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– Está usted tarolas -rió Ayub-. Fue por puritita vardad. Quería saludar al señor Presidente.

– Y sin duda -continuó el Director General pasando por alto la impertinencia-, en este instante nuestro amigo se pregunta si en efecto el Primer Magistrado de la Nación lo reconoció y le dio la mano, ¿cómo?

– Lo que se ha de estar preguntando es por qué siempre le dice usted nuestro amigo y no su nombre -dijo con sarcasmo Ayub.

El Director General arrojó una bocanada de humo directamente a la cara de Félix. El humo se coló por los hoyos del vendaje y Félix comenzó a toser dolorosamente.

– No sea de a tiro -dijo Ayub sofocando la risa con un tono de seriedad burlona-, ¿qué nos dijo la enfermera?, está muy delicado.

– Pues bien, mi amigo -prosiguió el Director General-, no hubo tiempo. El señor Presidente no llegó hasta usted. ¿Cómo le diré? Hubo un accidente. Un instante antes de llegar a usted, sonó un disparo. Los guaruras del Primer Mandatario lo cubrieron con sus cuerpos, obligándolo a caer de rodillas. Espectáculo nunca visto, si me permite usted manifestar mi asombro, ¿sí? En la confusión que siguió, todos los ojos estaban puestos en el señor Presidente, quien en seguida se incorporó con dignidad, librándose del celo de los guardaespaldas y murmuró alguna frase de cajón, muero por México o pueden matarme a mí pero a la patria no, algo de esa índole, ¿cómo? Imagino que todos los jefes de Estado tienen una frase célebre lista para el momento fatal.

El Director General rió huecamente, con su risa seca que se detuvo en el punto más alto del regocijo.

– ¿Me oye usted bien, mi amigo? Afirme con la cabeza. ¿No le duele?

Félix asintió mecánicamente, luego negó, luego admitió pasivamente que era algo peor que un prisionero de estos dos, hombres: era una lombriz con la que jugaban cruelmente, cortándola en pedacitos y picándola con una vara para ver si seguía moviéndose.

– Sigue vivo y nos oye -dijo Ayub pasándose el pañuelo perfumado por la nariz-. Aquí apesta todavía a cloroformo.

– ¡Cuántas medidas drásticas e innecesarias! -suspiró el Director General-. Si sólo nos hubiese permitido actuar, haciéndose ojo de hormiga.

– Le advertí que era muy contreras, muy altanero y celoso de su dignidad -olfateó con desdén el pequeño Simón Ayub.

– ¡Como si eso importase en estos casos! -levantó las manos, como un sacerdote egipcio ultrajado por la presencia de un monoteísta, el Director General.

Dejó que la calidad de su ultraje trascendiera y adornó su discurso en francés:

– Passons. Bref, la pistola estaba en manos de usted, mi amigo, y lo único que nadie se explica es que habiendo podido asesinar al señor Presidente de la República a tan corta distancia, a quemarropa como se dice, su bala se haya desviado para ir a atravesarle un hombro al señor doctor Bernstein, miembro del Colegio Nacional, profesor de la UNAM y premio nacional de economía…

– Y agente a sueldo del Estado de Israel, lagrimeó en son de farsa el diminuto Ayub.

– ¿No hay un cenicero? -dijo fríamente el Director General y aplastó la colilla encendida contra la solapa de Simón Ayub.

– ¡ Mi mejor Cardin! -exclamó con cólera Ayub.

– No sé por qué soporto a un asistente tan inútil y tan alzado -rió huecamente el Director General.

– ¡ Lo sabe muy bien! -chilló Ayub-, ¡ porque me tiene agarrado de las pelotas!

– Decididamente -continuó sin perturbarse el Director General-, ha de ser que tengo un lugarcito débil en mi corazón para ti. Imbécil. La culpa es mía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que una cucaracha como tú iba a disuadir a nuestro amigo de asistir a la ceremonia? Pero prefiero la disuasión a la violencia.

Félix pudo ver a Simón Ayub cuando se acercó peligrosamente al Director General, amenazándolo con el puño delicado, las uñas manicuradas, los anillos de topacio y cimitarra.

– Me estoy hartando -gritó histéricamente-, ayer este Romeo de barrio me llamó enano del carajo y ahora usted me trata de imbécil, un día no voy a aguantar, D. G., un día voy a estallar…

– Cálmate, Simón, siéntate quietecito. Sabes muy bien que no vas a hacer nada por el estilo. Lo acabas de decir muy gráficamente.

– Un día…

– Un día vas a amanecer huerfanito, ¿ sí? -dijo con afabilidad el Director General y volvió a mirar a Félix-: Al grano, señor licenciado. Tal y como se lo advertí durante nuestra cordial entrevista, usted no es responsable del conato de magnicidio, pero su nombre sí. Y su nombre, señor licenciado, ha dejado de existir.

– Dígale el nombre, dígaselo -gimió Ayub como un perro castigado.

El Director General suspiró con alivio:

– Al fin. Félix Maldonado.

Rió; cortó la risa en su punto más alto.

– Déjeme saborear las sílabas, como un buen coñac, mejor como un Margaux. Fé-lix-Mal-do-na-do. Aaaaah. Sólo un nombre. ¿Cómo? El hombre detrás del nombre ya no existe, Simón, rápido, recuerda la recomendación de la enfermera, No se sobresalte, mi amigo. Mire que con esos movimientos bruscos se le zafa la aguja. Ensártasela de vuelta, Simón.

Ayub se acercó con fruición al cuerpo yacente de Félix y Félix concentró todas sus fuerzas para voltearle un golpe con la mano. Ayub lo recibió en pleno pecho, cayó, se levantó tosiendo y se arrojó sobre Félix, quien apretó los dientes| para soportar el dolor de la jeringa zafada. El Director General alargó una pierna y Ayub, de un traspiés, fue a dar contra el filo metálico de la cama de hospital.

Se levantó gimiendo, buscando el pañuelo de estampados Liberty que le asomaba por la bolsa del pecho del saco.

La cabeza de la hidra

– No sé a cuál de los dos odio más -dijo secándose con el pañuelo perfumado la sangre que le escurría de la boca.

– No tiene la menor importancia -dijo el Director General pero si te reconforta saberlo, a nuestro amigo le dolió más que a ti. En fin. Déjese colocar la jeringa, licenciado. No queremos que se nos muera de inanición.

El siriolibanés se acercó con delectación a Félix. En la mano de Ayub, la aguja parecía una más de las cimitarras que adornaban los anillos de topacio.

– Además, continuó el Director General, su calvario dista de haber concluido. Debe usted recuperar fuerzas para resistir lo que le espera aún. Estábamos diciendo, ¿cómo?, su presencia en la ceremonia complicó nuestros planes, pero al cabo todo salió bien. Félix Maldonado, el presunto magnicida, intentó escapar anteayer en la noche del Campo Militar Número Uno, donde fue encarcelado para mayor seguridad y en vista de la naturaleza de su crimen. Como suele suceder en estos caso, se le aplicó la ley de fuga, ¿sí?

El Director General se quitó los espejuelos morados y miró con los párpados entrecerrados a su prisionero.

– Tres balazos bien puestos en la espalda y la vida oficial y privada de Félix Maldonado concluyó. El entierro tuvo lugar ayer a las diez de la mañana, con la discreción del caso. No se trata de sobreexcitar a la opinión pública, ¿cómo? Bastantes teorías se elaboran sobre el frustrado intento de matar al Presidente, Mire cómo son las cosas. Existe un mito internacional según el cual un presidente mexicano nunca muere en su cama. En realidad, Obregón es el último mandatario asesinado, y eso pasó en 1928. En cambio en un país tan civilizado, ¿sí?, como los Estados Unidos, los presidentes caen como moscas y sus familiares y partidarios también. Mitos, mitos.

Ayub terminó de reintroducir la jeringa en la vena de Félix. El suero volvió a fluir.

– Detenle el brazo, Simón. Nuestro paciente es muy emotivo. ¿Qué estará pensando de todo esto? Lástima que no nos lo pueda decir. Yo quiero tranquilizarlo y contarle que los familiares y amigos del licenciado Félix Maldonado, en grupo reducido, asistieron a la ceremonia en el Panteón Jardin. La esposa del difunto, la señora Ruth Maldonado, en primer lugar. Muy digna en su dolor, ¿cómo? Y algunas mujeres interesantes, la señora Mary Benjamín por ejemplo y la señorita Sara Klein, recién llegada de Israel, creo que también concurrió a la cita con el polvo, ¿sí? Mi propio secretario, Mauricio Rossetti y Angélica su esposa, que le perdonaron a Maldonado sus horribles groserías de la otra noche. Se siguió el rito hebraico, claro está.

El Director General cruzó las manos flacas sobre el chaleco y se permitió el lujo de una sonrisa satisfecha, sin emitir su acostumbrado ruido hueco y cortado.

– La duda permanecerá siempre, mi amigo. ¿Quiso Félix Maldonado vengarse del profesor Bernstein porque le aventajó en los favores de la señorita Klein? ¿O fue todo parte de una conspiración contra la vida del señor Presidente? Supongamos, ¿cómo?, supongamos simplemente que tanto el gobierno como la opinión prefieran la segunda hipótesis. Se lo digo, [señor licenciado, para que trate de entender lo que se jugaba. Ponga una crisis política interna de repercusión internacional en un platillo de la balanza y en la otra su miserable vida de tenorio de pacotilla y burócrata de segunda. Usted, un judío convertido, un hombre inestable, como lo prueban sus actos recientes, un loco que lo mismo puede arrojar al fuego | los anteojos de su maestro, provocar escandalosas escenas de celos, insultar inopinadamente a todo mundo, vengarse del Bernstein… o cubrir con estas actitudes irracionales un propósito frío y calculado de magnicidio. Pero al cabo, ¿cómo?, la duda persiste, nadie sabe a ciencia cierta si a última hora el deseo de venganza venció al propósito político, se apoderó de Félix Maldonado una como esquizofrenia límite, quiso matar al mismo tiempo a Bernstein y al Presidente. Misterios i que nunca se aclararán, porque Félix Maldonado está muerto y enterrado.

El Director General sonrió y se miró las uñas: