– Perdón -tartamudeó Malena, acariciándose nerviosamente los bucles de tirabuzón-, ¿qué asunto vamos a tratar? Maldonado estuvo a punto de decirle, ¿qué le importa?, pero era un hombre cortés: El programa integrado y la indexación internacional de precios de materias primas.
El rostro de Malena se iluminó de alegría. Ese expediente lo tiene el Señor Subsecretario, dijo. Maldonado se encogió de hombros. Entonces las importaciones de papel del Canadá. Ese expediente está bajo llave, suspiró con alivio Malena. La verdad, concluyó la secretaria, es que llegó usted demasiado temprano, señor licenciado, todavía no dan las diez. El archivista no está aquí y dejó todo bajo llave. ¿Por qué no sale a tomarse un café, señor licenciado, se lo ruego, por favor, señor licenciado?
Entonces la simpática e infantil Malena estaba protegiendo al archivista en retraso y eso lo explicaba todo. Él tenía la culpa, se dijo Maldonado mientras se ponía el saco, por llegar antes que nadie.
– Comuníqueme con mi esposa, señorita.
Malena lo miró con espanto, petrificada en el dintel de la puerta.
– ¿No me oyó?
– Perdón, señor licenciado, ¿puede darme el número?
Esta vez Félix Maldonado no pudo contenerse. Rojo de cólera le dijo, señorita Malena, yo sé su número de teléfono de memoria, ¿cómo es posible que usted no sepa el mío?, lleva seis meses, la doceava parte de un sexenio, comunicándome dos o tres veces al día con mi esposa, ¿sufre usted de amnesia súbita?
Malena se soltó llorando, se cubrió la cara con el pañuelo y salió rápidamente del cubículo de Maldonado. El jefe de la oficina suspiró, se sentó junto al teléfono y compuso él mismo el número.
– ¿Ruth? Llegué hoy temprano de Monterrey en el primer vuelo. Tuve que irme directamente a un desayuno político. Perdona que hasta ahora te avise que llegué bien. ¿Tú estás bien, amor?
– Sí. ¿A qué horas nos vemos?
– Tengo una comida a las dos. Luego recuerda que vamos a cenar a casa de los Rossetti.
– Cuántas comidas.
– Te prometo ponerme a dieta la semana entrante.
– No te preocupes. Nunca engordarás. Eres demasiado nervioso.
– Paso a cambiarme como a las ocho. Por favor, está lista.
– No voy a ir a la cena, Félix.
– ¿Por qué?
– Porque va a estar allí Sara Klein.
– ¿Quién te dijo?
– Ah, ¿es un secreto? Angélica Rossetti, cuando nadamos juntas hoy en la mañana en el Deportivo.
– Me acabo de enterar en el desayuno. Además, hace doce años que no la veo.
– Escoge. Te quedas conmigo en casa o vas a ver a tu gran amor.
– Ruth, Rossetti es el secretario privado del Director General, ¿recuerdas? -Adiós.
Se quedó con la bocina hueca en la mano. Apretó un timbre del aparato sin colgarla y oyó la voz de Malena en la extensión.
– …creo que sí, alguna vez lo vi, lo recuerdo vagamente, pero la mera verdad no sé quién es, señor licenciado, si usted quisiera pasar a ver, me pide expedientes reservados, se comporta como si fuera el dueño de la oficina, si usted quisiera… Maldonado colgó, salió al vestíbulo y miró fijamente a la secretaria. Malena se llevó una mano a la boca y colgó el teléfono. Maldonado se acercó, plantó los puños sobre la funda de la máquina de escribir y dijo en voz muy baja:
– ¿Quién soy, señorita?
– El jefe, señor…
– No, ¿cómo me llamo?
– Este… el señor licenciado.
– ¿El señor licenciado qué?
– Este… nomás, el señor licenciado… igual que todos…
Se soltó llorando inconteniblemente, pidiendo la presencia inmediata de su mami y volvió a esconder el rostro en el pañuelito de encaje, que tenía polluelos amarillos bordados alrededor de la inicial, M.
4
Durante más de una hora, Félix Maldonado caminó sin rumbo, confuso. Lo malo de la Secretaría es que estaba en una parte tan fea de la ciudad, la Colonia de los Doctores. Un conjunto decrépito de edificios chatos de principios de siglo y una concentración minuciosa de olores de cocinas públicas. Los escasos edificios altos parecían muelas de vidrio descomunalmente hinchadas en una boca llena de caries y extracciones mal cicatrizadas.
Se fue hasta Doctor Claudio Bernard tratando de ordenar sus impresiones. Lo distrajeron demasiado esos olores de merenderos baratos abiertos sobre las calles. Dio la vuelta para regresar a la Secretaría. Se topó con un puesto de peroles hirvientes donde se cocinaban elotes al vapor. Se abrió paso entre las multitudes de la avenida llena de vendedores ambulantes. Se rebanaban jicamas rociadas de limón y polvos de chile. Se surtían raspados de nieve picada que absorbían como secante los jarabes de grosella y chocolate.
Más que nada, sintió que su voluntad desfallecía. Respiró hondo pero los olores lo ofendieron. Se metió por Doctor Lucio y una cuadra antes de llegar a la Secretaría vio a una mendiga sentada en la banqueta con un niño en brazos. Era demasiado tarde para darles la espalda. Sintió que los ojos negros de la limosnera lo observaban y lo juzgaban. Era lo malo de caminar a pie por la ciudad de México. Mendigos, desempleados, quizás criminales, por todos lados. Por eso era indispensable tener un auto, para ir directamente de las casas privadas bien protegidas a las oficinas altas sitiadas por los ejércitos del hambre.
Reflexionó y se dijo que en cualquier otra ocasión habría hecho una de dos cosas. Seguir adelante, imperturbable, sin mirar siquiera a la mujer con la mano adelantada y el niño en brazos. O darles la espalda y regresar por donde había venido. Pero esta mañana sólo se atrevió a cruzar a la acera de enfrente. Sin duda, la solución más cobarde y menos digna. ¿Qué le costaba pasar frente a la triste pareja y darles veinte centavos?
Desde la acera de enfrente, vio que la mujer era una niña indígena, de no más de doce años. Descalza, morena, tiñosita, con el bebé en brazos, tapadito por el rebozo.
¿Es suyo, se preguntó Félix Maldonado, es su hijo o es sólo su hermanito?
¿Es suyo?, repitió, como si alguien le hiciese la pregunta a él y él dijo en voz baja:
– No, señor, no es mío.
La niña lo miró intensamente, con la mano extendida. Félix tenía que regresar con urgencia a la oficina para aclarar las cosas. Redobló el paso hasta llegar a la Avenida Cuauhtémoc. Volteó una vez más, sin poder impedirlo, para ver a la pareja de la niña madre y del niño hermano. Dos monjas se inclinaban junto a la pareja de desvalidos. Las reconoció por las faldas negras, el peinado restirado, de chongo. Una de ellas levantó la mirada y Félix creyó reconocer a una de las religiosas que viajaron con él en el taxi esa misma mañana. La monja le dio la espalda, tapándose la cara con un velo, tomó a su compañera del brazo y las dos se alejaron de prisa, sin voltear a mirarlo.
Entró a la Secretaría y se dirigió al ascensor. Con suerte encontraría a un amigo al subir. El elevadorista lo conocía, claro. Perdón, el elevadorista está ausente, se ruega al respetable público usar el automático de la izquierda. Félix recordó al elevadorista, lo recordó nítidamente. Un hombrecito sin edad,
muy moreno, con pómulos altos y ojos llorosos, un bigote muy ralo y uniforme gris con botonadura de cobre y unas iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Si él recordaba al elevadorista, se dijo Félix mientras ascendía rodeado de desconocidos, lo lógico era que el elevadorista lo reconociera a él. Generalmente, la señorita Malena le cobraba su quincena en la pagaduría y él se limitaba a firmar la nómina. Hoy decidió ir personalmente. Salió del ascensor y se acercó a la ventanilla. Había cola. Se unió a ella, sin hacer valer sus prerrogativas de funcionario. Le precedían dos muchachas de hablar nervioso e inmediatamente detrás de él se colocó el elevadorista, su conocido, el hombre moreno. Félix le sonrió pero el hombrecito estaba absorto en la contemplación de una moneda.
– ¿Cómo le va? ¿Qué mira usted? -le dijo Félix. -Este peso de plata -dijo el elevadorista sin levantar la mirada-, ¿no ve usted?
– Sí, claro -contestó Félix, deseando que el elevadorista lo mirara-, ¿qué le llama tanto la atención?, ¿nunca ha visto una moneda de a peso antes?
– L'águila y la serpiente -dijo el elevadorista-, estoy mirando l'aguilita y la serpiente de la moneda. Félix se encogió de hombros:
– Es el escudo nacional, hombre. Está en todas partes. ¿Qué tiene de raro?
El elevadorista meneó la cabeza sin dejar de mirar la moneda de plata ennegrecida:
– Nada de raro. Nomás es muy bonito. Una águila sobre un nopal, devorando una serpiente. Me gusta más que el valor.
– ¿Cómo dice?
– Que no me importa el valor de la pieza. Me gusta el dibujito.
– Ah. Ya veo. Oiga, ¿no quiere verme? El elevadorista levantó por fin la mirada y observó a Félix con los ojos llorosos y una sonrisa de piedra.
– Todos los días subo a mi oficina en el elevador que usted maneja -dijo abruptamente Félix.
– Sube tanta gente. Si usted supiera.
– Pero yo soy un alto funcionario, el jefe de…
Exasperado, Félix dejó la frase en el aire.
– Yo soy el que no se mueve. Todos me miran, yo no miro a nadie -dijo el elevadorista y siguió observando su moneda.
Félix tuvo que prestar atención a lo que decían las dos secretarias para no quedarse allí como bobo, mirando al elevadorista que miraba el águila y la serpiente. Ya estaban cerca de la ventanilla de cobros.
– Si tú misma no te das a respetar, ¿quién?
– Tienes toda la razón. Además, todos parejos. Ay sí.
– Ojalá. Pero como ella es su preferida, de plano.
– No es nada democrático. Yo se lo dije. Ay sí.
– ¿De veras? ¿Te atreviste?
– ¿No me crees? Me canso, ganso. Ay sí. Usted le da trato distinto a Chayo, a la legua se ve. Eso le dije. Ay sí.