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Se podrá percibir, como antes hemos dado a entender, que el señorito Sam tenía un talento natural que, indudablemente, le hubiera podido elevar a una posición de eminencia en la vida política: un talento para capitalizar todo lo que ocurre e invertirlo en acciones que redundaran en su propio beneficio y gloria; así que, después de hacer alarde de piedad y humildad ante los del salón, se plantó la hoja de palmera en lo alto de la cabeza con aire gallardo y despreocupado y se encaminó a los dominios de la tía Chloe, con la intención de vanagloriarse abundantemente en la cocina.

«Pronunciaré un discurso para estos negros», dijo Sam para sí, «ahora que tengo la oportunidad. ¡Señor, les arengaré hasta que se queden patidifusos!».

Debe observarse que uno de los mayores placeres de Sam había sido acompañar a su amo en todo tipo de reuniones políticas, donde, sentado en alguna valla o encaramado a algún árbol, solía quedarse viendo a los oradores con el mayor regocijo para reunirse después con los hermanos de su propio color, congregados por el mismo motivo que él, y deleitarles con las parodias e imitaciones más ridículas, realizadas con la solemnidad y pompa más imperturbables; y, aunque los oyentes más cercanos a él solían ser de su mismo color, no era raro que hubiese un gran número de personas más claras de tez que escuchaban, se reían y disfrutaban, por lo que Sam se felicitaba sobremanera. De hecho, Sam consideraba que la oratoria era su vocación y nunca dejaba pasar una oportunidad para mejorar su ejecución.

Pues bien, entre Sam y la tía Chloe había habido, desde antiguo, una especie de lucha encarnizada o más bien una frialdad acusada; pero como ahora Sam estaba interesado en cuestiones de aprovisionamiento como base necesaria y patente de sus operaciones, decidió que en esta ocasión se comportaría de forma especialmente conciliatoria; pues sabía que, aunque sin duda se cumplirían al pie de la letra las «instrucciones del ama», ganaría mucho si además se hacía con la simpatía de todos. Por lo tanto, apareció ante la tía Chloe con una expresión conmovedoramente alicaída y resignada, como alguien que ha padecido fatigas inconmensurables en nombre de un semejante perseguido, se dilató explicando que el ama le había mandado acudir a la tía Chloe para que le repusiera lo que fuera menester para compensar la pérdida de sólidos y líquidos de su organismo, y así reconocía inequívocamente su derecho y su supremacía en la cocina y todo lo referente a ella.

Funcionó a la perfección. Ningún ser pobre, sencillo y virtuoso fue engatusado nunca por las atenciones de un político en plena campaña electoral más fácilmente que la tía Chloe fue embaucada por la afabilidad del señorito Sam; y si hubiera sido el mismísimo hijo pródigo, no lo hubiesen colmado de más munificencia maternal; y pronto se encontraba sentado, feliz y glorioso, delante de una gran cazuela que contenía una especie de olla podrida [11] con todo lo que se había servido en la mesa durante los últimos dos o tres días. Sabrosos bocados de jamón, dados dorados de torta, fragmentos de pastel de cada forma geométrica imaginable, alones, mollejas y muslos de pollo: todo aparecía en una mezcla pintoresca; y Sam, monarca de todo lo que veía, con la hoja de palmera alegremente ladeada, mirando condescendiente a Andy, sentado a su derecha.

La cocina estaba repleta de compadres suyos que habían llegado corriendo de las diferentes cabañas y se habían apretujado para enterarse del final de las proezas del día. Había llegado la hora de gloria para Sam. Se ensayó la historia del día con toda suerte de adornos y barnices que pudieran realzar su envergadura; pues Sam, como algunos de nuestros diletantes de moda, jamás permitía que una historia perdiese brillo al pasar por sus manos. La narración arrancaba grandes carcajadas, que eran retomadas y prolongadas por los más menudos, que yacían, en gran número, en el suelo y se posaban en cada rincón. En el apogeo del alboroto y las risas, sin embargo, Sam se mantuvo inmutable y serio y sólo hacía girar los ojos de cuando en cuando y echaba diversas miradas burlonas a su público, sin abandonar la altura ampulosa de su discurso.

– ¿Veis, compatriotas -dijo Sam, alzando enérgicamente un muslo de pavo-, veis lo que hace este negro para defenderos a todos, sí, a todos vosotros? Porque el que intenta coger a uno de nosotros es como si intentara cogernos a todos, es el mismo principio, eso está claro. Y cualquiera de estos negreros que vienen olisqueando por aquí, se las tendrá que ver conmigo, yo soy con el que tiene que tratar; es a mí a quien tenéis que acudir, hermanos; yo defenderé vuestros derechos, ¡los defenderé con mi último aliento!

– Pero, Sam, me has dicho esta misma mañana que ibas a ayudar a este señor Haley a coger a Lizy; me parece a mí que lo que dices no cuadra -dijo Andy.

– Te digo ahora, Andy-dijo Sam, con tremenda superioridad-, que no hables de lo que no entiendes; los chicos como tú, Andy, tenéis buenas intenciones, pero no se puede esperar que colusitéis [12] los grandes principios de acción.

Andy puso cara de increpado, especialmente por la dificilísima palabra «colusitar», que, para la mayoría de los miembros juveniles de la compañía, pareció dar punto final al argumento, mientras que Sam prosiguió.

– Eso era conciencia, Andy; cuando pensé en ir tras Lizy, creía realmente que lo quería el amo. Cuando me di cuenta de que el ama quería lo contrario, era más conciencia todavía, pues siempre se saca más quedándose de parte de las señoras, así que ya ves que soy persistente de cualquier forma y sigo la conciencia y me adhiero a los principios. Sí, principios -dijo Sam, agitando entusiasta un cuello de pollo-, ¿para qué sirven los principios si no somos persistentes? Quiero saberlo. Toma, Andy, puedes tomarte este hueso; queda algo de carne.

Ya que el público de Sam estaba pendiente de sus palabras, no tuvo más remedio que seguir.

– Este asunto de la persistencia, compañeros negros -dijo Sam, con aspecto de tocar un tema incomprensible-, la persistencia es una cosa que casi nadie ve clara. Pues, veréis, cuando un tipo defiende algo un día y lo contrario al día siguiente, la gente dice (y con razón) que no es persistente -acércame ese pedazo de torta, Andy-. Pero examinémoslo de cerca. Espero que los caballeros y el sexo bello me perdonen por utilizar una comparación algo vulgar. ¡Bien! Pues quiero subir a lo alto de un pajar. Bien, pongo mi escalera en un lado, pero no funciona; entonces, porque ya no lo intento más ahí, sino que apoyo la escalera en el lado contrario, ¿no soy persistente? Sí que soy persistente al querer subir al pajar por el lado donde esté mi escalera; ¿no lo entendéis todos?

– Es para lo único que has sido persistente, bien lo sabe el Señor -murmuró la tía Chloe, que empezaba a estar algo nerviosa; pues la diversión de la noche le parecía algo así como lo que llaman las sagradas escrituras: «vinagre después de sal».

– Desde luego que sí -dijo Sam, levantándose repleto de cena y gloria, para la perorata final-. Sí, camaradas y damas del sexo contrario en general, tengo principios, y estoy orgulloso de tenerlos; pues son necesarios en esta época y en todas las épocas. Tengo principios y me adhiero a ellos muy fuerte, sigo cualquier cosa que me parece un principio; no me importaría que me quemaran vivo; me acercaría a la hoguera y diría: «aquí estoy para derramar mi sangre por mis principios, por mi patria, por los intereses de la sociedad en general».

– Bueno -dijo la tía Chloe-, uno de tus principios tendrá que ser acostarte a alguna hora de la noche y no tener a todo el mundo levantado hasta el amanecer; vamos, todos los pequeños que no queráis cobrar, más vale que os esfuméis deprisa.

– Negros todos -dijo Sam, moviendo la hoja de palmera con benignidad-, os doy mi bendición; idos a la cama, ahora, como buenos muchachos.

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[11] En castellano en el original.

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[12] La autora utiliza en inglés la palabra «collusitate», probablemente una corrupción de «colfigate», que significa «colegir».