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Relativamente bajo de estatura, con una cabeza demasiado grande para mi cuerpo pequeño y esbelto, la calvicie acentuaba mi pequenez; intentaba compensar la alopecia con un bigote ancho, negro y grueso.

Le expliqué en términos muy generales de qué se trataba. No entré en demasiados detalles. No deseaba prejuiciado en exceso; además, sabía que sólo los incidentes personales motivaban la acción de Félix Maldonado y no los argumentos políticos abstractos: el petróleo era la vida de su padre, no una ideología determinada. Me recordó que era judío converso, aunque no practicante, para darle gusto a su mujer. Me preguntó si nunca me había casado; me había perdido la pista por completo. No, yo era un solterón de treinta y ocho años. Quizás algún día.

Establecimos un código simple, las citas de Shakespeare; alquilé el cuarto en el Hilton como una especie de panal al que acudirían abejas de distinta estirpe y allí plantamos muy cuidadosamente los documentos falsos pero con todas las apariencias de verdad. Félix se quejó.

– Me has dado muy pocos nortes. Temo equivocarme.

– Es mejor así. Sólo tú puedes cumplir esta misión. Cuando algo te sorprende, siempre reaccionas con imaginación. Si no, actúas rutinariamente. Te conozco.

– Entonces me considero libre de proceder como mejor lo entienda.

– De acuerdo. Nuestra premisa es que carecemos de información o de proyectos para contrarrestar las ambiciones que nos amenazan. Vamos a actuar solos, sin más elementos que los que merezcan nuestra confianza y sin más recursos que los de mi propia fortuna.

Me miró de una manera extraña; a veces la memoria desdeña su nombre verdadero y se nubla de emociones que no son sino recuerdos.

– Qué bueno volverte a ver.

– Sí, Félix, qué bueno.

– Fuimos muy buenos amigos, amigos de veras, ¿no es cierto?

– Más que eso. En Columbia nos llamaban Castor y Pólux.

Aproveché el momento e intenté un primer acercamiento personal; lo acompañé de un acercamiento físico, de intimidad, rodeando su espalda con mi brazo, esperando algún temblor que delatara su emoción.

– Tengo prejuicios -me dijo-. Estoy casado. Con una chica judía. Tengo muchas relaciones en ese medio.

Retiré mi brazo.

– Lo sé perfectamente. También sé que el gerente inglés de Poza Rica le daba la espalda a tu padre cuando lo recibía.

– Eso no puede volver a suceder.

Lo miré con una gravedad triste que intencionalmente mezclaba las relaciones personales con las profesionales.

– Te equivocas.

– Pero sabes que yo haré cualquier cosa para que no pueda volver a suceder, ¿verdad?

Contesté indirectamente a su pregunta; el chantaje sentimental al que lo sometía debía quedar implícito.

– Escucha esto.

Acaricié las teclas de la grabadora de bolsillo que siempre guardo en el interior de mi saco; apreté una de ellas y se escuchó mi voz sin que yo dijera palabra. Félix me miró sin más asombro que el que merecería un ventrílocuo de cabaret, hasta que otra voz, con grueso acento norteamericano, contestó a la mía:

«-… en Tabasco y Chiapas. Los Estados Unidos requieren seis millones de barriles diarios de importación para el consumo interno. Alaska y Venezuela sólo nos aseguran las dos terceras partes de ese suministro. México tendrá que vendernos la tercera parte faltante.

»-¿Por las buenas o por las malas?

»-Preferiblemente por las buenas, ¿correcto?

»-¿Creen ustedes que estallará una nueva guerra?

»-Entre las grandes potencias no, porque el arsenal nuclear nos condena al terror de la extinción o al equilibrio del terror. Pero los países pequeños serán el escenario de guerras limitadas con armas militares convencionales.

»-Y también de contiendas limitadas con armas económicas igualmente convencionales.

»-Yo me refería a las armas que empleamos en Vietnam; todas se relacionan con su profesión, usted lo sabe, las guerras limitadas y convencionales significan el auge de la industria petroquímica, usted lo sabe, napalm, fósforo, armas de defoliación de las selvas…

»-Y yo me refería a armas más convencionales, chantajes, amenazas, presiones…

»-Así es, son ustedes muy vulnerables porque dependen de tres válvulas que nosotros podemos cerrar a nuestro antojo, compras, financiamiento y venta de refacciones.

»-Nos beberemos el petróleo, pues, a ver a qué nos sabe…

»-Ugh. Mejor adáptese al futuro, amigo, la Dow Chemical está ansiosa de asociarse con usted, es una garantía para la expansión y las ganancias de su empresa, se lo aseguro. En la década de los ochenta, México contará con una reserva probada de cien mil millones de barriles, la más grande del Hemisferio Occidental, la segunda del mundo después de Arabia Saudita. No pueden sentarse eternamente sobre ella, como el proverbial indio dormido sobre una montaña de oro…»

Con la mano dentro de la bolsa de mi saco, interrumpí la grabación. Me divertí sacudiendo mi dedo índice frente a la cara de Félix, de la misma manera que el gringo lo hizo conmigo cuando me visitó en las oficinas de mi fábrica.

– Estamos al filo de la navaja -le dije a Félix-. Podemos amanecer un buen día con todas las instalaciones petroleras ocupadas por las fuerzas militares de los Estados Unidos.

– Tendrían que ocupar el país entero, no sólo los pozos y las refinerías -contestó Félix, ensimismado, como si acabase de escuchar un diálogo espectral entre su padre y el gerente inglés de Poza Rica.

– Así es.

– Entiendo que acudas a mí, conoces mi debilidad sentimental, la historia de mi padre -dijo sin asomo de cinismo-. Pero tú, ¿por qué haces todo esto? Tú debías ser conservador.

– Lo soy, Félix. Llámame un conservador nacionalista, si quieres. Me gustaría conservar eso, un proyecto nuestro y evitar que jueguen con nosotros los bandos extranjeros.

– ¿Debo estar en contacto con alguien más que contigo?

– No. Sólo conmigo. Te mandaré ayuda cuando sea necesario. Dinero. Amigos.

– ¿Hay alguien más?

– Los verdaderamente necesarios. Piensan como tú y yo. Somos pocos, pero no estamos solos.

– ¿Cómo te debo llamar?

– Timón. Timón de Atenas.

– Cómo no. La vimos en un teatro al aire libre en Conrtecticut. Es un hombre de enorme fortuna que adquiere, también, los corazones. Algo así dice Shakespeare, ¿verdad?

– Vas a tener que releerte las obras completas para que nos entendamos.

– ¿Sabes una cosa? No te hubiera reconocido en la calle.

– Cómo no, Félix. Pero no olvides mi voz. Todas nuestras comunicaciones serán por teléfono. No nos volveremos a ver hasta el final. No confíes en nadie.

– Tengo prejuicios. Bernstein fue mi maestro.

– ¿Sabes lo que era el Irgún Tsvai Leumi?

– No.

– Una organización de terroristas judíos tan terroristas como cualquier grupo de la O.L.P.

– ¿Quieres decir que luchaban por una patria contra los ocupantes ingleses? Oye, yo vi cómo se las gastaban los ingleses en Poza Rica.

– No es cierto. No habías nacido.

– Lo vio mi padre. Es lo mismo.

– Los palestinos también luchan por una patria. El Irgún no se limitó a actos de terrorismo contra los ingleses; al mismo tiempo, exterminó a cuanto árabe encontró en su camino.

– Me resulta muy abstracto todo esto.

– Te daré un ejemplo concreto. El 9 de abril de 1948, nuestro profesor Bernstein participa en la matanza de todos los habitantes de la aldea palestina de Deir Yassim. Doscientos muertos, en su mayoría niños, mujeres y ancianos. Esto sucedió tres años después de la muerte de Hitler.

La información no conmovió a Félix. Hacía falta el elemento personal, enterarse de que Bernstein había logrado lo que Félix nunca quiso ni pudo lograr, acostarse con Sara; hacían falta la muerte de Sara, el relato de la tortura del llamado Jamil, el asesinato de Harding para que Félix entendiera mis palabras de despedida, cuando nos pusimos de acuerdo en las grandes líneas de la «Operación Guadalupe» y él fue por primera vez al cuarto del Hilton:

– Verás que nadie tiene el monopolio de la violencia en este asunto.

Hacía falta el exterminio de la familia de Simón Ayub por los palestinos en el Líbano; hacía falta la muerte de mi hermana Angélica a manos de Trevor-Mann y su aliada Dolly.

40

Félix me contó lo que aquí he escrito. Ahora me correspondía a mí darle mi versión de los hechos, la versión global de lo que Félix sólo había vivido y comprendido parcialmente. Mi tarea se dificultaba porque Félix, sin decírmelo, creía saber más como actor que yo, pues suponía que yo no me había movido de mi biblioteca durante los pasados diez días. Una vez más, él aparecía como el hombre al que le tocaba vivir la parte difícil de la vida; yo, como el comodín al cual todo se le facilitaba.

En más de una ocasión, durante esa semana en mi casa, temí que Félix sintiera rabia y compasión de sí mismo al mirarse al espejo y desconocer su cara humillada. Cuchillos y puños ajenos jugaron con lo más distintivo que tiene un hombre como si fuera plastilina. Y temí también que al hacerlo, reconociese en esa manipulación física algo más intolerable, una manipulación moral. Emiliano y su novia ya me habían hablado del irritado orgullo de Félix cuando supo que no era el único depositario de mi confianza. Temí, en fin, que apareciese brutalmente un rencor hasta entonces latente o que, sumergido por el cariño muy real que nos unía, Félix convirtiese el rencor, pura y simplemente, en dolor.

El dolor de Félix Maldonado, lo sabía desde que murió su madre, tendía a encontrar cauces desorbitados. Esa noche desvirgo a Mary en nuestra cama. Otra, cuando se enteró de que Sara era la amante de Bernstein, agredió físicamente al profesor en casa de Angélica y Mauricio. El dolor y en seguida la fatiga del dolor, alejaban a Félix de su deber, lo conducían a poseer el cuerpo de Mary o a visitar el cadáver de Sara.