Cactus, Reforma, La Venta, Pajaritos, Cotaxtla, Minatitlán, Poza Rica, Atún, Naranjos en la vertiente del Golfo y de Rosarito en la Baja California a los llanos entre Monterrey y Matamoros en el Norte, de Salamanca en el Centro a Salina Cruz en el Pacífico, la red completa de oleoductos, gasoductos, propanoductos, poliductos y ductos petroquímicos, las plataformas de perforación submarina, las plantas de absorción, lubricantes y criogénicas, las baterías de separadores, las refinerías y los campos en operación.
Ni un solo lugar, ni un solo dato, ni una sola estimación, ni una sola certeza, ni una sola válvula de control del complejo petrolero mexicano escapaba a la mirada de piedra fluida del anillo de Bernstein; quien lo poseyera y descifrara tendría a la mano toda la información necesaria para interrumpir, ocupar o aprovechar, según las circunstancias, el funcionamiento de esa maquinaría, la hidra fértil a la que se refirió el Director General, que la piedra del anillo de Bernstein proyectaba en la pared como las sombras de la realidad en la cueva platónica.
Apoyé los dedos sobre el tablero de mano. La luz del ojo de la Virgen se extinguió. La cabeza del atril cesó de girar. Encendí las luces. Retiré la piedra blanca del aparato giratorio y la devolví al cofre de las hostias.
Regresamos sin decir palabra a la biblioteca. Oprimí el lomo de Timon of Athens y el estante recobró su posición acostumbrada.
42
– ¿Quieres saber algo más? -le pregunté arqueando las cejas mientras le ofrecía una copa de coñac.
Rechazó la copa; tenía la mano ocupada jugueteando con la pistola. Pero contestó mi pregunta con otra:
– ¿Quién mató a Sara Klein?
Miró mis ojos grises con la misma frialdad con que yo miré sus ojos negros.
– Ah, eso es lo único que no sé.
– Entonces lo tendré que averiguar yo. ¿Sabes quién es la monja?
Suspiré hondo, negué con la cabeza y bebí rápidamente un sorbo de coñac.
– Te pedí con Emiliano y Rosita que averiguaras el número de placas del convertible en el que iban los niños bien que llevaron serenata esa noche…
Saqué un pedazo de papel de la bolsa y se lo entregué.
– ¿De quién es el automóvil? -insistió.
Metí las manos en las bolsas del saco cruzado.
– No sé. Las placas corresponden a un taxi de ruleteo.
– ¿Cómo se llama el propietario de las placas?
– Un tal Guillermo López.
– Don Memo -murmuró Félix y me miró por primera vez con desconfianza.
Caminé fingiendo indiferencia hasta la chimenea, tomé unas tenazas negras y aticé el fuego moribundo. Dejé que Félix mirase largamente mi espalda, el corte de mi traje azul de finísimas rayas blancas.
– ¿Algo más, Félix? -dije dándole siempre la espalda.
– Ruth -dijo Félix con una voz de sonámbulo-, necesito ver a Ruth, ¿cómo voy a explicarle?
– No dejes de verla. Te aseguro que no tendrás problemas. Se alegrará de saber que estás vivo. Créeme. Y cuando hayas visto a Ruth, ¿qué piensas hacer?
– El Director General dijo que me llamo Velázquez, que tengo mi oficina, mi secretaria, mi sueldo -dijo Félix con ese humor forzado que reclama su propia negación.
– Acepta su oferta. Nos conviene.
– ¿Nos conviene?
– Naturalmente. Félix Maldonado está muerto y enterrado. Diego Velázquez es su sustituto ideal. Nadie lo busca. Nadie lo reconoce. No tiene pasado. No tiene cuentas pendientes.
Escuché el paso de Félix detrás de mí, amortiguado por el espeso tapete persa. Luego sus tacones chocaron sobre el piso de tezontle alrededor de la chimenea. Me tomó de los hombros y me obligó a mirarle. Su mirada era muerta; también era mortal.
– Me estás repitiendo lo que me dijo el Director General…
Solté las tenazas; cayeron con estrépito sobre la piedra ardiente del hogar.
– Tenía razón. Suéltame, Félix.
Me libré de sus manos pero no me alejé de él.
– Ahora nos eres más valioso que nunca -le dije con los labios tiesos-. A todos nos interesa que no vuelvas a ser quien eres, sino que sigas siendo otro. El espía perfecto no tiene vida personal, ni mujer, ni hijos, ni casa, ni pasado.
Lo dije de la manera más flemática posible. Nuevamente, contestó con la contrapartida de la fatalidad.
– No te entiendo. Yo no importo. Pero no entiendo este juego. Volverán a reunir toda la información, la partida se reiniciará igual que antes…
– Para ti, se inició de veras en un taxi, ¿recuerdas?, ese fue el momento del vuelco, Félix, ese paso insensible de la realidad a la pesadilla, esa rendija por la que se cuela cuanto parece cierto y seguro en tu vida para volverse incierto, inseguro y fantasmagórico. ¿Crees que puedes regresar impunemente a la situación anterior, recobrar la realidad que perdiste para siempre, volver a ser el oscuro burócrata, tenorio y marido que se llamaba Félix Maldonado?
Corrí el riesgo de tomar la mano de Félix, de que sintiera de cerca mi piel seca, de saurío.
– Te necesito, Félix. Tienes razón. La partida se reiniciará. Es como una justa entre caballeros con miedo y con tacha en un laberinto sin luces. La próxima vez, sin embargo, se encontrarán con un adversario no sólo más fuerte, sino distinto. Y así sucesivamente. Por eso quise que esta vez me conocieran, para que la siguiente vez me desconozcan. Y tú me seguirás necesitando porque soy la única persona en el mundo que te seguirá llamando Félix Maldonado.
– Ruth…
– No, no me respondas. Vas a ofenderme gravemente si me subestimas. No cometas el mismo error de nuestros enemigos. No me subestimes ni subestimes mis capacidades de metamorfosis. ¿Sabes? La calvicie puede ser una ventaja en estos casos. Basta una peluca entrecana con un mechón displicente, rasurarme el bigote, abultarme con maquillaje, exageradamente, los párpados, añadirme unas cuantas arrugas, hacerme la nariz un poco más aguileña, hablar con cualquiera de los acentos ingleses que aprendí en los teatros viendo obras de Shakespeare contigo. Aunque a veces es preferible citar a Lewis Carroll. Welcome to Wonderland.
– Trevor…
– And you, my friend, would have to take on the role of the March Haré…
– Pero Angélica era tu hermana…
– Poor Ophelia. No te sueltes de mí, Félix, aunque mi piel te repugne. Añade un acento neutro de colombiano, interjecciones madrileñas de hace ochenta años, cáspita, abur, recórcholis… ¿Me estás siguiendo, Félix?
– Pero estabas sirviendo a los árabes en Houston…
– Ellos me conocen como Trevor, un homosexual inglés expulsado de la Foreign Office por riesgo a la seguridad, los israelitas y la C.I.A. me conocen como Mann, agente mercenario cubierto por un empleo itinerante con la Dow Chemical, tú como Timón de Atenas, tu viejo compañero de escuela y dueño de una empresa petroquímica en México. Sirvo a todos para servirme de todos y para que todos me teman. No estoy sentado en mi biblioteca esperando tus telefonazos, Félix, mientras tú expones la piel. Recibo tu telefonazo en México anunciándome la muerte de la pobre Ofelia -es la única vez que de verdad me sorprendiste- y a las tres horas estoy en Houston con una cabeza de senador romano y una imitación pasable de Claude Rains; mañana vuelo a Washington en cuatro horas y me presento en las oficinas de la C.I.A. en Langley como el incierto Mr. Mann, un ligero acento teutón y otra imitación pasable de Conrad Veidt…
Solté la mano de Félix sólo porque me faltó el aliento para seguir hablando, sólo porque sin palabras no podía tocarlo, sólo porque quise que tuviese las manos libres para hacer lo que quisiera, le estaba dando esa libertad, al fin le había demostrado que yo también me arriesgaba, que él no era el único en vivir la parte peligrosa de la vida; al fin cancelaba esa deuda de nuestra juventud.
– Pero Angélica era tu hermana -replicó Félix con la voz, la mirada, el cuerpo incrédulos y la mano con la pistola colgándole inerte.
Ahora lo miré con tranquilidad.
– Félix, ¿qué piensas hacer cuando salgas de mi casa?
– No sé. No sé qué decir. Buscaré a Ruth.
– Sí. ¿Y después?
– Ya te lo dije. Tendré que averiguar quién mató a Sara.
– ¿Para qué? Sara Klein murió dos veces, de niña en Alemania y de mujer en Palestina. Su asesinato en México fue una mera formalidad.
– Tú no la amabas.
– ¿Vas a comprometer toda nuestra operación lanzándote a una pesquisa idiota que nada tiene que ver con lo nuestro, vas a poner en entredicho cuanto hemos logrado sólo para satisfacer tu vanidad de amante platónico y vengarte de la muerte de la única puta israelita que nunca se acostó contigo mientras te cornamentaba con un viejo profesor judío y un joven terrorista palestino?
Me apuntó directamente al pecho con la pistola.
– Tú no la amabas, cabrón.
– Dispara, Félix. Dale un giro de tuerca a la leyenda. Esta vez, Pólux mata a Castor. Los dos no pueden ser inmortales, ¿sabes?, sólo uno.
– Tú no la amabas, cabrón.
Me acerqué a él; volví a tomarle la mano, pero esta vez la mano armada. Le quité la pistola y hablé muy cerca de su cara.
– Ah, la pasión vuelve a levantar su espantosa cabeza de hidra. Corta una y renacerán miles, ¿verdad? Llámala celos, insatisfacción, envidia, desprecio, miedo, asco, vanidad, terror, escarba en los motivos secretos de todos los que hemos participado en esta comedia de errores, Félix, y ponle a la pasión el nombre que quieras. Nunca acertarás, porque detrás de cada nombre de la pasión hay una realidad oscura, política o personal, da igual, que nadie puede nombrar y que te impulsa a disfrazar de acción, lícita o ilícita, también da igual, lo que sólo es pasión, hambre, padecimiento, deseo, un amor que se alimenta de su odio y un odio que se alimenta de su amor. ¿Crees ser subjetivo? Nutres la objetividad. ¿Crees ser objetivo? Nutres la subjetividad. Igual que en una novela, donde las palabras acaban siempre por construir lo contrario de sí mismas.