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– ¿Por qué insistieron en esa versión falsa en la clínica, cuando todo había pasado?

– Simplemente, para que la creyeras y te alejaras de la versión real de los hechos. Al Director General no le interesa que nadie ande diciendo que quiso asesinar al Presidente. Ni siquiera como hipótesis.

– ¿Es algo más que eso? ¿Existe alguna prueba?

Afirmé fingiendo tranquilidad:

– La libertad de Mauricio Rossetti. Ha sido extraditado. La justicia mexicana, en este caso, ha sido expedita. Se atribuye la muerte de Angélica a un accidente. El cargo de Trevor no prosperó. Rossetti ha sido reinstalado en su puesto de secretario privado del Director General. Le debe todo a su jefe y sabe por qué se lo debe: Rossetti es el único que conocía el plan A. El Director General le ha procurado la libertad a cambio del silencio. No teme chantaje alguno. Sabe que Rossetti perderá algo más que la libertad si habla: la vida.

– En cambio Ayub me pidió que no fuera a Palacio. Tú dices que por instrucciones de su jefe. Pero en realidad Ayub es enemigo del Director General; le hubiera convenido convencerme para que fracasara el plan A. Se hubiera vengado de un hombre que primero encarceló y luego mandó matar a la familia de Ayub en Líbano.

– El Director General corrió ese riesgo. Pero su audacia, te repito, siempre es inteligente. Si tú te dejas convencer por Ayub, la vida del pequeño siriolibanés y la de su familia no hubieran valido un cacahuate.

– La verdad es que no valieron un cacahuate.

– Convence a un hombre condenado a morir mañana que sería mejor morir hoy. Eso sólo pasa en el corrido de La Valentina.

– Por lo visto, debo darme de santos. Ese viejo siniestro ha sido de lo más decente conmigo, comparativamente.

– Es cierto. Si el plan A no hubiese fracasado, te habría dado todo lo que te prometió en la clínica: pasaportes, pasajes y dinero para ti y para Ruth.

Félix manejó peligrosamente la pistola, apuntándomela al pecho. Pero yo sabía que su cólera potencial ya no estaba dirigida contra mí.

– Carajo, ¿entonces quién fue tiroteado en el campo militar y enterrado al día siguiente con mi nombre?

– Enterrado, sí, pero también exhumado.

Miré distraídamente el San Sebastián encima de la chimenea, un buen ejemplo de la pintura colonial del siglo XVII. Si la cara de Félix era la de Velázquez, su cuerpo era el del mártir. Pero las flechas no eran sino palabras. Regresé pausadamente a mi sillón y volví a esconder el rostro detrás de las manos unidas.

– Ves, yo también trabajé un poquito, Félix. Cada quien puso a jugar sus influencias y como en este país no hay más ley que esa, me permitieron exhumar el cadáver enterrado con tu nombre.

Félix se inclinó ante mí y me tomó de los hombros.

– ¿Quién es?

Aparté mis manos y lo miré fijamente.

– Un muchacho palestino. Era maestro de escuela en los territorios ocupados. Se enamoró de Sara Klein. Fue torturado. Los agentes del Director General lo ubicaron y le dijeron que Sara estaba en México, acompañando a Bemstein, el responsable de las torturas que sufrieron ese muchacho y su madre. Le dijeron que Sara era amante de Bemstein. El muchacho se enloqueció. Un palestino apasionado es la pasión misma, Félix. El Director General le procuró documentos, lo hizo pasar a Jordania en secreto y de allí el chico voló a México. Quizás quería matar a Sara o a Bemstein o a los dos, no lo sé. No tuvo tiempo. Antes lo mataron a él, lo metieron en una celda del campo militar diciendo que eras tú desmayado y el resto de la historia la sabes.

Félix soltó mis hombros.

– Jamil.

– Así lo llamó Sara en el disco. En realidad su nombre era Isam Al-Dibi. Se parecía bastante a ti. Hubiera sido el asesino ideal de Sara Klein. Pero el Director General no pudo prever ese acontecimiento. No se puede tener todo en la vida. Bastante trabajo le dio seguirte para obtener el anillo. No lo obtuvo. Eso es lo importante.

– Pero sí averiguó quién eres tú, la existencia de la organización, todo lo que…

– Porque yo quería que lo averiguara. Y lo quería porque es importante que las dos partes sepan de nuestra existencia. La regla del discurso político es la duplicidad. La del discurso diplomático, la multiplicidad. El espionaje es una contracción de ambos: doble y múltiple a la vez.

Félix se dejó caer en el sillón junto al mío, como si desease interrumpir una conversación que le fatigaba más, al escucharlos narrados, que los hechos mismos que vivió. Paseó la mirada extraviada por el decorado, los espejos patinados, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, las taraceas opulentas, las molduras, los peinazos y entrepaños, la labor de torno de las mesas y las sillas de esta mansión que compré, un día, a los herederos de un viejo millonario llamado Artemio Cruz.

Al cabo dijo con una voz tan hueca como la del hombre al que inconscientemente mimaba:

– Entonces el Director General asesinó a Jamil.

– A Isam Al-Dibi, sí.

– Pero era un palestino, un hombre que sufrió…

– Te dije que nadie tiene el monopolio de la violencia. Tampoco el de la injusticia. Mucho menos el de la moral.

Me miró con la mirada perdida:

– ¿Cómo te enteraste de todo esto, los planes del Director General, la muerte de Jamil…?

Esperé antes de contestarle. Temía mi propia respuesta. Pero todas las razones del mundo, las más subjetivas, también las más objetivas, me comprometían a decirle la verdad a Félix Maldonado.

– Angélica me lo contó. Tú la conociste. Era muy nerviosa. No soportaba sentirse culpable. Menos aún, sentir que había fracasado. Me lo contó por un solo motivo: su desprecio hacia Rossetti. Era muy locuaz. Tú la conociste.

– ¿Por qué querías que las dos partes supieran de tu existencia? No creo que se asusten mucho. Lo que saben es que somos muy pocos, unos pigmeos al lado de ellos.

– Precisamente. Creerán que somos más insignificantes de lo que realmente somos o vamos a ser. Continuarán subestimándonos.

– ¿A pesar de que les ganaste la partida del famoso anillo?

– Sí. Están convencidos de que nos será inútil. Primero, porque ya sabemos lo que contiene. Segundo, porque no nos creen capaces de descifrar su contenido. Por ello repetirán la misma treta y volveremos a ganarles.

Félix me observó sin demasiada convicción.

– Es lo mismo que dijo Trevor en Houston. Me imagino lo que había en el anillo. ¿Cómo descifraste su información, si es que la descifraste? Me has dejado fuera de tantas cosas…

Reí.

– A ti hay que explicártelo todo, Félix. No deduces nada por ti mismo porque estás demasiado preocupado por ti mismo. Cuando no lo estés, serás de verdad un buen agente.

– ¿Quién te ha dicho que quiero serlo? -me devolvió la risa.

Pasé por alto la impertinencia. Félix merecía un sentimiento de triunfo que me permitiera pasar, sin brusquedad, a un tema neutro. No soltaba la pistola, pero la mantenía como un juguete en la mano.

– Es una técnica diabólicamente ingeniosa -le expliqué y le invité a que pasara conmigo a la capilla.

41

Caminé hasta un estante de libros y apreté el lomo quebradizo de mi edición in folio de Timón of Athens; el estante giró sobre sus goznes, abriéndonos el paso hacia la antigua capilla de la casona colonial. Félix me siguió sin soltar la pistola; cerré la falsa puerta detrás de mí y encendí las luces del pequeño oratorio, totalmente enjalbegado y desnudo de muebles, con la excepción de un atril de fierro.

El piso de tezontle se detenía al pie de un altar de madera blanca con filetes dorados. Allí había un cofre de hostias y un sagrado; encima de ellos, un cuadro de la Virgen de Guadalupe.

Abrí el cofre y saqué la piedra blanca del anillo de Bernstein. Se la mostré, sostenida entre el pulgar y el índice, a Félix.

– Dentro de esta piedra hay doscientas imágenes reducidas a la dimensión de otras tantas puntas de alfiler. Cada una está impresa sobre una película finísima de alto contraste y alta resolución fotosensitiva. Pero no se trata de fotografías que sólo imprimen las diferentes intensidades de luz del objeto, sino de holografías que también retienen la información de todas las fases de las ondas de luz que emanan del objeto. Al contrario de la película normal, el holograma retiene, si se quiebra o se corta, la totalidad de la imagen en cada una de sus porciones. La razón es muy simple: la luz del objeto no está ubicada en un solo punto de la película, sino que está diseminada a través del espacio entre el objeto y el holograma.

Coloqué el anillo de Bernstein en la cabeza giratoria del atril y apagué las luces. Regresé al altar y le pedí a Félix que se colocara junto a mí. Extraje del sagrado un estuche electronico pulsátil, sensible al apoyo de mis dedos y le pedí a Félix que no mirara la luz que se proyectaría desde atrás de nosotros para chocar contra los puntos precisos del anillo en rotación determinada por mis impulsos.

– La maravilla de este objeto es que, impreso por rayos láser, sólo funciona si su fuente de luz, al proyectarse, es otro laser. Verás.

Oprimí mi estuche electrónico y desde el ojo izquierdo de la Virgen de Guadalupe un rayo de luz delgado y preciso como una navaja punzó la superficie del anillo. Oprimí mi comando de velocidades.

Frente a nosotros, sobre el muro encalado, comenzaron a proyectarse las imágenes virtuales, dotadas de movimiento, color y efecto estereoscópico, de extensiones de territorio fotografiadas desde el aire. Cada una llevaba sobreimpuesto el nombre de la región de la cual se trataba. En seguida, se proyectaban, con una realidad alucinante, presente, al alcance de la mano, las imágenes de la roca caliza correspondientes a la región fotografiada, las reproducciones en vivo de los registros eléctricos, magnéticos, gravitacionales y sismológicos del subsuelo, las lecturas refractarias de las capas impermeables, inferencias, presiones y temperaturas, hologramas de la conificación de los yacimientos y el cálculo matemático de la cantidad de fluido que contenían: un espléndido y espantoso retrato subterráneo de México, el descenso tecnológico de Laser al infierno mitológico de Mictlan, la fotografía en ebullición de las arterias, los intestinos, el tejido nervioso de un territorio cuadriculado, explorado metro por metro como por una sonda con la mirada atroz de Argos.