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– ¿Quiénes somos todos? -dijo Félix.

Sergio entrecerró los ojos y se rascó una tetilla.

– Oiga, ¿que es usted de la poli o qué? Todos los tecolotes son medio pendejos, pero usted es el mero campeón. Yo vine a coger, no a contestar preguntas pendejas.

– Está bien -dijo Félix y caminó hacia la puerta con el cuaderno bajo el brazo.

Se detuvo en el umbral y le dijo a Licha:

– Lástima de chaparrita linda. Tu cuerpo de uva va a amanecer agujereado un día, y no como te gusta ni por quienes te gustan.

Félix dio media vuelta y salió del cuarto; Licha lo siguió al pasillo sombrío y húmedo. Lo tomó de la manga y lo volvió a abrazar. Sergio los miró, divertido, desde la cama.

– Corazón, yo sé lo que tú quieres, espera.

– Me lees el pensamiento.

– Espera, ¿quieres saber quién mató a esa muchacha que estaba en Gayosso, verdad?

– Te digo que eres pitonisa.

– Corazón, ahorita corro a este rotito, quédate conmigo, ámame tantito y yo te ayudo a encontrar al que la mató, palabra. Ándale, entra, deja ese cuaderno y vamos a querernos como tú sabes.

– Te está esperando tu bebé, Lichita.

– No me martirices, corazón. Cada quien hace su luchita. Los centavos no alcanzan. Anda, devuélveme el cuaderno. No tiene nada que ver con lo que andas buscando, palabra.

– ¿Entonces para qué lo quieres?

– Piensa en el pobre de don Memo, tan bueno. Va a estar perdido sin su lista de clientes. ¿Quieres de plano amolarlo? ¿Qué te ha hecho? Anda, corazón, no hay que ser…

Félix apartó a Licha. El rostro despintado de la mujer mostró los colmillitos de rata; se le fue encima a arañazos a Félix, sin preocuparse de que la bata se le abriera y los senos le rebotaran pequeños pero firmes y las injurias se le escaparan de los labios torcidos, cabrón, ¿qué sabes de nosotros?, ¿qué chingados sabes de los que tenemos que jodernos para no morirnos de hambre?, cabrón comemierda.

Los pitidos de los globeros llegaban desde la plaza. Licha se desinfló como un globo pinchado entre los brazos de Félix. Él le apretó juguetonamente la naricilla colorada.

– Ándale, chata, deja que termine este asunto y vuelvo a verte.

– ¿Palabra, corazón? ¿Palabra, santo? Es que me gustas con ley.

– ¿Qué quieres saber, Lichita?

– Tú eres el preguntón, no yo.

– Porque quieres saber lo que no sé oyéndome preguntar.

– ¿Para qué quieres el cuaderno de don Memo? Tú mismo dijiste que no trae nada…

– Dos cabezas piensan mejor que una, Lichita. Puede que yo no entienda nada de este cuaderno, pero el Director General sí.

– ¿Se lo vas a enseñar al viejo?

– Claro. Con sus anteojos negros, de repente lee por qué te interesa tanto recuperar un cuaderno que no dice nada el diez de agosto.

– Te juro que no tiene nada que ver con Simón ni con el viejo tenebras.

– ¿Tanto miedo le tienes?

– Hubieras visto a Simón, toditito agujereado…

– Escoge, Lichita. O todo está ligado, tú, don Memo, Simón, el Director General y la muerte de la muchacha…

Licha sólo tenía fuerzas para temblar débilmente:

– No, papacito, te lo juro por mi madre…

– O se trata de dos cosas distintas. Escoge.

– Sí, corazón, es como tú dices, al hospital fui como enfermera, por amistad con Simón, no sabía de qué se trataba, no tiene nada que ver con el coche ni con Memo, por mi madre, es como tú dices, son dos cosas distintas.

– No tiembles tanto, Lichita. Si me estás diciendo la verdad, no debes temer. Pero la policía puede entender otra cosa. Pueden creer que todo es parte del mismo asunto, ¿me entiendes?, que tú y don Memo saben de un atentado contra el Presidente, ¿me entiendes?, y el Director General no se anda con cuentos, te consta, sabe cerrar las bocas para siempre.

– ¡Jijos! -exclamó Sergio brincando de la cama y corriendo en busca de sus calzoncillos-, yo nada más vine a coger, ¿qué relajo es éste?

– Métete esto en la cabeza, Licha -continuó Félix mientras Sergio se vestía de prisa-, esa muchacha asesinada era la amante del enemigo mortal del Director General. El viejo va a sacar cuentas y luego va a exigirlas.

– Eso no, papacito, corazón, lo que quieras pero no nos eches encima al viejo…

– Oye, babosa, ¿qué relajo es éste? -dijo Sergio mientras se metía nerviosamente los pantalones entre las piernas-, ¿en qué lío me andas metiendo?

– Sólo quiero la verdad -dijo Félix sin escuchar a Sergio.

– Corazón, yo le debo todo a don Memo, ya te lo dije, no me obligues a traicionarlo, ya te lo dije, hay que ganarse la vida.

– A veces hay que ganarse la muerte.

– ¡Le tengo miedo al viejo, papacito, le tengo miedo!

– La verdad.

Sergio se anudaba la corbata. Licha lo miró y luego colgó la cabeza atarantada.

– Cuéntale, Sergio.

– Yo no sé nada de tus enjuagues, cabrona -Sergio se puso el blazer.

Félix miró con atención al muchacho pequeño y elegante.

– ¿Tú usaste las placas de don Memo el diez de agosto?

Sergio ladeó su ridicula cabecita rubia, aún más pequeña que la proporción exigida por su cuerpo.

– Hombre, no se exalte por una broma inocente. Mire nomás cómo ha puesto a la gordita. Bueno, nos vemos otro día, Lichis.

Félix detuvo a Sergio del brazo.

– Cuidado, gorila -dijo Sergio-, no me gusta el manoseo.

– Dile, Sergio -repitió Lichita, abatida sobre una silla de hulespuma-. Mejor dile o vamos a amanecer como coladera tú y yo sin ninguna culpa, palabra.

Sergio se acarició la manga donde Félix lo había apretado.

– Hombre -sonrió-, fue eso, una broma inocente, unos cuates y yo le pedimos las placas a don Memo para echar vacile esa noche, estábamos enamorando a unas gringuitas que vivían en las suites de Genova, prometimos llevarles gallo, usted sabe cómo son las güeritas, esperan mucho romance en México, no se querían ir sin una serenata, ¿qué hay de malo?

– Nada -dijo Félix-. Por eso mismo no hacía falta cambiarle de placas al convertible.

– N'hombre, usted no entiende, señor. Nuestros jefes nos traen muy cortos, con los tiempos que corren, dicen, nada de escandalitos, nada de llamar la atención o acabamos secuestrados por los comunistas, ¿quihubo pues?, nos queríamos divertir sin comprometer a nuestros papás, ¿ya entiende usted?

Sergio encendió un cigarrillo, arrojó el fósforo al piso y miró con suficiencia a Félix; además, se estaba luciendo con Licha y su vanidad era más fuerte que su miedo.

– Nuestros papás son muy influyentes -dijo con satisfacción y un asomo de amenaza.

– Se me hace que no, si no los protegen por armar un escandalito pinche con unos mariachis frente a un hotel de la Zona Rosa. ¿Entonces para qué sirven las influencias? ¿Para que nos los regañen si comen caramelos antes de la cena?

Sergio volvió a entrecerrar los ojos.

– Ya lo dije. Todos los de la poli son medio pendejos, pero tú eres el mero campeón, cuate. Si no quieres entender…

– Estás bien entrenadito, Sergio. No, no soy de la poli. Soy de la Liga Comunista. Dile a tu papá que se cuide.

Sergio frunció los labios con desprecio.

– Otro día seguimos donde nos quedamos, Lichita. Chao.

Salió chiflando Blue Moon y Licha cerró los ojos colorados de sueño, amor y miedo.

– Quédate, papacho -murmuró.

Abrió los ojos. Félix caminó hasta la puerta con el cuaderno en la mano.

– Ya sabes la verdad. Deja el cuaderno, corazón.

– Me interesan más y más los clientes de don Memo -dijo Félix-. Adiós, Lichita. Deja que salga de esto y te llevo a Acapulco.

– ¿Palabra, santo? No te pido lujos. Prefiero verte a la segura, una vez por semana, nada más.

– ¿Quepo en tus horarios, chata?

– Cabrón. Te dije la verdad. Por ésta.

Se quedó sola con la señal de la cruz sobre los labios.

44

Alcanzó a ver el convertible Mustang color mostaza que arrancaba por la calle de Durango. Tomó nota del número de las placas y lo apuntó en el cuaderno de don Memo, precisamente bajo la fecha del diez de agosto.

Regresó a las suites de Genova y pidió que le subieran al cuarto carne asada, ensalada mixta y café. Estudió largamente el registro del taxista. Tomó el teléfono y pidió la jefatura de policía del Distrito Federal. Denunció el robo de su automóvil, un convertible Mustang color mostaza. Dio el número de las placas.

– Soy el propietario, el licenciado Diego Velázquez, director de precios de la Secretaría de Fomento. No se me duerman.

Le dieron seguridades obsequiosas. Miró su reloj. Eran las tres de la tarde y el sol de la mañana desapareció detrás de las nubes lentas y cargadas. Tenía tiempo y le faltaría energía. Durmió hasta las cinco con la tranquilidad que le faltó la noche anterior. Ahora estaba seguro. Ahora sabía.

Revisó la.44 y se la guardó en la bolsa interior del saco. Caminó de Genova a Niza y se compró un impermeable en Gentry. Cuando salió de la tienda de hombres se desató el aguacero, el tráfico se hizo nudos y la gente buscó refugio bajo los toldos y marquesinas. Se puso el impermeable, una buena trinchera de Burberry's, demasiado nueva para investirlo satisfactoriamente con el papel cinematográfico que su inconsciente le proponía. Sonrió mientras caminaba bajo la lluvia en la dirección del Paseo de la Reforma. Si por afuera pretendía parecerse a Humphrey Bogart, por dentro se sentía, ridiculamente, idéntico a Woody Allen. Recordó a Sara Klein en Gayosso y dejó de sonreír.

Se detuvo a esperar en la esquina de Hamburgo. Le quedaban cinco minutos. Prefirió estar a tiempo. Era el funcionario más puntual de la burocracia mexicana, pero esta vez su cita no era con un subsecretario más o menos amable, sino con un criminal más o menos salvaje.