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Y, con esta patética bendición, se dispersó la reunión.

CAPÍTULO IX

EN EL QUE PARECE QUE EL SENADOR ES SOLO HUMANO

La luz de un fuego alegre iluminaba la alfombra de una sala acogedora y refulgía en las tazas de té y la tetera bruñida mientras el senador Bird se quitaba las botas para introducir los pies en un hermoso par de zapatillas nuevas, que le había hecho su esposa cuando él se encontraba ausente en circuito senatorial. La señora Bird, que tenía aspecto de estar encantadísima, supervisaba los preparativos de la mesa y dirigía comentarios exhortativos de vez en cuando a unos cuantos jovencitos juguetones que se entregaban a todas aquellas modalidades de inenarrables cabriolas y travesuras que han consternado a las madres desde el diluvio universal.

– ¡Tom, sé bueno y deja en paz el picaporte! ¡Mary, Mary, no tires de la cola del gato, pobre minino! ¡Jim, no debes subirte a esa mesa, no, no! No sabes, querido, qué sorpresa nos has dado presentándote aquí esta noche -dijo por fin, cuando encontró un hueco para dirigirse a su marido.

– Sí, sí, se me ocurrió hacer una escapadita para pasar la noche y disfrutar de la comodidad del hogar. ¡Estoy muerto de cansancio y me duele la cabeza!

La señora Bird miró una botella de alcanfor que se veía tras la puerta entornada del armario y parecía meditar la posibilidad de acercarse a ella, pero se interpuso su buen esposo.

– ¡No, no, Mary, nada de medicinas! Una taza de tu buen té casero y un poco de vida familiar es lo único que quiero. ¡Legislar es una ocupación cansada!

Y sonrió el senador como si le hiciera gracia la idea de sacrificarse en bien de su país.

– Bien -dijo su esposa, una vez hubo amainado un poco la actividad de la mesa-, ¿qué habéis estado haciendo en el Senado?

Era una cosa bien rara que la bondadosa señora Bird se calentase la cabeza sobre qué ocurría en la casa del estado, ya que consideraba, muy sensatamente, que tenía bastante con los asuntos de la suya propia. Por lo tanto, el señor Bird, sorprendido, abrió mucho los ojos y dijo:

– Nada de gran importancia.

– Bien; pero ¿es verdad que han aprobado una ley prohibiendo a la gente dar de comer y beber a las pobres personas de color? He oído decir que pensaban hacer una ley así, ¡pero no creí que ninguna legislatura cristiana fuera a aprobarla!

– ¡Vaya, Mary, te estás convirtiendo en político de repente!

– ¡Tonterías! Me importa un comino toda tu política en general, pero esto me parece una cosa muy cruel y poco cristiana. Espero, querido, que no se haya aprobado semejante ley.

– Sí, se ha aprobado una ley prohibiendo ayudar a los esclavos que vienen aquí desde Kentucky, querida; esos abolicionistas han armado tanto escándalo que han puesto muy nerviosos a nuestros amigos de Kentucky, y parece necesario, además de benévolo y cristiano, que nuestro estado haga algo para aplacar su nerviosismo.

– ¿Y cómo es la ley? ¿No nos prohibirá cobijar por una noche a aquellas pobres criaturas o darles algo bueno de comer y un poco de ropa vieja antes de ponerlos tranquilamente en camino?

– Pues, sí, querida; eso sería ayudar y encubrir a un criminal.

La señora Bird era una mujercita tímida y vergonzosa de unos cuatro pies de altura, con mansos ojos azules, un cutis de melocotón y la voz más dulce y suave del mundo; en cuanto a valor, era bien sabido que un pavo la podía asustar al primer graznido y que un simple perro casero la subyugaba nada más enseñarle los dientes. Su marido y sus hijos eran todo su mundo, y reinaba sobre ellos más con súplicas y persuasión que mandando o riñendo. Sólo una cosa era capaz de excitarla y era una provocación contra su naturaleza inusitadamente dócil y compasiva: cualquier cosa que se aproximaba a la crueldad le despertaba un apasionamiento aún más alarmante e inexplicable por la suavidad habitual de su carácter. Aunque generalmente era la madre más complaciente y fácil de convencer del mundo, sus hijos recordaban con respeto un castigo ejemplar que les había impuesto una vez porque los encontró conchabados con varios niños desvergonzados del vecindario tirando piedras a un gatito indefenso.

– ¿Sabes qué? -solía contar el señorito Bill-, estaba asustado en esa ocasión. Madre vino hacia mí de tal forma que la creí loca, y me zurró y mandó a la cama sin cenar antes de que pudiera saber qué había pasado; y después la oí llorar en mi puerta, lo que me hizo sentir peor que lo demás. ¿Sabes qué? -decía- ¡nosotros no volvimos a tirar piedras a un gato jamás!

En esta ocasión, se levantó rápidamente la señora Bird con las mejillas encendidas, cosa que mejoró considerablemente su aspecto general, se acercó a su marido con aire resuelto y le dijo con tono decidido:

– Bien, John, quiero saber si tú crees que semejante ley es correcta y cristiana.

– No me matarás si digo que sí, ¿verdad?

– Nunca lo hubiera creído de ti, John; ¿no lo habrás votado tú?

Así es, mi bello político.

– ¡Vergüenza debería darte, John! ¡Pobres criaturas sin hogar! Es una ley malvada, ultrajante y abominable y yo, por mi parte, la quebrantaré a la primera oportunidad que tenga; y ¡espero tener oportunidad, de veras que lo espero! ¿Adónde irán a parar las cosas si una mujer no puede ofrecer una cena caliente y una cama a unas pobres criaturas hambrientas por el mero hecho de ser esclavos, y que hayan abusado de ellos y los hayan oprimido toda su vida? ¡Pobres!

– Pero, Mary, escúchame. Tus sentimientos son buenos, querida, e interesantes, y yo te quiero por tenerlos; pero, querida, no debemos dejar que nuestros sentimientos dominen nuestro juicio; debes considerar que son sentimientos privados y aquí se trata de intereses públicos; existe tal estado de agitación pública, que debemos relegar nuestros sentimientos privados.

– Bien, John, no sé nada de política pero sé leer la Biblia, y en ella leo que debo dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y consolar al desesperado; y ¡pienso seguir la Biblia!

– Pero en los casos en los que obrar así puede suponer un mal público…

– Obedecer a Dios jamás acarrea un mal público. Sé que no es posible. Siempre es lo más seguro, en conjunto, hacer lo que El nos manda.

– Escúchame ahora, Mary, y te expondré un razonamiento muy claro para demostrarte…

– ¡Tonterías, John! Puedes hablar toda la noche y no podrás demostrarlo. Yo te pregunto, John, ¿tú echarías de tu puerta a una pobre criatura temblorosa y hambrienta por ser un fugitivo? ¿Lo harías?

Si hemos de decir la verdad, nuestro senador tenía la desgracia de ser un hombre con una naturaleza especialmente humanitaria y accesible y nunca había sido su fuerte echar a alguien que tuviese problemas; y lo peor para él en este momento de la discusión era que su mujer lo sabía y por supuesto dirigía su asalto a un punto indefendible. Por lo tanto él recurrió al medio habitual y común de ganar tiempo en tales casos: dijo «ejem» y tosió varias veces, sacó el pañuelo y se puso a limpiar las gafas. A la señora Bird, cuando vio la condición indefensa del territorio del enemigo, su conciencia no le impidió aprovecharse de su ventaja.

– ¡Me gustaría verte hacerlo, John, de verdad que sí! Echar a una mujer de casa durante una nevasca, por ejemplo; o quizás preferirías meterla en la cárcel, ¿no? ¡Sí que servirías para eso!

– Desde luego, sería una obligación muy penosa -comenzó a decir el señor Bird con tono moderado. -¡Obligación, John, no utilices esa palabra! ¡Sabes que no es una obligación, que no puede serlo! Si la gente no quiere que se escapen los esclavos, que los traten bien: esa es mi doctrina. Si yo tuviera esclavos (y espero no tenerlos nunca), correría el riesgo de que quisieran escaparse de mí o de ti, John. Te digo que las personas no se escapan cuando son felices; y cuando se fugan, pobres criaturas, ya padecen bastante con el frío y el hambre y el miedo, sin que todo el mundo se vuelva contra ellos; así que, con ley o sin ley, yo no lo haré nunca, ¡lo juro por Dios!