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– Mamá -dijo uno de los niños, tocándole suavemente el brazo-, ¿vas a regalar esas cosas?

– Queridos niños -dijo ella seriamente en voz queda-, si nuestro querido Henry mira desde el cielo, estará encantado de que lo hagamos. No sería capaz de regalarlas a una persona cualquiera… a una persona feliz, pero las regalo a una madre más triste y desconsolada que yo, y espero que Dios la bendiga también.

Existen en este mundo algunas almas benditas, cuyas penas se convierten en alegrías para los demás y cuyas esperanzas terrenales, colocadas en la tumba con abundantes lágrimas, son una semilla de la que brotan flores y bálsamos curativos para los desolados y los afligidos. Se contaba entre ellas esta mujer delicada que está ahí sentada junto a la lámpara, derramando lágrimas mientras prepara los recuerdos de su hijo perdido para la nómada desterrada.

Después de un rato, la señora Bird abrió un armario y, sacando un par de vestidos sencillos y prácticos, se sentó a la mesa de labores armada con una aguja, unas tijeras y un dedal e inició el proceso de «sacar» que había recomendado su marido, y siguió ocupada en estos menesteres hasta que el viejo reloj del rincón dio las doce y oyó el traqueteo de las ruedas en la puerta.

– Mary -dijo su marido, entrando con el abrigo en la mano-, debes despertarla ahora; tenemos que marchamos.

La señora Bird se apresuró a poner los diversos objetos que había juntado en un pequeño y sencillo baúl, que cerró con llave y pidió a su marido que lo llevase al coche, después de lo cual fue a despertar a la mujer. Esta apareció poco después en la puerta, vestida con una capa, un sombrero y un chal que habían pertenecido a su benefactora, y con su hijo en brazos. El señor Bird la acompañó apresuradamente al coche y la señora Bird la siguió hasta los peldaños del mismo. Eliza se asomó y alargó la mano, una mano tan bella y delicada como la que la estrechó. Fijó sus grandes ojos negros llenos de gratitud en el rostro de la señora Bird y parecía a punto de decir algo. Se movieron sus labios, lo intentó una o dos veces, pero no salió ningún sonido; señaló hacia lo alto con una mirada inolvidable, se echó hacia atrás en el asiento y se cubrió la cara. Se cerró la puerta y se alejó el coche.

¡Qué situación para un senador patriota que había pasado toda la semana anterior espoleando la legislatura de su estado natal para que aprobara unas leyes más estrictas contra los esclavos fugados y los que les ayudaban a escapar!

¡A nuestro buen senador no le había hecho sombra en su estado natal ninguno de sus homólogos de Washington en el ejercicio de la clase de elocuencia que les ha granjeado el renombre inmortal! ¡Con qué majestuosidad se quedó sentado con las manos en los bolsillos burlándose de la debilidad sentimental de los que anteponían el bienestar de unos cuantos fugitivos miserables a los importantes intereses del estado!

Estuvo tan fiero como un león y consiguió convencer no sólo a sí mismo, sino a todos los que le oyeron hablar; pero en ese momento su idea de lo que era un fugitivo no iba más allá de las letras de las que se componía la palabra; o, como mucho, la imagen vista en un periódico de un hombre portando un bastón y un atado con las palabras «Fugado de casa del subscriptor» al pie. La magia de presenciar la verdadera aflicción, el suplicante ojo humano, la débil y temblorosa mano humana, la desesperada petición de ayuda: todo eso no lo había experimentado jamás. Nunca se le había ocurrido pensar que el fugitivo podía ser una madre desafortunada, un niño indefenso, como el que ahora llevaba puesta la gorra d e su hijo muerto, tan familiar para él. Así, ya que el pobre senador no estaba hecho de acero ni de piedra sino que era un hombre y, además, un hombre bastante noble de corazón, como todo el mundo puede ver, se sintió bastante incómodo con su patriotismo. Y no hace falta que os burléis de él, hermanos de los estados sureños, pues tenemos la idea de que muchos de vosotros, en un caso similar, no lo hubierais hecho mucho mejor. Tenemos razones para creer que, tanto en Kentucky como en Misisipí, viven personas de corazón noble y generoso, que nunca han oído en vano una historia de sufrimientos. Buen hermano, ¿es justo que esperes de nosotros servicios que tu mismo corazón noble y valiente no te permitiría prestar si estuvieras en nuestro lugar?

Sea como fuere, si nuestro buen senador pecó en lo político, estaba haciendo méritos para expiar su pecado con su penitencia nocturna. Había habido una larga temporada de lluvias y la tierra fértil y blanda de Ohio, como todo el mundo sabe, se presta fácilmente a la manufactura del fango, y el camino había sido una antigua vía férrea de ese estado.

– Díganme, ¿qué tipo de carretera es esa? -preguntan los viajeros del este, acostumbrados a asociar las vías férreas solamente con la suavidad o la velocidad.

Quiero que sepas, entonces, inocente amigo del este, que en las regiones salvajes del oeste, donde el barro alcanza profundidades sublimes e incalculables, las carreteras se fabrican con troncos redondos y bastos, colocados transversalmente uno al lado de otro, y cubiertos en el primer momento con tierra, turba y todo lo que se encuentra a mano, y a eso los nativos embelesados le llaman carretera y se disponen en el acto a circular por encima. Con el paso del tiempo, las lluvias se llevan toda la turba y la tierra y zarandean los troncos hasta dejarlos colocados de forma pintoresca, con toda clase de huecos y surcos de barro negro entremedias.

Así era la carretera por la que iba tambaleándose el senador, haciendo reflexiones morales tan constantemente como lo permitían las circunstancias. El coche iba más o menos ¡tran, tran, tran, tran! por el barro, haciendo que el senador, la mujer y el niño cambiasen de posición para dar, sin orden ni concierto, contra las ventanillas del lado opuesto. Se atasca el coche y se oye a Cudjoe pasar revista a los caballos en la parte de fuera. Después de varios infructuosos meneos y tirones, cuando el senador está a punto de perder la paciencia, el coche se endereza de pronto; las dos ruedas delanteras caen en otro surco y el senador, la mujer y el niño se precipitan promiscuamente hacia el asiento delantero; el sombrero del senador se le encasqueta de mala manera sobre los ojos y la nariz y cree que ha llegado su hora; el niño llora y Cudjoe, desde fuera, infunde ánimos a los caballos, que patalean y forcejean y se esfuerzan bajo repetidos chasquidos del látigo. El coche se rectifica con un salto y caen las ruedas de atrás; el senador, la mujer y el niño son proyectados al asiento de atrás, con los codos de él contra el sombrero de ella y los dos pies de ella golpeando el sombrero de él, que sale volando por la patada. Después de unos momentos, se pasa el «lodazal» y se detienen, jadeantes, los caballos; el senador recupera el sombrero, la mujer se arregla el suyo y tranquiliza al niño y se preparan para lo que aún tienen que pasar.

Durante un rato el continuo ¡clan, clan! sólo se mezclaba, para variar, con unos botes laterales y unas sacudidas tremendas; empezaron a congratularse de que las cosas no iban tan mal, después de todo. Por fin, con un zarandeo que los pone a todos primero de pie y después sentados con increíble rapidez, se detiene el coche, y después de mucha conmoción en el exterior, aparece Cudjoe en la puerta.

– Por favor, señor, es un lugar terrible, éste. No sé cómo vamos a salir. Creo que vamos a necesitar barrotes.

Se apea desesperado el senador, buscando tierra firme para apoyar los pies; se le hunde un pie hasta una profundidad tremenda, intenta sacarlo, pierde el equilibrio y se cae en el fango, de donde lo pesca Cudjoe en un estado lamentable.

Pero desistimos aquí, por compasión hacia los huesos de nuestros lectores. Los viajeros del oeste que hayan pasado las horas de la noche ocupados en la interesantísima tarea de tirar verjas con el fin de conseguir barrotes para sacar sus carruajes de agujeros de barro respetarán y compadecerán a nuestro héroe desventurado. Les rogamos que derramen una lágrima silenciosa y seguimos.