– Dejadlo ya, ¿queréis? -dijo la madre, dando patadas bajo la mesa de cuando en cuando, cada vez que el revuelo se hacía excesivo-. ¿No sabéis portaros cuando vienen los blancos a veros? Callad ahora, ¿queréis? ¡Más vale que andéis con cuidado u os bajaré un ojal cuando se marche el señorito George!
Es difícil saber qué significado escondía esta terrible amenaza; lo cierto es que su horrible ambigüedad no parecía impresionar en absoluto a los jóvenes pecadores a los que iba dirigida.
– ¡Bueno, bueno! -dijo el tío Tom-, están tan llenos de vida que no se pueden estar quietos.
En este momento salieron los muchachos de debajo de la mesa y, con las caras y las manos embadurnadas de melaza, empezaron a besar enérgicamente al bebé.
– ¡Idos ya! -dijo la madre, apartando las cabezas lanudas-. ¡Quedaréis pegados y no habrá manera de separaros, si seguís así! ¡Id a la fuente a lavaros! -dijo, secundando sus amonestaciones con un bofetón, que resonó de manera formidable aunque sólo consiguió arrancar más carcajadas a los muchachos, que salieron atropelladamente, chillando de alegría.
– ¿Habéis visto alguna vez unos muchachos más molestos? -dijo la tía Chloe, bastante complacida, mientras sacaba una vieja toalla, que guardaba para tales emergencias, la mojaba con agua de una tetera agrietada y empezaba a limpiar de melaza la cara y las manos de la pequeña; después, habiéndole sacado tanto brillo que relucía, la depositó en el regazo de Tom y se dispuso a recoger la cena. El bebé llenó el intervalo tirándole a Tom de la nariz, rascándole la cara y hundiendo las manos regordetas en su cabello lanoso; esta última ocupación parecía brindarle una satisfacción especial.
– ¿No es una criatura perfecta? -dijo Tom, apartándola de sí para verla de cuerpo entero. Después se levantó, la colocó en su amplio hombro y se puso a brincar y bailar con ella, mientras el señorito George le chasqueaba el pañuelo, y Mose y Pete, ya de vuelta, rugían como osos hasta que la tía Chloe declaró que «le reventaban la cabeza» con su ruido. Como, según decía ella misma, esta operación quirúrgica era un acontecimiento cotidiano en la cabaña, su declaración no mitigó en absoluto la diversión hasta que todos no hubieron rugido, revoloteado y bailado hasta quedarse tranquilos por lo extenuados.
– Bueno, pues, espero que hayáis acabado -dijo la tía Chloe, ocupada en sacar una carriola rudimentaria-; vosotros, Mose y Pete, meteos ahí, porque nosotros tenemos una reunión.
– Oh, mamá, no queremos. Queremos ver la reunión, las reuniones son tan curiosas. A nosotros nos gustan.
– Venga, tía Chloe, métela de nuevo y déjalos que se queden levantados -dijo el señorito George terminantemente, dando un empujón a la burda máquina.
La tía Chloe, una vez salvadas las apariencias, parecía encantadísima de guardar la cama, diciendo al mismo tiempo: -Bueno, quizás les sirva para algo.
En esto, los presentes se convirtieron en un comité para deliberar sobre los arreglos y preparativos de la reunión.
– Lo que no sé es dónde se va a sentar todo el mundo -dijo la tía Chloe. Ya que la reunión se celebraba todas las semanas en casa del tío Tom desde hacía muchísimo tiempo, sin más sillas que ahora, parecía haber esperanzas de encontrar una solución en esta ocasión.
– El viejo tío Peter rompió las patas de la silla más vieja la semana pasada con sus cantares -intervino Mose.
– ¡Anda ya! No me sorprendería que las hubieras arrancado tú, que fuera una travesura tuya -dijo la tía Chloe.
– Bueno, se sostendrá si se apoya en la pared -dijo Mose.
– Entonces, no debe sentarse ahí el tío Peter, porque siempre se mueve cuando se pone a cantar. Casi cruza la habitación de un salto la semana pasada -dijo Pete.
– ¡Señor, señor! Haz que se siente en ella, entonces -dijo Mose-, y cuando empiece «Venid, santos y pecadores, oíd lo que cuento», se irá al suelo -y Mose imitó a la perfección el timbre nasal del viejo, desplomándose en el suelo para ilustrar la supuesta catástrofe.
– Vamos ya, pórtate bien -dijo la tía Chloe-; ¿no te da vergüenza?
Sin embargo, el señorito George se unió a las carcajadas del transgresor y dijo convencido que Mose era «todo un tipo», por lo que la reprimenda materna pareció perder fuerza.
– Bueno, viejo -dijo la tía Chloe-, tendrás que traer esos barriles.
– Los barriles de mamá son como los de la viuda sobre los que leía el señorito George en el buen libro: nunca fallan -dijo Mose al oído de Pete.
– Pues uno de ellos se vino abajo la semana pasada, desde luego -dijo Pete-, y los tiró a todos en mitad de los cantos; eso sí era fallar, ¿no?
Durante este aparte entre Mose y Pete, los demás habían metido dos toneles vacíos en la cabaña, los habían asegurado con piedras a cada lado para evitar que rodaran y habían colocado tablas encima; esta operación, junto con la colocación de algunos cubos y palanganas y la distribución de unas sillas desvencijadas, dio fin a los preparativos.
– El señorito George lee tan bien que estoy segura de que se quedará a leer para nosotros -dijo la tía Chloe-; así será mucho más interesante.
George consintió de buena gana, pues siempre estaba dispuesto a hacer lo que ponía de relieve su importancia. Pronto se llenó la habitación de un grupo abigarrado de gente, desde el patriarca canoso de ochenta años a la muchacha y el muchacho de quince. Chismorrearon sobre varios temas sin importancia, como dónde la tía Sally había conseguido su nuevo pañuelo rojo y que «la señora iba a regalarle a Lizzie el vestido moteado de muselina en cuanto le preparasen su nuevo traje», y que el señor Shelby pensaba comprar un nuevo potro alazán, que sería otra contribución a la gloria del lugar. Unos cuantos de los devotos que pertenecían a familias del vecindario tenían permiso para asistir y traían un interesante surtido de noticias sobre lo que se decía y hacía en tal o cual casa, que circulaba con la misma libertad que el mismo tipo de información circula en ambientes más elevados. Después de un rato, comenzaron las canciones, para el evidente deleite de todos los reunidos. Ni siquiera la entonación nasal era capaz de estropear el efecto de unas voces buenas por naturaleza cantando unas melodías salvajes y briosas a la vez. Algunas de las letras eran de los himnos comunes y conocidos que se cantaban en las iglesias de los alrededores, y a veces de tipo más primitivo e indefinido, aprendido en los campamentos.
El estribillo de una de ellas, que cantaron con gran energía y devoción, decía así:
Morir en el campo de batalla,
morir en el campo de batalla,
gloria para mi alma.
Otra favorita repetía muchas veces las palabras:
Oh, voy a la gloria. ¿No quieres venir conmigo?
¿No ves cómo los ángeles me llaman?
¿No ves la ciudad de oro y el día interminable?
Hubo otras que mencionaban sin cesar «las orillas del Jordán», «los campos de Canaán» y «la nueva Jerusalén», pues la mente de los negros, apasionada e imaginativa, es siempre atraída por himnos y expresiones de naturaleza vívida y pintoresca; y, mientras cantaban, algunos se reían, algunos lloraban y algunos batían palmas o se estrechaban las manos con alegría, como si realmente hubieran alcanzado el otro lado del río.