Félix y el Director General se miraron largamente en silencio; Maldonado sabía que su propia mirada era algo vacío, opaco, sin comunicación; los espejuelos del Director General, en cambio, brillaban como dos estrellas negras en el seno negro del viejo Citroën.
– Vamos -sonrió el Director General-, creo que llegamos. Perdone mi palabrería. En realidad, sólo deseaba decirle una cosa. La crueldad siempre es preferible al desprecio.
Corrió una de las cortinillas del automóvil y Félix pudo ver que se acercaban al puente de piedra de Chimalistac. El alto funcionario volvió a reír y dijo que los españoles habían aprendido de los árabes que la arquitectura no puede estar en pugna con el clima, el paisaje o las almas. Lástima, añadió, que los mexicanos modernos hayan olvidado esa lección.
– Toda la ciudad de México debía ser como Coyoacán, de la misma manera que toda la ciudad de París, en cierto modo, es similar a la Place Vendóme, ¿cómo? Hay que multiplicar lo bello, no aislarlo y aniquilarlo como por desgracia hacemos nosotros.
El auto se detuvo y el tono del Director General volvió a la sequedad hueca.
– Descanse. Repose. ¿Sí? Cuando se sienta bien, regrese a su oficina. Le esperamos. Es el mismo cubículo de antes. Maleníta le aguarda ansiosa. Pobrecita. Es como una niña y necesita un jefe que sea como su papá. Le cobrará la quincena puntualmente, sin que necesite usted desplazarse y hacer colas. Y cada mes, pase a ver a Chayito mi secretaria. Las compensaciones no pasan por la contaduría pública del ministerio.
Abrió la puerta e invitó a Félix a descender.
– Baje, licenciado Velázquez.
– Hay una cosa que no me ha explicado. ¿Por qué me dijo en la clínica que Sara Klein había asistido a mi sepelio?
La mirada del Director General pareció por un segundo ciega como la arena. Luego suspiró.
– Recuerde mis palabras. Dije que Sara Klein también acudió a la cita con el polvo. En este carnaval de mentiras, señor licenciado, admita al menos una verdad metafórica, ¿cómo?
Brilló el anillo matrimonial de este hombre de vida privada inimaginable. Se le ocurrió a Félix que las ocho mujeres de Barba Azul, incluyendo a Claudette Colbert, no tenían nada que envidiarle a la señora del Director General.
– Baje, licenciado Velázquez. Yo voy a seguir. Y dígale a su amigo Timón de Atenas que recapacite en las palabras de Corneille, con algunos cambios toponímicos. Rome a pour ma ruine une hydre trop fertile; une tete coupée en fait rendtre mille.58 ¿Ve usted? Yo también tengo mis clásicos.
58. Para mi ruina reserva Roma una hidra demasiado fértil; de una cabeza cortada habrán de renacer mil. Cinna, iv, 2, 25.
Félix descendió sin darle la mano. Pero desde la banqueta introdujo las dos manos abiertas en el auto, mostró las palmas con sus signos de vida, fortuna y amor cerca de los espejuelos ahumados del Director General y le dijo con saña:
– Mire. Hay algo que se les olvidó. Tengo mis manos. Tengo mis huellas digitales. Puedo probar quién soy.
El Director General evitó esta vez la risa seca y alta.
– No. También pensamos en eso. Nos reservamos para la próxima vez rebanarle las yemas de los dedos, señor licenciado. Siempre hay que tener un as en la manga. La crueldad debe ser gradual. Pero estoy seguro de que no se expondrá más a nuestra cirugía, ¿cómo?
Cerró la puerta y el Citroën arrancó. Félix estaba frente a la puerta de mi casa en Coyoacán.
LA GUERRA CON LA HIDRA
38
Cuanto llevo dicho es el informe, lo más detallado posible, de lo que Félix Maldonado me contó durante la semana que pasó, recuperándose, en mi casa. Le he dado un cierto orden, pues él me entregó su narración en fragmentos discontinuos, como opera en realidad la memoria. Y la memoria de Félix, ya me lo había dicho por teléfono, tenía algunos derechos. La mía también.
He transcrito con toda fidelidad sus sensaciones del momento, sus descripciones de lugares y personas, los hechos y las conversaciones, así como las escasas reflexiones internas suscitadas por todo ello. Algunos -acaso demasiados- comentarios laterales son exclusivamente míos.
Me doy cuenta, a medida que Rosita pasa mis notas a máquina, de que he reunido cerca de doscientas cuartillas. La muchacha de la cabecita de borrego es una excelente taquimeca, pero las tareas de secretariado no le gustan, las siente por debajo de su dignidad de Mata Hari en potencia. Su novio Emiliano es mucho más dócil, está dispuesto a aprenderlo todo y lee con muchísima atención las páginas que Rosita transcribe.
El caso que convendremos, con el triple agente Trevor-Mann, en llamar la Operación Guadalupe, amerita esa curiosidad. Fue el primero de nuestra embrionaria organización de inteligencia secreta. Las lecciones de esta experiencia piloto habrían de resultarnos de suma utilidad para el futuro.
Conocí bien a Félix Maldonado hace unos quince años, cuando los dos realizamos estudios de post-grado en la Universidad de Columbia en Nueva York. A pesar de ser compañeros de generación, no nos tratamos en la Escuela de Economía de la Universidad de México. Nuestra mal llamada «máxima casa de estudios» no favorece ni los estudios ni la amistad. La ausencia de disciplina y normas de selección impide aquéllos; la plétora indiscriminada de una población de doscientos mil estudiantes dificulta ésta.
Además, las diferencias sociales alejan a los alumnos ricos de los pobres. Yo llegaba en automóvil propio a la Ciudad Universitaria; Félix, en camión. Ni los ricos como yo deseábamos fraternizar con los pobres como Félix, ni ellos con nosotros. Se creaban demasiados problemas, lo sabíamos bien. Ellos se sentían avergonzados de invitarnos a sus casas, nosotros incómodos de su incomodidad en las nuestras. Nosotros pasábamos los fines de semana en las casas privadas de Acapulco; ellos, con suerte, llegaban al balneario de Agua Hedionda en Puebla. Nuestros bailes eran en el Jockey Club; los de ellos, en el Salón Claro de Luna.
Había también el problema de las muchachas. No deseábamos que nuestras hermanas o primas se enamoraran de ellos; ellos, aunque en esto no los secundaran sus padres, tampoco querían que las suyas les fueran birladas por los juniors millonarios como yo.
No era el caso de Félix; se sabían su fidelidad al maestro de historia de las doctrinas económicas, Leopoldo Bernstein, y su amor hacia una chica judía, Sara Klein, compañera nuestra en la escuela. Pero esta era una barrera más. A fines de los cincuenta, las familias judías de México no acababan de ser aceptadas en la buena sociedad, los padres hablaban con gruesos acentos teutónicos o eslavos, se sospechaba que las muchachas eran demasiado emancipadas y, sobre todo, las familias no eran católicas.
La distancia, espontáneamente, derrumbó estas barreras. Mis privilegios nacionales no impresionaban a nadie en Nueva York y en cambio Félix los aceptaba de manera natural sin estimar que por ello dos jóvenes mexicanos en los Estados Unidos debían cultivar rencores sociales, sino aliarse amistosamente para compartir bromas, recuerdos y lengua.
Félix sentía una pasión por el cine y su historia; la cinemateca del Museo de Arte Moderno le colmaba de gusto y me invitó varias veces a acompañarle en sus excursiones de descubrimiento de Griffith, Stroheim y Buñuel. Yo nunca le dije que ya había visto todo eso en el Instituto Francés de la calle de Nazas, donde dos veces por semana un espigado y joven poeta español de cabellera prematuramente encanecida nos daba, a los trescientos y algunos más, lúcidas clases de cultura cinematográfica antes de que todos guardásemos un silencio religioso ante las fluidas ondulaciones de la Swanson y las férreas del Potiomkin.
Por mi parte, yo descubrí el teatro en Nueva York y la pasión de Félix por el cine sólo fue comparable a la mía por Shakespeare. Dediqué un verano a seguir las representaciones shakespearianas en el Festival de Ontario y a lo largo de lo que entonces se llamaba «el circuito de los sombreros de paja» en pequeños teatros estivales de la costa de Nueva Inglaterra. Invité a Félix a acompañarme y vencí sus resistencias ofreciéndole un trato: él sería mi huésped en los teatros y yo el suyo en los cines.
Así se selló nuestra amistad y en septiembre, al iniciarse nuestro segundo año en Columbia, decidimos vivir juntos y tomar un pequeño apartamento en el edificio Century del lado démodé de Central Park, el oeste. Félix me puso una condición: que yo recortase la mesada que me enviaba mi padre hasta igualar la suma exacta de la beca que él recibía del gobierno. Acepté y nos instalamos en el apartamento amueblado de una sola pieza más baño y kitchenette. Compartimos el Castro Convertible que de día era sofá y de noche cama. Convenimos en no recibir muchachas sino en las tardes y colgar un letrero en la puerta de entrada cuando no queríamos ser molestados. Nos robamos en la calle 68 una pancarta de obras públicas que decía MEN AT WORK y la utilizamos para darnos aviso mutuo.
Hablábamos mucho de México, sentados frente al panorama que era nuestro único lujo: la vista del Hudson al atardecer desde la ventana del vigésimo piso. El padre de Félix había sido uno de los escasos empleados mexicanos de las compañías petroleras extranjeras. Trabajaba en Poza Rica para la Compañía El Águila, subsidiaria de la Royal Dutch, como contador.