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Carlos Fuentes

La cabeza de la hidra

Une tête coupée en fait renaître

mille Corneille. duna, iv, 2, 45.

PRIMERA PARTE EL HUÉSPED DE SÍ MISMO

1

A las ocho en punto de la mañana, Félix Maldonado llegó al Sanborns de la Avenida Madero. Llevaba años sin poner un pie dentro del famoso Palacio de los Azulejos. Pasó de moda, como todo el viejo centro de la ciudad de México, trazado de mano propia por Hernán Cortés sobre las ruinas de la capital azteca. Félix pensó esto cuando empujó las puertas de madera y cristal de la entrada. Dio media vuelta y salió otra vez a la calle. Se sintió culpable. Iba a llegar tarde a la cita. Tenía fama de ser muy puntual. El funcionario más puntual de toda la burocracia mexicana. Fácil, decían algunos, no hay competencia. Dificilísimo, decía Ruth, la esposa de Félix, lo fácil es dejarse llevar por la corriente en un país gobernado por la ley del menor esfuerzo.

Esa mañana Félix no resistió la tentación de perder un par de minutos. Se detuvo en la acera de enfrente y admiró un buen rato el esplendor de la fachada azul y blanca del viejo palacio colonial, los balcones de madera y los remates churriguerescos de la azotea. Cruzó la calle y entró rápidamente al Sanborns. Atravesó el vestíbulo comercial y empujó la puerta de vidrios biselados que conduce al patio con techo de cristales opacos transformado en restaurante. Una de las mesas era ocupada por el doctor Bernstein.

Félix Maldonado asistía todas las mañanas a un desayuno político. Pretextos para cambiar impresiones, arreglar el mundo, tramar intrigas, conjurar peligros y organizar cábalas. Pequeñas masonerías matutinas que son, sobre todo, origen de la información que de otra manera nunca se sabría. Cuando Félix divisó al doctor leyendo una revista política, se dijo que nadie entendería los artículos y editoriales allí publicados si no era asiduo concurrente a los centenares de desayunos políticos que cada mañana se celebraban a lo largo de las cadenas de cafeterías de estilo americano Sanborns Wimpys Dennys Vips.

Saludó al doctor. Bernstein se incorporó ligeramente y luego dejó caer su corpulencia sobre el raquítico asiento. Dio la mano suave y gorda a Félix y lo interrogó con la mirada mientras se guardaba la revista en la bolsa del saco. Con la otra mano le tendió un sobre a Félix y le recordó que mañana tendría lugar la entrega anual de los premios nacionales de ciencias y artes en Palacio. El propio señor Presidente de la República, como rezaba en la invitación, distinguiría a los premiados. Félix felicitó al doctor Bernstein por recibir el premio de economía y le agradeció la invitación.

– Por favor no faltes, Félix.

– Cómo se le ocurre, profesor. Antes muerto.

– No te pido tanto.

– No; además de ser su discípulo y amigo, soy funcionario público. Una invitación del señor Presidente nomás no se rechaza. Qué suerte poder darle la mano.

– ¿Lo conoces? -dijo Bernstein mirándose la piedra clara como el agua que brillaba en el anillo de su dedo de salchicha.

– Hace un par de meses asistí a una reunión de trabajo sobre reservas petroleras en Palacio. El señor Presidente asistió al final para conocer las conclusiones.

– ¡Ah, las reservas mexicanas de petróleo! El gran misterio. ¿Por qué te saliste de Petróleos Mexicanos?

– Me cambiaron -respondió Félix-. Hay la idea de que los funcionarios no se anquilosen en los puestos públicos.

– Pero tú hiciste toda tu carrera en Pemex, eres un especialista, qué tontería sacrificar tu experiencia. Sabes mucho de reservas, ¿no?

Maldonado sonrió y dijo que era extraño encontrarse en el Sanborns de Madero. En realidad quería cambiar de tema y se culpó de haberlo evocado, incluso con alguien tan respetado como su maestro de economía Bernstein. Dijo que ahora casi nadie desayunaba aquí. Todos preferían las cafeterías de los barrios residenciales modernos. El doctor lo miró seriamente y estuvo de acuerdo con él. Le pidió que ordenara y la muchacha disfrazada de nativa apuntó jugo de naranja, waffles con miel de maple, café americano.

– Lo vi leyendo una revista -dijo Félix, considerando que el doctor Bernstein quería hablar de política. Pero Bernstein no dijo nada.

– Ahora que entré -continuó Félix- se me ocurrió que nadie puede entender lo que dice la prensa mexicana si no concurre a desayunos políticos. No hay otra manera de entender las alusiones, los ataques velados y los nombres impublicables insinuados por los periódicos.

– Ni enterarse de problemas importantes como el monto de nuestras reservas de petróleo. Es curioso. Las noticias sobre México aparecen primero en los periódicos extranjeros.

– Así es -dijo con un tono neutro Félix.

– Así funciona el sistema. De todos modos, ya no viste mucho venir a ese Sanborns -le contestó con el mismo tono el profesor.

– Pero uno viene a estos desayunos para ser visto por los demás, para dar a entender que uno y su grupo saben algo que nadie más conoce -sonrió Félix.

El doctor Bernstein tenía la costumbre de sopear sus huevos rancheros con un retazo de tortilla y luego sorber ruidosamente. A veces se manchaba los anteojos sin marco, dos cristales desnudos y densos que parecían suspendidos sobre los ojos invisibles del doctor.

– Éste no es un desayuno político-dijo Bernstein.

– ¿Por eso me citó usted aquí? -dijo Félix.

– No importa. El caso es que hoy regresa Sara.

– ¿Sara Klein?

– Sí. Por eso te cité. Hoy regresa Sara Klein. Quiero pedirte un gran favor.

– Cómo no, doctor.

– No quiero que la veas.

– Sabe usted que no nos hemos visto en doce años, desde que se fue a vivir a Israel.

– Precisamente. Temo que sientan muchas ganas de volverse a ver después de tanto tiempo.

– ¿Por qué habla usted de temor? Sabe muy bien que nunca hubo nada entre ella y yo. Fue un amor platónico.

– Eso es lo que temo. Que deje de serlo.

La mesera disfrazada de india sirvió el desayuno frente a Félix. Él aprovechó y bajó la mirada para no ofender a Bernstein. Lo estaba odiando intensamente por meterse en asuntos privados. Además, sospechó que Bernstein le había hecho el favor de darle la invitación a Palacio para chantajearlo.

– Mire usted, doctor. Sara fue mi amor ideal. Usted lo sabe mejor que nadie. Pero quizás no lo entiende. Si Sara se hubiera casado sería otra historia. Pero ella sigue soltera. Sigue siendo mi ideal y no voy a destruir mi propia idea de lo bello. Pierda cuidado.

– Era una simple advertencia. Como van a coincidir en una cena esta noche, preferí que habláramos antes.

– Gracias. No se preocupe.

La resolana que se filtraba por los cristales del techo era muy fuerte. Dentro de pocos minutos, el patio encandilado de Sanborns sería un horno. Félix se despidió del doctor y salió a Madero. Vio la hora en el reloj de la Torre Latinoamericana. Era demasiado temprano para llegar a la Secretaría. En cambio, hacía años que no caminaba por Madero hasta la Plaza de la Constitución. Decía que igual que el país, la ciudad tenía partes desarrolladas y otras subdesarrolladas. Francamente, no le agradaban las segundas. El viejo centro era un caso especial. Si se mantenía la mirada alta, se evitaba el pulular desagradable de la gente de medio pelo y se podía seleccionar la belleza de ciertas fachadas y remates. Eran muy bellos el Templo de la Profesa, el Convento de San Francisco y el Palacio de Iturbide, rojas piedras volcánicas, portadas barrocas de marfil pálido. Félix se dijo que ésta era una ciudad diseñada para señores y esclavos, aztecas o españoles. No le iba esa mezcla indecisa de gente que había abandonado hace poco el traje blanco del campesino o la mezclilla azul del obrero y se vestía mal, remedando las modas de la clase media, pero de veras a medias nada más. Los indios, tan hermosos en sus lugares de origen, esbeltos, limpios, secretos, se volvían en la ciudad feos, sucios, inflados de gaseosas.

Madero es una avenida estrecha y encajonada que antiguamente se llamó Calle de Plateros. Al llegar al Zócalo, Félix Maldonado recordó esto porque lo deslumbró un sol opaco, brillante, duro, y lejanamente frío como la plata. El sol del Zócalo le cegó. Por eso no pudo ver lo que le rodeaba. Tuvo la sensación horrible del contacto inesperado e indeseado. Una lengua larga se le metió por el puño de la camisa y le lamió el reloj. Se acostumbró rápidamente a la luz y se vio rodeado de perros callejeros. Uno le lamía, los otros le miraban. Una vieja envuelta en trapos negros le pidió perdón.

– Dispense, señor, son juguetones nomás, no son malos, de veras, señor.

2

Félix Maldonado detuvo un pesero y se sentó solo en la parte de atrás. Era el primer cliente del taxi colectivo. Frente a la Catedral un hombre vestido de overol paseaba un largo tubo de aluminio sobre las baldosas. Le coronaban unos audífonos conectados al tubo y a un aparato de radio que le colgaba sobre el pecho, detenido por tirantes. Murmuraba algo. El chofer rió y le dijo vio usted al loco de Catedral, lleva años buscando el tesoro de Moctezuma.

Félix no contestó. No tenía ganas de hablar con un chofer de taxi. Quería llegar cuanto antes a su oficina en la Secretaría de Fomento Industrial, encerrarse en su cubículo y lavarse las manos. Se limpió la mano lamida por el perro con un pañuelo. El chofer rodó por la Avenida del 5 de Mayo con la mano asomada por la ventanilla y el dedo índice parado, anunciando así que el taxi sólo cobraba un peso y seguía una ruta fija, del Zócalo a Chapultepec. Anoche, Félix había dejado su auto encargado al portero del Hilton para no meterse al centro viejo con un Chevrolet que no había dónde estacionar.

En cada esquina se detuvo el taxi y tomó pasaje. Primero dos monjas se subieron en la esquina de Motolinia. Supo que eran monjas por el peinado retirado, de chongo, la ausencia de maquillaje, las ropas negras, las cuentas y los escapularios. Habían vuelto a encontrar un uniforme, porque la ley prohibía que anduvieran en la calle con sus hábitos. Prefirieron subir a la parte delantera, con el chofer. Éste las trató con gran familiaridad, como si las viera todos los días. Hola, hermanitas, qué se traen hoy, les dijo. Las monjas rieron ruborizadas, tapándose las bocas y una de ellas trató de pescar la mirada de Félix en el retrovisor.