– ¿Cómo se llama el infeliz al que le pasó todo esto?
– Félix Maldonado. Era realmente un infeliz. Mediocre en todo. Mediocre economista, mediocre burócrata, mediocre tenorio. Sí, un pobre diablo.
El Director General miró con ferocidad juiciosa a Félix.
– Velázquez, ponga en un platillo de la balanza la miserable insignificancia de Maldonado y en la otra una crisis interna de repercusiones internacionales. Verá que no debemos llorar por alguien como Félix Maldonado.
Volvió a colocarse los espejuelos ahumados.
– En cambio, debemos preocuparnos por el licenciado Diego Velázquez. Félix Maldonado no aceptó nuestra oferta y ya ve cómo le fue. A Diego Velázquez le espera todo: un puesto oficial con aumento considerable de salario, comisiones jugosas, viajes al extranjero con viáticos generosos, todo lo que pueda desear.
Félix sentía la cara como un nudo.
– Tengo una mujer, ¿recuerda?
Tuvo que adivinar la mirada invisible pero intrigada del Director General.
– Por supuesto. Y ahora podrán tener todos los hijitos que Dios quiera mandarles, ¿cómo?
– Seguro. Una bola de hijitos de la chingada que se llamarán todos Maldonado.
El Director General no tuvo que golpear a Félix; le bastó acercar el rostro verdoso, impreso para siempre en hondas comisuras y huesos próximos a la imagen de la muerte, sí no a la muerte misma, aunque el aliento que salía por las aletas anchas de la nariz y los labios largos, sin carne, parecidos a dos navajas de canto, sí venía de una tumba interna capaz de hablar con una amenaza peor que cualquier tranquiza de Simón Ayub.
– Óyeme bien. Lo único cierto de esta aventura es que tú nunca sabrás si eres el verdadero Félix Maldonado o el que por órdenes nuestras te sustituyó. ¿Quieres seguir negando que eres un hombre enterrado en el Panteón Jardín? Regresa al momento en que despertaste en la clínica y pregúntate si puedes asegurar que entonces sabías quién eras. Habrá para siempre un antes y un después en tu vida. Un abismo los separa y nunca podrás salvarlo, ¿me entiendes bien? De ahora en adelante, lo que puedas saber de tu pasado quizás sea sólo lo que nosotros, benévolamente, querramos enseñarte. ¿Cómo podrás saber la verdad?
– Ruth… -murmuró Félix hipnotizado por la voz de muerte, la mirada de muerte, el gesto de muerte de este hombre inasible como una serpiente embarrada de aceite.
– Te lo aseguro -continuó el Director General sin oír a Félix-, cada vez que pienses en el pasado de Félix Maldonado, estarás recordando algo que yo te enseñé mientras estabas inconsciente en el hospital. Y mientras vivas el presente de Diego Velázquez, sólo sabrás de él lo que yo te diga sobre él. Cada opción te remitirá a un contrario imposible. Si eres el de ayer, ¿puedes asegurar dónde comenzó tu hoy? Si eres el de hoy, ¿puedes saber dónde terminó tu ayer? No hay salida para ti, hagas lo que hagas, vayas a donde vayas. Félix Maldonado fue un infeliz que frustró mis planes perfectamente concebidos. Diego Velázquez cargará la maldición de esa culpa.
Félix buscó en vano el sudor en la frente del Director General; la intensidad de sus palabras era como su aliento, mortalmente frío. El alto funcionario se recompuso, se alejó de Félix y se incorporó plenamente.
– El pobrecito de Félix Maldonado es un hombre ideal, no por sus discutibles méritos, sino porque no es. Seguirá muerto para que podamos seguirlo utilizando. Su propio jefe está de acuerdo.
Hizo un gesto despreciativo con la mano, pidiéndole a Félix que se incorporara.
– Ahora sígame, señor licenciado. Le ofrezco llevarlo en mi automóvil.
Félix se puso de pie. Se sintió mareado y débil. Apoyó un instante las manos sobre el respaldo de la silla. El Director General le dio la espalda y encendió de manera deliberada un cigarrillo, tapando con una mano el fulgor intolerable del briquet. Félix cayó de cuclillas, enchufó el reflector con el que Ayub y sus gorilas lo torturaron y la luz blanca, congelada como el aliento de hombre que encendía un cigarrillo frente al ojo sin párpados del reflector, cegó al Director General con un aullido de dolor.
Se tapó la cara con las manos, el briquet pegó contra el piso de cemento y el cigarrillo le rodó, desamparado y desparramando un minúsculo simulacro de lava, por el pecho.
– Lo sigo -dijo Félix aplastando el cigarrillo con el talón.
El Director General suprimió los borbotones agónicos de su grito inicial. Se agachó para buscar y encontrar, a tientas, el encendedor y se reincorporó con toda su dignidad recuperada.
– Sea mi huésped -le dijo a Félix Maldonado.
37
La puerta de metal se cerró detrás de ellos. Caminaron por una galería de vidrio y fierro ventilada por chiflones de frío nocturno; olía a lluvia reciente.
Descendieron por unos escalones de fierro a un garage donde se encontraba estacionado un viejo Citroën de los años cincuenta, negro, largo y bajo. El Director General abrió la puerta y con un gesto silencioso le pidió a Félix que subiera.
Maldonado entró a la imitación de un ataúd de lujo. Su anfitrión le siguió y cerró la puerta. Se instaló mullidamente, con un suspiro, y tomó la bocina negra que colgaba de un gancho de metal.
Dio órdenes en árabe y la carroza fúnebre arrancó. Todo el espacio interior del Citroën estaba tapizado de fieltro negro, las ventanillas cubiertas por cortinas negras y dos hojas corredizas de metal pintado de negro separaban al invisible chofer de los pasajeros.
Félix sonrió para sus adentros imaginando la conversación que serían capaces de sostener, en este lugar y estas circunstancias, su anfitrión y él. Pero el Director General estaba demasiado ocupado poniéndose en los ojos las gotas que le aliviaban del fogonazo. Luego guardó el frasco en el mismo botiquín frente a los asientos de donde lo sacó y descansó la cabeza, con los ojos cerrados, sobre los cojines del respaldo.
Habló como si no hubiese sucedido nada durante la hora anterior, con un tono de cortesía extrema. Diríase que ambos se dirigían a un banquete o regresaban juntos de un entierro. Con tonos de afabilidad modulada, el Director General recordó su vida de estudiante en La Sorbonne. Allí formó lazos de amistad imperecederos, dijo, con la élite del mundo árabe. Le abrieron las puertas de una sensibilidad junto a la cual la del Occidente le pareció roma y pobre; añadió que, sin los árabes, el mundo occidental carecería de su propia cultura, pues las herencias griegas y latinas fueron destruidas o ignoradas por los bárbaros, conservadas por Islam y diseminadas desde Toledo a la Europa medieval. Los hijos de los palestinos ricos estudiaban en Francia; le hicieron comprender que su diáspora, por actual y tangible, era peor que la de los judíos, iniciada dos mil años antes. Los palestinos eran las víctimas contemporáneas del colonialismo en las Tierras de Dios y vivían ahora mismo el destino que los judíos sólo evocaban y que jamás hubiese pasado del estado de una vaga nostalgia sionista si Hitler no los convierte, de nuevo, en mártires. Pero mientras los judíos sólo eran ricos banqueros, prósperos comerciantes y laureados intelectuales en la Alemania pre-nazi, los palestinos ya eran víctimas, prófugos, exiliados de la tierra que ellos y sólo ellos habitaban realmente.
– El Medio Oriente es una geografía apasionada -murmuró-, y basta entrar a ella para compartir sus pasiones, incluyendo la violencia. Pero la violencia del Occidente moderno se diferencia de todas las demás porque no es espontánea, sino rigurosamente programada. El colonialismo occidental la introdujo en el Medio Oriente; el proyecto sionista es su prolongación. La violencia palestina es otra cosa: una pasión. Y la pasión se consume en el instante, no es un proyecto sino una vivencia inmediata, inseparable de la religión con todo lo que ello implica. En cambio, el sionismo es un programa que por fuerza se separa de la religión a fin de ser compatible con el proyecto laico de Occidente cuya violencia comparte. Considere usted, amigo Velázquez. Palestina ya estaba habitada. Pero para los judíos de Europa, todo lo que no era Europa, era, como lo fue para el colonialismo europeo, ocupable. Es decir, colonizable ¿sí? Los judíos obligaron al mundo árabe a pagar el precio de los hornos nazis; el resultado fue fataclass="underline" los palestinos se convirtieron en los judíos del Medio Oriente, los perseguidos de la Tierra Santa. Pero Israel carga la penitencia en la culpa. Poco a poco, los israelitas se orientalizan y, como los árabes, se empeñan en una lucha que ya no será laica sino también religiosa, pasional e instantánea. La orientalización de Israel hace inevitable una nueva guerra, quizás muchas guerras sucesivas, pues la política oriental sólo concibe la negociación como resultado y jamás como impedimento de la guerra.
Félix no quiso decir decir nada. Llegaba vacío al final de una aventura en la que no sabía si actuó de acuerdo con una voluntad, propia o ajena, o si sólo fue objeto ciego de movimientos azarosos que no dependían de la voluntad de nadie.
El Director General le palmeó la rodilla:
– Bernstein debe haberle dado sus razones. No abundaré en las mías. Debe usted pensar lo mismo que el pobrecito de Simón, usted es mexicano, ¿qué le va ni le viene todo esto? Se trata de cumplir un encargo y ya, ¿cómo? Pero sus amigos tienen razón. El petróleo mexicano será una carta cada vez más importante en una situación de guerra permanente en el Mediterráneo oriental. De allí, ¿cómo?, todos nuestros esfuerzos. Es inútil aislarse, señor licenciado. La historia y sus pasiones se cuelan por la rendija universal de la violencia. ¿Estudió usted a Max Weber? El medio decisivo de la política es la violencia. Y como todos, personalmente, poseemos una dosis más o menos amaestrada de violencia, el encuentro es fatal; la historia se convierte en justificación de nuestra violencia escondida. Dirá usted que habló por mí. Piénselo. En este momento se siente exhausto y quiere dar por terminado todo esto. Lo entiendo. Pero le exijo que se pregunte si no queda en usted una reserva personal de violencia, totalmente ajena a la violencia política que le circunda, y que se propone aprovecharla para averiguar lo único que sólo usted puede averiguar, ¿cómo?