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El taxista leyó el mensaje y se rascó el hombro peludo.

– Esa vieja es una hermanita de la caridad -gruñó.

Le dio la espalda a Félix, haciendo un gesto con la mano.

– Pásele. ¿Qué le pasó en la careta? ¿Dónde se hirió? No, no me diga nada. Mi esposa cree que todas las casas son hospitales. La muy mensa dice que tiene vocación de curar, que el dolor le duele. Más le valdría ocuparse de su hogar. Mire nomás el desorden. Dispense, ¿eh?

El cuarto tenía una cama deshecha y arrugada, una con patas de tubo y un par de sillas de hulespuma. Félix buscó el teléfono; Licha le aseguró que había uno. El chofer señaló hacia un calentador eléctrico con dos parrillas y una portavianda.

– Allí hay unos frijoles refritos en el sartén y tortillas en el portavianda. Están fríos pero sabrosos. Queda una botella de Delaware a medias. Sírvase mientras le busco la ropa. Ah que mi Lichita, si no estuviera tan buena…

– ¿No me devuelve el periódico? -dijo Félix.

– Ahí te va.

El chofer se lo aventó sobre la mesa y Félix volvió a leer la noticia de la muerte de Sara Klein mientras devoraba los frijoles y las tortillas. Pasó las hojas hasta encontrar la página de anuncios de decesos. Allí estaba la información que buscaba.

El taxista le dio una camisa limpia, calcetines y un saco. Lo miró curiosamente a los ojos cuando le entregó las prendas.

– Oye, ¿qué te pasó en los ojos? No, ni me digas. Parecen huevos fritos. Mira, ponte estos anteojos negros. Se me hace que hasta la luna te hace parpadear.

Félix se vistió, se puso las gafas oscuras, pensó en el Director General fotofóbico y pidió permiso para telefonear, ¿tenía teléfono, verdad?

– Imagínese un chofer de taxi sin teléfono -rió-. Me costó un huevo obtenerlo y la mitad de otro pagar las cuentas. Es mi lujo.

Levantó una almohada. El aparato estaba debajo, como un pato negro celosamente incubado. Félix se sintió como un hombre obligado a saltar de la cubierta de un barco en llamas al mar. Midió visualmente las fuerzas del chofer; era corpulento pero no macizo, tenía un cuerpo de masa floja, horas sentado manejando, demasiadas gaseosas y frijoles. Se arrojó al mar.

– ¿Puedo usarlo?

– Sírvase.

Marcó el número y le contestó la telefonista del Hilton.

– Páseme la administración… Bueno. Habla Maldonado, del 906…

Vio el gesto del taxista: se detuvo súbitamente, se le paró la cuerda. En seguida reaccionó y se dirigió a la mesa. Tomó la botella de Delaware Punch que Félix no había probado.

– Sí. Cómo le va. Mire, no tengo tiempo. Estoy en el aeropuerto.

Mientras hablaba, iba pensando qué era más dura, una botella de refresco o una bocina telefónica, con cuál de las dos se sorrajaba mejor la cabeza. El taxista empinó la botella hasta vaciarla.

– Al rato va a pasar un enviado mío. Lleva una nota escrita por mí con mis instrucciones. Que reúna en una maleta lo que quiera. Claro que es grave. Despierte al gerente. Gracias.

El taxista colocó la botella vacía sobre la mesa. Miró con una especie de sorna humilde a Félix. Félix colgó la bocina.

– No hay que meterse con los muertos, ¿verdad? -dijo el chofer.

– No, es mejor dejarlos en paz.

– A uno le pagan y ya, ¿verdad?

– A ti te van a pagar el doble, prometido.

Félix salió dándole las gracias al chofer.

– De nada, jefecito. No te cases nunca. Si no estuviera tan buena la Lichita.

19

Mostró la nota escrita en la clínica sobre un papel salvado por Licha de los botes de basura. El encargado nocturno de la administración del Hilton reconoció la letra. El licenciado Félix Maldonado era un viejo cliente. El gerente había sido avisado y bajaría en un instante.

El encargado lo acompañó al 906 y Félix reunió en una maleta ligera algunas prendas de vestir, objetos de aseo personal y cheques de viaje, Folleteó éstos; todos estaban firmados en la parte superior izquierda por Félix Maldonado. Luego marcó un número de teléfono. Al escuchar mi voz Félix dijo:

– When shall we two meet again?1

– When the battle's lost and won,2 -le contesté.

– I have but little gold of late, brave Timón,3 -me dijo Félix.

– Wherefore art thou?4 -le pregunté.

– At my lodging?5 -respondió.

– Aü is well ended if this suit be won6 -le dije para concluir y colgué la bocina.

1. ¿Cuándo nos volveremos a encontrar los dos? Macbetb, i, 1, 1.

2. Cuando la batalla haya sido perdida y ganada. Ibíd., i, 1, 4.

3. Carezco de oro, valiente Timón. Timón de Atenas, iv, 3, 90.

4. ¿Dónde estás? Romeo y Julieta, ii, 2, 33.

5. Donde me alojo. Otelo, ii, 1, 381.

6. Todo terminará bien si gana nuestra pretensión. All's Well that Ends Well, epílogo, 2.

Al bajar, el gerente estaba allí, con la cabeza plateada, impecable como si fuesen las diez de la mañana y le dijo que tenían que estar seguros, él comprendía, que dispensara, era para proteger los intereses del propio señor Maldonado, tan buen cliente, pero la letra de la carta parecía, bien estudiada, un poco insegura y el papel de calidad muy extraña. ¿Podía ofrecer mayores seguridades?, le preguntó al hombre mal vestido, con gafas oscuras, la cabeza rapada y herida, una barba de varios días y la maleta de Félix Maldonado en la mano.

– No tardan en llamar -dijo Félix.

El gerente mostró una desazón evidente al escuchar la voz de Félix. En seguida le avisaron que había una llamada telefónica urgente y alargó con alarde de seguridad el brazo, mostrando, como era su intención, las mancuernas de rubíes.

Escuchó mis instrucciones con atención.

– Cómo no, señor, no faltaba más, como usted mande -me dijo el gerente y colgó.

Félix recorrió a pie el corto trecho que separa el Hilton de la funeraria Gayosso en la calle de Sullivan. La maleta era muy ligera y no le importó el dolor del brazo. Necesitaba toda la fuerza de su alma para llegar a Gayosso, más que la de su pobre cuerpo vencido. El fajo de billetes que le entregó el gerente se sentía confortable, cálido, dentro de la bolsa del pantalón.

Llegó a la puerta principal del edificio construido como un mausoleo de tres pisos de piedra gris y mármol negro. La agencia Gayosso es una simple avanzada de los cementerios dentro de la dura geografía de esta ciudad donde hasta los parques, como el que se extendía aquí entre Melchor Ocampo y Ramón Guzmán, parecían fabricados de cemento. Subió las escaleras de piedra porosa y buscó el nombre en el tablero, SARA KLEIN, SEGUNDO PISO. Un guardián uniformado de gris oscuro dormitaba, con cara de pequeño simio simpático, en la conserjería del inmueble.

La mujer estaba tendida en la capilla neutra. Desde la contigua llegaban murmullos de avemarias y poderosos olores de corona fúnebre. Aquí no había ofrendas de amistades, socios o familia. Sólo un menorah con las velas encendidas. Félix se acercó al féretro abierto. El rostro y el cuerpo de Sara estaban cubiertos por una sábana húmeda aún. El ritual del cuerpo lavado fue cumplido por alguien, ¿por quién?, se preguntó Félix al depositar la maleta al lado de la caja de plomo gris.

Sólo los pies de Sara Klein estaban descubiertos. Félix supo lo que debía hacer. Tocó los dedos desnudos de Sara, los apretó y sintió que poseía por primera y única vez el cuerpo que la vida y la muerte, en esto hermanas, le vedaron.

Con la mano apretando el pie de Sara, le pidió perdón. Era el rito. Para Félix significaba mucho más, aunque el sentido de un rito es resolver un gesto personal más que conocer las actitudes ajenas. La humedad del cuerpo lavado permitía distinguir las formas de Sara Klein como un palimpsesto sobre la sábana pegada a la carne. Miró las facciones perdidas detras de la máscara blanca. Nunca había visto ese cuerpo desnudo. Sintió una atracción irresistible y develó el cadáver de la mujer.

El rostro era el mismo pero lo separaba del resto del cuerpo una gruesa venda alrededor del cuello. Recordó que en la clínica se prometió a sí mismo reservar toda su emoción para un solo instante. Era éste en el que descubría por primera vez el misterio de un cuerpo amado. Pero no era distinto de otros. Había mirado muchas veces a muchas mujeres desnudas, recostadas, dormidas. Pocas cosas le excitaban tanto como mirar largo tiempo a una mujer poseída por el sueño, desnuda, sin defensa. Esta situación las despojaba de algo más que la ropa, que es parte de la convención amatoria consciente. Para Félix, el sueño arrebataba a una mujer todos los hábitos de la lucha contra el hombre, reticencias fingidas, pudor, invitación coqueta o descarada, negación o afirmación del cuerpo. Una mujer inconsciente, dormida, era suya por la mirada; el contrincante de Félix era igual a la situación misma de la mujer abandonada a la conquista del sueño. El sueño era entonces el rival de su pasión. Ahora ese sueño, su rival, se llamaba la muerte y Félix estuvo a punto de cubrir el cuerpo de Sara: existía, después de todo, un objeto que se entrometía entre la identidad del sueño y de la muerte, una gruesa venda que separaba la cabeza del tronco, un collar que debió ser sangriento. Lulú había sido asesinada por Jack el Destripador.

Miró el rostro de Sara. No se parecía ni al sueño ni a la muerte que deberían habitarlo. Se parecía a otra cosa y Félix tuvo que repetir las palabras que le obligaban a entrar al rito que de esa manera dejaba de ser espectáculo ajeno para convertirse en un gesto que él no miraba sino del cual participaba. Se dijo en casa de los Rossetti que la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Ahora debería añadir: viva o muerta.