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Siguieron varias exhortaciones o relaciones de experiencias y se entremezclaron con las canciones. Una anciana de pelo cano, que hacía tiempo no trabajaba pero era muy venerada como una especie de crónica del pasado, se levantó y dijo, apoyada en un bastón:

– Bien, hijos míos, bien, me alegro de oíros y veros a todos de nuevo, pues no sé cuándo me iré a la gloria; pero estoy preparada, hijos; tengo mi atado todo preparado y mi sombrero puesto, sólo espero que venga la diligencia para llevarme a casa; a veces, durante la noche, creo que oigo el traqueteo de las ruedas y siempre estoy ojo avizor; vosotros, preparaos también, porque os digo a todos, hijos -dijo, golpeando el suelo fuertemente con el bastón-, ¡que la gloria es una cosa tremenda! Es una cosa tremenda, hijos, no sabéis nada de ella, es maravillosa -y se sentó la vieja, rendida del todo, con lágrimas cayéndole a chorro, mientras todo el grupo empezó a cantar:

Oh, Canaán, luminoso Canaán, me voy a la tierra de Canaán.

El señorito George, a petición, leyó los últimos capítulos del Apocalipsis, interrumpido constantemente por frases como: «Oh, Señor», «Escuchad eso», «Imaginadlo» o «¿De veras vendrá todo eso?».

George, que era un muchacho espabilado y bien instruido por su madre en cuestiones religiosas, al verse objeto de la admiración general, contribuyó, con loable seriedad, con comentarios propios de vez en cuando, por lo que lo respetaron los jóvenes y lo bendijeron los viejos; y todos estuvieron de acuerdo en que «un sacerdote no lo haría mejor que él» y que «era realmente asombroso».

El tío Tom era una especie de patriarca de asuntos religiosos en el vecindario. Dotado de un temperamento en el que predominaba la ética, junto con una mayor amplitud de miras y una educación superior a la de la mayoría de sus compañeros, era tratado con gran respeto por ellos, como una especie de sacerdote; y el estilo sencillo, espontáneo y sincero de sus exhortaciones hubiera podido edificar a personas más instruidas. No había nada que pudiera superar la sencillez conmovedora y la sinceridad candorosa de sus oraciones, enriquecidas con el lenguaje de las Sagradas Escrituras, que parecía haber absorbido de tal manera que ya formaba parte de su ser y salía de sus labios de manera inconsciente; en términos de un viejo negro pío, «rezaba que daba gusto». Y tal efecto tenían sus oraciones sobre la devoción de su público que a menudo parecía existir peligro de que se perdieran del todo entre las abundantes respuestas que suscitaban a su alrededor.

Mientras se desarrollaba esta escena en la cabaña de un hombre, otra muy diferente ocurría en las salas del amo.

El comerciante y el señor Shelby estaban sentados juntos en el comedor antes mencionado, en una mesa cubierta de papeles y utensilios de escritorio.

El señor Shelby estaba ocupado con unos fajos de billetes que, una vez contados, empujaba en dirección al comerciante, que los contaba también.

– Está bien -dijo el comerciante-; ahora hay que firmar.

El señor Shelby cogió apresuradamente los contratos de compra y venta y los firmó, con el aire de un hombre que realiza deprisa un asunto desagradable, y luego los empujó junto con el dinero. Haley sacó un pergamino de una gastada valija y, después de mirarlo un instante, lo pasó al señor Shelby, quien lo cogió con un gesto de ansia reprimida.

– ¡Ya está hecho! -dijo el señor Shelby con tono meditabundo; y con un gran suspiro, repitió-: ¡Ya está hecho! -No parece usted muy satisfecho, me da la impresión -dijo el comerciante.

– Haley-dijo el señor Shelby-, espero que recuerde usted que prometió, por su honor, que no vendería a Tom sin saber qué clase de gente lo compra.

– Pues usted lo acaba de hacer, señor -dijo el comerciante.

– Obligado por las circunstancias, como bien sabe usted -dijo, arrogante, Shelby.

– Bueno, a lo mejor me obligan a mí, también -dijo el comerciante-. Sin embargo, haré lo posible por conseguir un buen puesto para Tom; en cuanto a tratarlo yo mal, descuide usted. Si hay alguna cosa por la que doy gracias al Señor, es por no ser una persona cruel.

Después de las descripciones que había hecho anteriormente de sus principios humanitarios, al señor Shelby le tranquilizaron poco estas manifestaciones; pero como era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias, permitió que se marchase el comerciante en silencio, y se puso a fumar a solas un cigarro.

CAPÍTULO V

DONDE SE EXPLICAN LOS SENTIMIENTOS DE LAS
MERCANCÍAS HUMANAS AL CAMBIAR DE DUEÑO

Los señores Shelby se habían retirado a sus aposentos a pasar la noche. El se encontraba repantigado en una gran poltrona, revisando algunas cartas que habían llegado en el correo de la tarde, y ella estaba de pie ante el espejo, deshaciendo ella misma los complicados rizos y trenzas con los que la había peinado Eliza, porque había mandado a ésta a la cama al ver su aspecto ojeroso y su rostro pálido. Esta tarea naturalmente trajo a su mente la conversación que había sostenido con la muchacha por la mañana; volviéndose hacia su marido, dijo con indiferencia:

– Por cierto, Arthur, ¿quién era ese tipo vulgar que has plantado en nuestra mesa hoy?

– Se llama Haley -dijo Shelby, moviéndose inquieto en el sillón y sin levantar los ojos de la carta.

– Haley. ¿Quién es, y qué quería aquí, si puedo preguntártelo?

– Pues es un hombre con el que hice algunos negocios la última vez que estuve en Natchez -dijo el señor Shelby.

– ¿Y por eso se sintió libre de venir aquí a cenar, como Pedro por su casa?

– No; lo invité yo. Tenía algunas cuentas pendientes con él -dijo Shelby.

– ¿Es tratante de negros? -preguntó la señora Shelby, al notar cierta turbación en la actitud de su marido.

– ¿Qué te ha hecho pensar eso, querida? -preguntó Shelby, levantando la vista.

– Nada; sólo que vino Eliza después de cenar, muy agitada, llorando y gimiendo, y dijo que hablabas con un comerciante y que lo oyó hacer una oferta por su hijo. ¡Qué tonta es!

– Conque eso dijo, ¿eh? -dijo el señor Shelby, volviendo a ocuparse de su papel, lo que pareció absorber del todo su atención durante algunos momentos, sin darse cuenta de que lo llevaba boca abajo.

«Tendrá que saberse», se dijo mentalmente, «¿qué más da ahora que después?».

– Le dije a Eliza -dijo la señora Shelby, cepillándose aún el cabello- que era más tonta que tonta, y que tú no tenías tratos con ese tipo de personas. Claro que yo sabía que tú no pensabas vender a ninguno de nuestra gente, y menos a un tipo así.

– Bien, Emily -dijo su marido-, eso es lo que siempre he pensado y hecho, pero el caso es que ahora no tengo más remedio por el estado de mis negocios. Tendré que vender a algunos de mis braceros.

– ¿A ese individuo? ¡Imposible! Señor Shelby, no hablarás en serio.

– Siento decirte que sí -dijo el señor Shelby-. He accedido a vender a Tom.

– ¿Qué? ¿A nuestro Tom, esa criatura buena y fiel, tu leal criado desde niño? ¡Oh, señor Shelby! Y además le has prometido la libertad, tú y yo le hemos hablado de ello cien veces. Puedo creer cualquier cosa ahora, hasta puedo creer que serías capaz de vender al pequeño Harry, el único hijo de la pobre Eliza -dijo la señora Shelby, en un tono entre la tristeza y la indignación.

– Pues, ya que quieres saberlo, así es. He acordado vender tanto a Tom como a Harry; y no sé por qué me tienen que recriminar, como si fuese un monstruo, por algo que hace todo el mundo todos los días.

– Pero, ¿por qué a éstos, entre todos los que hay? -dijo la señora Shelby-. Si tienes que vender a alguno, ¿por qué a éstos?