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– ¡Bendiciones! erijo la tía Chloe-. ¡Yo no veo ninguna bendición! ¡Está mal que las cosas ocurran de este modo! El amo nunca hubiera debido permitir que las cosas llegaran al extremo donde tú tuvieras que saldar su deuda. Ya le has hecho ganar el doble de lo que le pagarán por ti. Te debía la libertad, hace años que tenía que habértela concedido. Quizás ahora no tiene otro remedio, pero creo que no está bien. Nada me hará pensar otra cosa. ¡Una criatura tan fiel como tú lo has sido, siempre poniendo sus intereses antes que los tuyos, y que lo apreciabas más que a tu propia mujer y a tus propios hijos! Los que venden el afecto o la sangre de un corazón, ¡no se librarán de la ira del Señor!

– ¡Chloe, si me amas, no hables así! ¡A lo mejor es la última vez que estamos juntos! Y te digo, Chloe, me duele oír siquiera una palabra en contra del amo. ¿No lo pusieron en mis brazos cuando era un bebé? Es natural que tenga buena opinión de él. No se puede esperar que él tenga para el pobre Tom la misma estima. Los amos están acostumbrados a que se lo den todo hecho, y es natural que no lo aprecien. No se puede esperar que lo hagan. Ponlo al lado de otros amos y dime, ¿a quién han tratado como a mí y quién ha vivido mejor que yo? Y no habría dejado que me sucediese esto si lo hubiera sabido de antemano, estoy convencido.

– De todas formas, algo de malo tiene el asunto -dijo la tía Chloe, de quien una característica predominante era un sentido obstinado de la justicia-. No sabría decir exactamente lo que es, pero tiene algo de malo, lo tengo claro.

– Debes mirar al Señor que está en el cielo, por encima de todos; ni un gorrión cae sin que Él lo sepa.

– No me consuela, aunque supongo que debería-dijo la tía Chloe-. Pero no sirve de nada hablar; mojaré la torta de maíz y te prepararé un buen desayuno, porque ¿quién sabe cuándo te darán otro?

Para comprender los sufrimientos de los negros vendidos para el mercado del sur, hay que tener en cuenta que los afectos instintivos de esta raza son especialmente fuertes. Su querencia por el lugar de nacimiento es muy duradera. No son atrevidos ni emprendedores por naturaleza, sino hogareños y cariñosos. Añadamos a esto los terrores que la ignorancia confiere a lo desconocido, y luego sumemos el hecho de que venderse en el sur es el castigó más severo con el que se atemoriza a los negros desde su infancia. La amenaza que les asusta más que los latigazos o las torturas de cualquier tipo es la de mandarlos río abajo. Nosotros personalmente les hemos oído expresar estos sentimientos y hemos visto el horror genuino con el que se reúnen en sus horas de ocio para contar historias de «río abajo» que es, para ellos:

Ese país desconocido, de cuyos linderos

no vuelve ningún viajero [13].

Un misionero que se ocupa de los fugitivos del Canadá nos contó que muchos de éstos confesaron haberse escapado de amos relativamente bondadosos, y que lo que les había instigado a afrontar los peligros de la fuga, en casi todos los casos, era el horror de ser vendidos en el sur, destino que pendía sobre sus cabezas, o las de sus maridos o de sus mujeres o de sus hijos. Esto infunde al africano, paciente, tímido y carente de iniciativa por naturaleza, un valor heroico y le induce a pasar hambre, frío, dolor, los peligros de la naturaleza salvaje y las penalidades más temidas al ser capturado de nuevo.

La sencilla colación matutina humeaba sobre la mesa, pues la señora Shelby había dispensado a la tía Chloe de trabajar en la casa grande aquella mañana. Esta pobre alma había gastado sus escasas energías en este banquete de despedida: había matado y aderezado su mejor pollo y preparado una torta de maíz con esmerado cuidado, según el gusto de su marido, y había colocado varios tarros misteriosos sobre la repisa de la chimenea, que contenían confituras que no se sacaban nada más que en las ocasiones más excepcionales.

– ¡Señor, Pete -dijo Mose triunfante-, qué desayuno nos espera! -a la vez que cogía un pedazo de pollo.

La tía Chloe le dio un cachete. -¡Toma! ¡Mira que aprovecharte de la última comida que va a hacer tu padre en casa!

– ¡Vamos, Chloe! -dijo Tom con ternura.

– Pues no puedo evitarlo dijo la tía Chloe, escondiendo la cara en el delantal-; estoy tan disgustada que me hace portarme mal.

Los niños se quedaron totalmente quietos, mirando primero a su padre y después a su madre, mientras la niña, trepando por sus faldas, empezó a soltar un aullido urgente e imperioso.

– ¡Ya está! -dijo la tía Chloe, secándose los ojos y cogiendo a la nena-, ya se me ha pasado, espero. Ahora comed algo. Éste es mi mejor pollo. Tomada, niños, comed un poco, pobrecitos. Vuestra madre os ha regañado.

Los niños no necesitaron una segunda invitación y se lanzaron con gran energía sobre la comida; y más valía que fuera así, porque si no es por ellos, poco provecho se habría sacado de la ocasión.

– Ahora -dijo la tía Chloe, trajinando alrededor después del desayuno-, debo prepararte la ropa. Lo más probable es que él se la quede toda. Los conozco bien: ¡mezquinos y tacaños todos! Bien, la camisa de franela para el reuma está en este rincón; así que cuídala, porque nadie te va a hacer otra. Y ahí están tus camisas viejas y aquí las nuevas. Te arreglé los calcetines anoche y te pongo el huevo de zurcir, aunque, Señor, ¿quién te los va a zurcir en el futuro? y la tía Chloe, sucumbiendo una vez más, apoyó la cabeza en la caja y lloró-. ¡Cuando pienso que nadie te va a cuidar, sano o enfermo! ¡Creo que no es necesario que me porte bien, después de todo!

Los niños, después de comerse todo lo que había encima de la mesa del desayuno, comenzaron a pensar en la situación y, viendo llorar a su madre y a su padre poner cara de tristeza, se pusieron a lloriquear y se llevaron las manos a los ojos. El tío Tom tenía a la niña en el regazo, donde se divertía de lo lindo, rascándole la cara y tirándole del pelo, de vez en cuando estallando en ruidosas manifestaciones de gozo, que evidentemente surgían de sus reflexiones más íntimas.

– ¡Ay, ríe, ríe, pobrecita! -dijo la tía Chloe- ¡a ti también te llegará la hora! ¡Vivirás para ver cómo te venden al marido, o quizás a ti misma; y estos niños también serán vendidos, supongo, en cuanto valgan para algo; no sé para qué nosotros los negros tengamos nada!

En esto uno de los niños gritó: -¡Que viene el ama!

– Ella no puede hacer nada; ¿para qué viene? -dijo la tía Chloe.

Entró la señora Shelby. La tía Chloe le puso una silla con unos modales claramente rudos y ásperos. Aquélla no pareció darse cuenta ni de la acción ni de los modales. Estaba pálida y ansiosa.

Tom -dijo-, he venido para… -y deteniéndose de pronto y mirando al grupo silencioso, se sentó en la silla y, tapándose la cara con un pañuelo, rompió a llorar.

– ¡Señor, señor, no llore usted, ama! -dijo la tía Chloe, rompiendo a llorar también; durante unos momentos todos lloraron al unísono. Y en esas lágrimas derramadas en compañía, los importantes y los humildes juntos, se disolvieron todas las penas y la ira de los oprimidos. Ay, vosotros que visitáis a los afligidos, sabed que todo lo que puede comprar vuestro dinero, donado con la mirada fría y distante, no vale lo que una sola lágrima derramada sinceramente.

– Mi buen amigo -dijo la señora Shelby-, no te puedo dar nada que te sirva. Si te doy dinero, te lo quitarán. Pero te digo solemnemente, ante Dios, que seguiré tu rastro y te traeré de vuelta en cuanto reúna el dinero. Hasta entonces, ¡confía en el Señor!

En este momento los niños avisaron que venía el señor Haley, y enseguida la puerta se abrió de una patada descortés. Ahí estaba Haley de muy mal humor después de haber pasado la noche anterior a caballo y nada contento del fracaso de sus esfuerzos por capturar a su presa.

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[13] Cita inexacta de Hamlet, acto III, escena I, versos 369-370.

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