Maldonado cayó un par de veces al tropezar con las agujas, pero nunca perdió de vista a su presa porque el cambujo no quería ser perdido de vista y hasta se detuvo a lo lejos cuando Félix cayó por segunda vez y esperó a que se incorporase antes de seguir corriendo.
El chubasco había cesado con la misma velocidad con que se inició, liberando aún más los olores pungentes del puerto tropical; una película de laca húmeda brillaba sobre la larga extensión del muelle, los rieles moribundos, el asfalto y las lejanas masas de los barcos petroleros. El cambujo corrió como un Zatopeck veracruzano a todo lo largo del muelle, con Félix a veinte metros detrás de él y una sensación ardiente de que ésta no era una persecución normal, que el cambujo era una falsa liebre y él una falsa tortuga.
El perseguido comenzó a disminuir la velocidad y Félix acortó peligrosamente la distancia entre ambos; empuñó nerviosamente el machete; en cualquier momento, el cambujo Podía voltearse con una pistola en la mano, apenas tuviese a su perseguidor a distancia de tiro seguro. El cambujo se detuvo frente a un tanquero negro, lavado por la tormenta. Sudoroso de gotas grises de agua y aceite y Félix se arrojó contra el hombrecillo oscuro, dejando caer el machete.
Los dos hombres cayeron por tierra. El buquetanque lanzó un largo pitazo. Félix y el cambujo rodaron, pero el empleado del hotel no ofrecía resistencia. Félix se sentó sobre el pecho trémulo de su adversario extrañamente pasivo y fe clavó las rodillas en los brazos abiertos. El prisionero mantenía ambos puños cerrados, hacía gala de ello, gesticulaba con las muñecas. Por un instante, ambos se miraron sin hablar, jadeando. Pero la cara de Félix era una máscara de dolor físico y la del cambujo la careta de la comedia, negra, sudorosa y con los dientes de oro brillando sonrientes. Félix sintió que bajo sus setenta y seis kilos el hombre pequeño, correoso y moreno cedía totalmente, con excepción de esos puños cerrados.
Agarró un puño y trató de abrirlo; era peor que la manopla de fierro de un guerrero medieval, era la garra de una bestia con razones secretas para no rendirse. El petrolero lanzó un segundo pitazo, más gutural que el primero. El cambujo abrió la mano, sonriendo como las cabecitas alegres de La Venta. No había nada sobre la piel color de rosa de la palma marcada con líneas que prometían vida y fortuna eternas al mozo del hotel.
El cambujo hizo girar sus ojos redondos para mirar hacia el buque. Félix luchó contra el segundo puño. La escalerilla comenzó a retirarse del muelle hacia la puerta de babor del tanquero. Félix tomó el machete abandonado y lo atravesó de canto sobre la garganta del cambujo.
– Abre el puño o primero te corto la cabeza y luego la mano.
El cambujo abrió el puño. Allí estaba el anillo de Bernstein. Pero faltaba la piedra transparente como un vidrio. Félix se levantó rápidamente, levantó del cuello de la camisa al cambujo y palpó nerviosamente el cuerpo, la camisa, el pantalón de su adversario. Lo soltó, como el buque soltaba amarras.
Liberado, el cambujo corrió de regreso a Coatzacoalcos pero Félix ya no se preocupó por él. Un punto luminoso del buquetanque oscuro le raptó la mirada, una claraboya en el castillo de popa alumbrada doblemente por una luz blanca, tan fuerte como la de un reflector, y por un rostro brillante como una luna, enmarcado por el óvalo de la ventanilla, un rostro inolvidable e inconfundible, con el corte de pelo de fleco y ala de cuervo que resaltaba la blancura luminosa de la piel, los diamantes helados de la mirada, el perfil aguileño cuando la mujer de la ventana movió la cabeza.
La escalerilla estaba a medio camino entre el muelle y la portezuela abierta a babor. Félix guardó el anillo en la bolsa del pantalón y corrió desesperadamente con el machete en la mano, saltó para alcanzar la escalerilla, rozó apenas con el filo las gruesas cuerdas que colgaban de los peldaños. Un gringo pecoso, cuarentón, con la fisonomía borrada por los labios delgados y la nariz de manazo, le gritó desde la puerta:
– Hey, are you nuts?22
– ¡Déjeme subir! Let me on! -gritó Félix.
El gringo rió.
– You drunk or somethin'? 23
– The woman, I mun see the woman you have on board! 24
– Shove off, budy, no dames don't travel on tankers.25
– Goddamit, I just saw her…26
– O.K., greaser, go back to your tequila?27
– Fuck you, gringo.28
El gringo rió y las pecas le bailaron.
– Meet me in Galveston and we'll fuck the shit out of each other. So long, greaser.29
22. Oye, ¿estás chiflado?
23. ¿Estás borracho o algo?
24. La mujer, debo ver a la mujer que viaja a bordo.
25. Lárgate, cuate, en los tanqueros no viajan mujeres.
26. Carajo, acabo de verla.
27. Okey, grasiento, regresa a tu tequila. 28. Jodete, gringo.
29. Búscame en Galveston y nos sacamos la mierda. Nos vemos, grasiento.
Terminó de recoger la escalerilla y le hizo un gesto obsceno con el dedo a Félix.
Félix se lanzó desesperadamente contra la parte del buque aún acodada al muelle y de un machetazo intentó, como un Quijote inverosímil, cortarle el cuerpo al gigante en lento movimiento. Al desplazarse el buque, el filo del machete rayó la pintura fresca y dejó una larga herida luminosa.
El tanquero removió las aguas turbias del Golfo de México. La noche de mangos podridos y tabachines en flor se evaporó junto con los charcos del aguacero. Félix leyó la inscripción en la popa del buquetanque, S. S. Emmita, Panamá, y vio la bandera de cuatro campos y dos estrellas que flotaba lentamente en la pesada atmósfera.
No vio más que el rostro de Sara Klein asomado a la claraboya, suspendido allí como una luna de papel.
TERCERA PARTE OPERACIÓN GUADALUPE
28
Se compró un sombrero blanco de palma de ixtle en el aeropuerto de Coatzacoalcos y tomó el primer vuelo de Mexicana. En la ciudad de México hizo la conexión con American Airlines a Houston. Tenía visa para múltiples entradas al territorio norteamericano y los agentes de migración no encontraron diferencias entre la foto del pasaporte y el rostro del hombre con bigote renaciente, sombrero blanco y gafas negras. Bernstein tenía razón; éstos no lo buscaban.
Alquiló un Ford Pinto en la Herz del aeropuerto y tomó la super hacia Galveston. Tenía un día por delante; el servicio de información portuaria de Coatzacoalcos le dijo que el Emmita no hacía escalas hasta Galveston, llevaba una carga de gas natural de México a Texas y en Texas embarcaba refinados para la costa este de los Estados Unidos. Era su cabotaje normal y pasaba por Coatzacoalcos cada quince días, salvo en invierno, cuando los nortes lo retrasaban un poco. El capitán se llamaba H. L. Harding pero no vino en este viaje por motivos de enfermedad y nadie había visto a una muier subir a bordo.
El calor de agosto en el llano desnudo entre Houston y Galveston no es aliviado por relieve, bosque o perfume, salvo el de la gasolina. Félix agradeció la carretera en línea recta que le permitía manejar sin distracciones y colocar frente a su mirada, en lugar del sucio sol de Texas, la luna opaca del rostro que vio fugazmente en la claraboya del Emmita. Siempre lo comparó al de Louise Brooks en La caja de Pandora; mientras más la recordaba, esta imagen de cinéfilo era sustituida por otra: el rostro encalado de Machiko Kyo en Ugetsu Monagataru, la carne voluntariamente artificial, la blancura fúnebre, las falsas cejas barruntadas encima de las verdaderas cejas afeitadas; la mirada de fantasma que podía confundirse con el sueño vigilante de los ojos japoneses, la boca pintada como un capullo de sangre.
Félix sufrió un horrible desequilibrio entre la visión diurna de la reverberante planicie texana y la visión nocturna de un Japón de la luna vaga después de la lluvia, una noche de aparecidos antiguos y hechiceras que se posesionan de los cuerpos de las doncellas para cumplir postergadas venganzas. Todo esto giraba en la noche representada de Coatzacoalcos, sus reses sangrientas, sus buitres y palomares incendiados, las cúpulas plateadas de la refinería, la recámara de Bernstein, el hotel rococó, el mozo cambujo y el perfil blanco de Sara Klein en la ventanilla del S.S. Emmita.
La visión fue tan confusa y poderosa a la vez que se sintió mal y se vio obligado a detenerse, cruzar los brazos sobre el volante y reposar allí la cabeza, cerrar los ojos y repetirse en silencio que desde el inicio de esta aventura había jurado ser totalmente disponible, asumir todas las situaciones, dejarse llevar por cualquier sugestión, estar abierto a todas las alternativas y, esto era lo más difícil, mantener su inteligencia afilada siempre, afinando los accidente azarosos o voluntarios que los demás crearían en su camino, percibiéndolos pero jamás impidiéndolos o rehusándolos.
– Vas a vivir unas cuantas semanas en una especie de hipnosis voluntaria -le dije cuando le expliqué todo lo anterior-. Es indispensable para que nuestra operación no fracase.
– No me gusta la palabra hipnosis -me respondió Félix con su sonrisa morisca, tan parecida a la de Velázquez-, prefiero llamarla fascinación, voy a dejarme fascinar por todo lo que me suceda. Quizás ése es el punto de equilibrio entre la fatalidad y la voluntad que me pides.