– Okey. Dice el capi que no dejes pistas y te estés muy cool y dice sobre todo que te entiende pero que no dejes que tus sentimientos personales se metan en todo esto. Así dijo.
– Recuérdale que me dejó libertad para actuar como yo lo entienda mejor.
– Con comas y todo se lo digo.
– Dile que no confunda nada de lo que hago con motivos personales ni venganzas.
Emiliano sonrió muy satisfecho:
– El capi dice que todos los caminos conducen a Roma. Uno se culturiza con él.
– Adiós.
– Ahí nos vidrios.
– Cuídate -dijo Rosita con ojos de borreguito negro. A ver cuándo nos invitas a pasear en taxi otra vez. Me gustó sentarme en tus rodillas.
– A mí también me gustó acariciarle las corvas a la enfermerita -dijo con saña Emiliano.
– Cómo serás tirano Emiliano -gimió Rosita.
– No, si nomás digo que donde caben tres caben cuatro, gorda.
– Ay, qué recio nos llevamos esta noche -rió Rosita y tarareó el bolero Perfidia.
Ni voltearon a mirar a Félix cuando se levantó y al salir del pub balín todavía los vio disputándose entre bromas, aliándose puyas, anónimos como dos novios comunes y corrientes. Se dijo que el bravo Timón se rodeaba de ayudantes singulares.
Pasó al dispensario de la Cruz Roja en la Avenida Chapultepec para que le revisaran la cara. Le dijeron que iba cicatrizando bien y sólo necesitaba una pomada, se la untaron y que se la siguiera untando varios días, ¿quién le hizo semejante carnicería?
Compró la pomada en una farmacia y regresó a las suites de la calle de Génova. Iban a dar las once y los jóvenes y aceitosos empleados ya se habían ido. Le abrió el portero, un indio viejo con cara de sonámbulo vestido con un traje azul marino brillante de uso.
Las ventanas de su apartamento estaban abiertas de par en par y la cama preparada para dormir, con un chocolatito sobre la almohada. Abrió la maleta. El paquete con las cenizas seguía allí, pero el disco con Satchmo en la portada había desaparecido.
25
Aterrizó en el aeropuerto de Coatzacoalcos a las cuatro de la tarde. Desde el aire, vio la extensión de la refinería de Petróleos Mexicanos en Minatitlán, el golfo borrascoso al fondo, la ciudadela industrial tierra adentro, un alcázar moderno de torres, tubos y cúpulas como juguetes de papel plateado brillando bajo el sol haíto de tormenta y luego el puerto sofocado donde las vías férreas se prolongaban hasta los muelles y los buquetanques largos, negros y de cubiertas desnudas.
Al descender del avión, respiró el calor húmedo cargado de aromas de laurel y vainilla. Se quitó el saco y tomó un taxi desvencijado. Una rápida visión de bosques de cocoteros, cebús pastando en llanos color ladrillo y el Golfo de México preparando su agitación vespertina fue vencida por la de una ciudad portuaria chata, de edificios feos con los vidrios rotos por los huracanes, anuncios luminosos sucios y apagados a esta hora, todo un mundo del consumo instalado en el trópico, supermercados, tiendas de televisores y refacciones, y enfrente el eterno mundo mexicano de tacos, cerdos, moscas y niños desnudos en muda contemplación.
El taxi se detuvo frente a un mercado. Félix lo vio todo en rojo, los largos cadáveres de reses sangrientas colgando de los garfios, los racimos de plátanos incendiados, los equípales de cuero rojo, maloliente a bestia recién sacrificada y los machetes de plata negra, lavada de sangre y hambrienta de sangre. El chofer cargó la maleta hasta la entrada de un palacio rococó de principios de siglo con tres pisos; el más alto estaba arruinado por el fuego y convertido espontáneamente en palomar cucurrucante.
– Le cayó un rayo -dijo el chofer.
Más alto, volaban en grandes círculos los zopilotes.
El título luminoso del Hotel Tropicana salía como un dedo llagado de la fachada de estucos esculpidos, ángeles nalgones y cornucopias frutales pintados de blanco pero devorados de negro por el liquen y el trabajo incesante del aire, el mar y el humo de la refinería y el puerto. Se registró como Diego Silva y siguió al empleado cambujo vestido con camisa blanca y pantalones negros lustrosos por un patio cubierto de altos emplomados de colores que tamizaban la luz caliente. Muchos vidrios estaban rotos y no habían sido reparados; grandes cuadros de sol jugaban a instalarse con precisión en el piso de ajedrez, mármol blanco y negro.
Al llegar al cuarto, el empleado abrió con una llave el candado que lo cerraba y puso a funcionar el ventilador de aspas de madera que colgaba como un buitre más del techo. Félix le dio diez pesos y el cambujo salió mostrando los dientes de oro. Un aviso colgaba sobre la cama de bronce y mosquitero,
Félix pidió por teléfono la recámara del doctor Bernstein. El cuarto número 9, le dijeron, pero estaba fuera y no regresaría antes de la puesta del sol. Colgó, se quitó los zapatos y cayó sobre la cama crujiente. Se fue durmiendo poco a poco, tranquilo, arrullado por la dulzura novedosa con la que el trópico recibe a sus visitantes antes de mostrar las uñas de su desesperación inmóvil. Pero ahora se sintió liberado del peso de la ciudad de México cada vez más fea, estrangulada en su gigantismo mussoliniano, encerrada en sus opciones inhumanas: el mármol o el polvo, el encierro aséptico o la intemperie gangrenosa. Tarareó canciones populares y se le ocurrió, adormilado, que existen canciones de amor para todas las grandes ciudades del mundo, para Roma, Madrid, Berlín, Nueva York, San Francisco, Buenos Aires, Río, París; ninguna canción de amor para la ciudad de México, se fue durmiendo.
Despertó en la oscuridad con un sobresalto; la pesadilla se cerró donde el sueño se inició: una pena muda, un alarido de rabia, esa era la canción del D.F. y nadie podía cantarla, Se incorporó con terror; no sabía dónde estaba, si en su recámara con Ruth, en el hospital con Licha, en las suites de Génova con el cadáver de Sara; palpó la almohada con delirio e imaginó la presencia junto a él, esta noche cachonda, del cuerpo desnudo de Mary Benjamín, sus pezones parados, su vello negro y húmedo, sus olores de judía insatisfecha y sensual, la había olvidado y sólo una pesadilla se la devolvía, la cita galante en el hotelito junto al restaurante Arroyo se frustró, la muy cabrona llamó a Ruth.
Se levantó bañado en sudor y caminó atarantado al baño, se dio una ducha helada y se vistió rápidamente con ropa inapropiada para el calor, calcetines, zapatos, pantalón de meseta y sólo una camisa. Se miró a sí mismo con atención en el espejo: el bigote crecía rápidamente, el pelo de la cabeza con más lentitud, los párpados estaban menos hinchados, las cicatrices visibles pero cerradas. Llamó al conmutador y le dijeron que el profesor había regresado. Sacó el paquete envuelto en papel periódico de la maleta. Salió del cuarto y caminó por el corredor de macetones de porcelana y vidrio incrustado hasta el número 9.
Tocó con los nudillos. La puerta se abrió y los ojos cegatones de Bernstein, nadando en el fondo de las espesas gafas sin marco, lo miraron sin sorpresa. Mantenía un brazo en cabestrillo. Con la otra mano lo invitó a entrar.
– Pasa, Félix. Te estaba esperando. Bienvenido a Marienbad en el Trópico.
26
Félix se tocó involuntariamente la cara. La mirada acuosa de Bernstein se volvió impermeable. El antiguo alumno sacudió la cabeza como para librarse de un nido de arañas. Entró a la recámara del profesor decidido a no caer en ninguna trampa y sin duda Bernstein traía en las bolsas de su saco de verano color mostaza, ligero pero abultado, más de una treta.
– Pasa Félix. ¿De qué te extrañas?
– ¿Me reconoce? -murmuró Maldonado.
Bernstein se detuvo con una sonrisa de ironía asombrada.
– ¿Por qué no te iba a reconocer? Te conozco desde hace veinte años, cinco en la Universidad, nuestros desayunos, nunca te he dejado de ver… o de querer. ¿Quieres un whisky? Con este calor, no se sube. Pasa, toma asiento, querido Félix. Qué gusto y qué sorpresa.
– ¿No acaba de decir que me estaba esperando? -dijo Félix al sentarse en un equipal rechinante.
– Siempre te espero y siempre me sorprendes -rió Bernstein mientras se dirigía a una mesita llena de botellas, vasos y cubitos de hielo nadando en un platón sopero.
Vació una porción de J amp;B en un vaso y le añadió agua de sifón y hielo:
– Desde que te conocí me dije, ese muchacho es muy inteligente y llegará muy lejos si no se deja llevar por su excesiva fantasía, si se vuelve más reservado y no anda metiéndose en lo que no le concierne…
– Hay algo que nos concierne a los dos -dijo Félix y le tendió el paquete al profesor.
Bernstein rió agitándose como un flan. En el trópico, sudando, parecía un gigantesco helado de vainilla a punto de derretirse.
– ¿No le perdonarás a un viejo que haya amado ridiculamente a una joven? Espero más de tu generosidad, dijo avanzando con el vaso de whisky destinado a Félix. -Tome-insistió Félix en ofrecer el paquete. Bernstein volvió a reír.
– No tengo más que una mano libre. Veo que tú también. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, ¿Qué vienes arrullando?
Bernstein detenía el vaso de escocés con su mano sana, nerviosa, el anular adornado por el anillote de piedra tan clara que parecía vidrio. Félix contestó sin hacer caso de las bufonadas de] profesor:
– Son las cenizas de Sara.
Era imposible que Bernstein, con su cara de helado de vainilla, palideciera. Pero lo logró. Dejó caer el vaso con el que jugueteaba. Se hizo añicos sobre el piso de mármol blanco y negro.
– Perdón -dijo Bernstein, súbitamente rojo, limpiándose con la mano el saco abultado. Félix temió que las artimañas que traía en los bolsillos se le desinflaran, aguadas.