy tentado a comportarse de forma fea a veces, cuando la gente arma tanto escándalo como aquel señor Haley; él no es un caballero, de todas formas: una persona que ha sido criada como yo lo he sido no puede menos que ver eso.
– Bien, Sam -dijo la señora Shelby-, ya que pareces tener una idea adecuada de tus propios errores, puedes ir a decirle a la tía Chloe que te prepare un poco del jamón frío que ha sobrado de la comida de hoy. Tú y Andy debéis de tener hambre.
– La señora es demasiado buena con nosotros -dijo Sam, y, haciendo una rápida reverencia, se marchó.