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Era una hora muy avanzada de la noche cuando el coche salió, sucio y maltrecho, del barranco del río y se paró en la puerta de una larga casa.

Hizo falta muchísima perseverancia para despertar a los ocupantes, pero apareció por fin el respetable propietario, que abrió la puerta. Era un tipo grande, alto e hirsuto, de más de seis pies de alto sin zapatos, y vestía una camisa de caza de franela roja. Una abundantísima mata de cabello de color arena bastante enmarañada y una barba de varios días le conferían al noble hombre un aspecto muy poco atractivo. Se quedó unos minutos con la vela levantada, pestañeando a nuestros viajeros con una expresión lúgubre y desconcertada extremadamente cómica. Le costó bastante trabajo a nuestro senador hacer que comprendiese del todo la situación, y mientras que él se halla ocupado en esta tarea, a nuestros lectores les haremos la presentación del hombre.

El honrado John van Trompe había sido un importante terrateniente y propietario de esclavos del estado de Kentucky. Como «de oso no tenía más que el pellejo» y la naturaleza le había dotado de un gran corazón honrado y justo, en armonía con su complexión, estuvo años viendo con una inquietud reprimida el funcionamiento de un sistema tan pernicioso para el opresor como para el oprimido. Por fin, un día el corazón de John se hinchó demasiado para soportar sus ligaduras; entonces sacó la cartera y se fue a Ohio, donde compró un campo de buena tierra fértil, preparó los papeles de libertad para toda su gente -hombres, mujeres y niños-, los metió a todos en carretas y los llevó allí a vivir. Después el honrado John se fue otra vez río arriba y se instaló en una cómoda granja retirada para disfrutar de su conciencia y sus reflexiones.

– ¿Es usted el hombre que acogerá a una pobre mujer y a su hijo que huyen de cazadores de esclavos? -preguntó explícitamente el senador.

– Creo que soy yo -dijo el honrado John, con bastante énfasis.

– Ya me parecía -dijo el senador.

– Si viene alguien -dijo el buen hombre, irguiendo su cuerpo musculoso-, estoy preparado para recibirlo; y tengo siete hijos, cada uno de seis pies de altura, y ellos también estarán preparados. Presénteles nuestros respetos -dijo John-; dígales que no importa cuándo vienen, a nosotros nos da lo mismo -dijo John, pasando los dedos por la melena que le coronaba la cabeza y rompiendo a reír a carcajadas.

Fatigada, rendida y sin vigor, Eliza se arrastró hasta la puerta con su hijo profundamente dormido en brazos. El hombretón acercó la vela a su rostro y, soltando una especie de gruñido de compasión, le abrió la puerta de un pequeño dormitorio que daba a la gran cocina donde se encontraban y le hizo un gesto de que pasara. Cogió otra vela, la encendió y la coloco en la mesa y luego se dirigió a Eliza.

– Bien, muchacha, no debe tener miedo, venga quien venga. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas -dijo, señalando dos o tres buenos rifles que colgaban sobre la chimenea-; y la mayoría de las personas que me conocen saben que no es saludable intentar sacar a alguien de mi casa si yo me opongo. Así que usted duérmase sin más, tan tranquila como si la estuviera meciendo su madre -dijo, cerrando la puerta-. Vaya, ésta es muy guapa -dijo al senador-. Pues las guapas a veces tienen más motivos para fugarse, si tienen sentimientos dignos de mujeres decentes. Lo sé bien.

El senador le contó con pocas palabras la historia de Eliza.

– ¡Oh, oh! ¿Cree que quiero saberlo? -dijo compasivo el buen hombre-; calle, calle. ¡Es la naturaleza, pobre criatura, cazada como un ciervo! Cazada por tener sentimientos naturales y hacer lo que cualquier madre no podría evitar. ¿Sabe lo que le digo? Pues que estas cosas me hacen querer blasfemar más que ninguna otra cosa -dijo el honrado John, frotándose los ojos con el dorso de una gran mano pecosa y amarillenta-. ¿Sabe lo que le digo, forastero? Tardé años en hacerme de la iglesia, porque los sacerdotes de estas partes predicaban que la Biblia estaba a favor de estas cosas, y yo no me fiaba de su griego y su latín y me puse en contra, de ellos y de la Biblia. No me hice de la iglesia hasta que conocí a un cura que podía con ellos hasta en griego, que decía todo lo contrario; entonces me hice de la iglesia, y esa es la verdad -dijo John, que llevaba todo este tiempo descorchando una botella de sidra peleona, que ofreció a su huésped.

– Más vale que se quede hasta el amanecer -dijo enérgicamente-; yo despertaré a mi vieja y le preparará una cama en un periquete.

– Gracias, amigo -dijo el senador-, pero debo marcharme para coger la diligencia nocturna a Columbus.

– Bien, si debe marcharse, le acompañaré un trecho, para enseñarle una carretera alternativa que le llevará mejor que la que ha cogido para venir aquí. Esa carretera es muy mala.

John se preparó y, linterna en mano, pronto se le pudo ver guiando el carruaje del senador hacia una carretera que iba por una hondonada detrás de su vivienda. Cuando se despidieron, el senador le tendió un billete de diez dólares.

– Es para ella -dijo escuetamente.

– Ya, ya -dijo John, con la misma parsimonia.

Se estrecharon la mano y se separaron.

CAPÍTULO X

SE LLEVAN LA MERCANCÍA

A través de la ventana de la cabaña del tío Tom se veía la mañana gris y lluviosa de febrero. Los rostros abatidos reflejaban unos corazones pesarosos. La pequeña mesa estaba colocada delante de la chimenea, cubierta con un trapo de planchar; una o dos camisas, bastas aunque limpias, colgaban del respaldo de una silla cerca del fuego, y la tía Chloe tenía otra extendida ante ella en la mesa. Frotaba y planchaba cuidadosamente cada pliegue y cada dobladillo con la más meticulosa exactitud, y alzaba la mano de vez en cuando para apartar las lágrimas que caían a chorro por sus mejillas. Tom estaba sentado cerca, con la Biblia en las rodillas y la cabeza en la mano; ninguno de los dos hablaba. Era temprano aún y los niños dormían todos juntos en la rudimentaria carriola.

Tom, plenamente dotado del corazón tierno y doméstico que ¡para su desgracia! es característico de su malhadada raza, se levantó y se aproximó silenciosamente a mirar a sus hijos.

– Es la última vez -dijo.

La tía Chloe no respondió, sólo planchaba y planchaba una y otra vez la burda camisa, ya tan lisa como las manos podían lograr; y, finalmente, dejando caer la plancha con un golpe de desesperación, se sentó en la mesa y «alzó la voz y lloró».

– Supongo que debemos resignarnos pero ¡ay, Señor!, ¿cómo vamos a conseguirlo? ¡Si por lo menos supiera adónde vas o qué van a hacer contigo! El ama dice que intentará recuperarte en un año o dos; ¡pero, Señor!, no vuelve ninguno de los que van allá abajo. ¡Los matan! He oído hablar de la manera en que los tratan en esas plantaciones.

– Tendrán el mismo Dios allí que tenemos aquí, Chloe.

– Bueno -dijo la tía Chloe-, supongo que sí, pero el Señor permite que ocurran cosas terribles a veces, así que eso no me consuela.

– Estoy en manos del Señor -dijo Tom-; las cosas no pueden ir más lejos de lo que permite, y de eso puedo dar gracias. Soy yo el que ha sido vendido y se va al sur, y no tú o los niños. Estáis a salvo aquí. Lo que vaya a ocurrir me ocurrirá sólo a mí, y el Señor me ayudará, lo sé.

¡Ay, hombre valiente, que ahogas tu propia pena para consolar a tus seres queridos! Tom habló con voz apagada y un nudo en la garganta, pero habló fuerte y gallardamente.

– Pensemos en nuestras bendiciones -añadió tembloroso, como si supiera muy bien que le convenía pensar en ellas.