Tocó tres veces el claxon para anunciarle su llegada a Ruth. Era una vieja y cariñosa costumbre. Estacionó frente al condominio de doce pisos. Subió al noveno. Quizás debería contar las veces que subía y bajaba diariamente en un elevador. Quizá le haría falta un uniforme de lana gris con botonadura de bronce y las iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Quizá sólo así lo reconocerían en la oficina de ahora en adelante.
Dijo varias veces en voz alta, Ruth, Ruth, al entrar al apartamento. ¿Por qué necesitaba anunciarse desde la calle y ahora al entrar, si sabía perfectamente que Ruth estaba enojada, metida en la cama, esperándolo, fingiendo que no, hojeando una revista, con la televisión prendida sin ruido, vestida con camisón y mañanita de seda, como si se dispusiera a dormir temprano pero no era cierto, no se había quitado el maquillaje, no se había embarrado las cremas, estaba disponible, la podía persuadir aún de que la acompañara a casa de los Rossetti?
Antes de abrir la puerta de la recámara, miró la reproducción tamaño natural del autorretrato de Velázquez que colgaba en el vestíbulo. Era una broma privada que tenían él y Ruth. Cuando vieron el original en el Museo del Prado, los dos rieron de esa manera nerviosa con que se rompe la solemnidad de los museos y no se atrevieron a decir que Félix era el doble del pintor. «No, Velázquez es tu doble», dijo Ruth y a la salida se compraron la reproducción. Abrió la puerta de la recámara. Ruth estaba acostada mirando la televisión. Pero no se había peinado y se desmaquillaba con kleenex. Esto desconcertó a Félix. La saludó, hola Ruth, pero ella no contestó y Félix se fue directamente a la sala de baño. Desde allí le dijo en voz alta disfrazada por los grifos abiertos y la máquina de afeitar:
– Son las ocho, Ruth, la invitación es a las nueve. No vas a estar lista.
Miró su cara en el espejo y recordó el parecido con Velázquez, los ojos negros rasgados, la frente alta y aceitunada, la nariz corta y curva, árabe pero también judía, un español hijo de todos los pueblos que pasaron por la península, celtas, griegos, fenicios, romanos, hebreos, musulmanes, godos, Félix Maldonado, una cara del Mediterráneo, pómulos altos y marcados, boca llena y sensual, comisuras hondas, pelo negro, espeso, ondulado, cejas separadas pero gruesas, ojos negros que serían redondos, casi sin blanco, si la forma de avellana no los orientalizara, bigote negro. Pero Félix no tenía la sonrisa de Velázquez, la satisfacción de esos labios que acaban de masticar ciruelas y naranjas.
– No vas a estar lista, repitió en voz alta. Yo nada más me rasuro, me doy un regaderazo y me cambio de ropa. A ti te toma más tiempo. Ya sabes que no me gusta llegar con retraso.
Pasaron varios segundos y Ruth no contestó. Félix cerró los grifos y desconectó la máquina. Paciencia y piedad, les había pedido el rabino que los casó, ahora recordó esas dos palabras y las estuvo repitiendo bajo la ducha. Paciencia y piedad, mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, se rociaba abundantemente con Royall Lyme, se untaba Right Guard bajo los brazos y se pesaba la taleguilla de los testículos, veía el tamaño del miembro, no de arriba abajo porque así siempre se ve chiquito, sino de lado, de perfil ante el espejo de cuerpo entero, ese es el tamaño que ven las mujeres. Sara, Sara Klein.
Salió desnudo a propósito a la recámara, fingiendo que se secaba las orejas con la toalla y repitió lo que antes había gritado, ¿no me oíste, Ruth?
– Sí te oí. Qué bueno que te bañaste y te perfumaste, Félix. Es tan desagradable cuando vas a las cenas con el sudor de todo el día, los olores de tu oficina y los calzoncillos sucios. A mí me toca recogerlos.
– Sabes que a veces no hay tiempo. Me gusta ser puntual.
– Sabes que no voy a ir. Por eso te bañas y te perfumas.
– No digas tonterías y apúrate. Vamos a llegar tarde.
Ruth le arrojó con furia el ejemplar de Vogue que había estado hojeando. Félix lo esquivó; recordó las hojas abiertas de los libros del estudiante en el taxi, como navajas, matando a los pollitos.
– ¡Tarde, tarde! Es todo lo que te preocupa, sabes muy bien que si llegamos a la hora no habrá nadie en casa de los Rossetti, él no habrá llegado de la oficina y ella se estará prendiendo los chinos. ¿A quién engañas? Cómo me irritas. Sabes perfectamente que si nos invitan a las nueve es para que lleguemos a las diez y media. Sólo los extranjeros ignorantes de nuestras costumbres llegan puntuales y embarazan a todo el mundo.
– Abochornan o ponen en aprietos, pochita -dijo con ligereza Félix.
– ¡Deja de pasearte encuerado, como si me llamara la atención tu pajarito arrugado! -gritó Ruth y Felix rió:
– Se veía más grande antes de que me obligaras a la circuncisión, mira que circuncidarme a los veintiocho años, sólo para darte gusto.
Empezó a vestirse con furia, se le acabó la paciencia, así era siempre, primero mucho humor, luego abruptamente una cólera verdadera, no fingida como la de Ruth, sólo por ti,
cambié de religión, de dieta, de prepucio y me casé con un pinche gorrito puesto.
Ella lo observó:
– Estaba pensando…
– ¿Tú?
– Te vas a arrancar los botones, Félix.
– Llámame Pilón.
– No te hagas el gracioso. Ven, siéntate aquí junto a mí. Déjame ponerte bien las mancuernas. Nunca le atinas. No sé qué harías sin mí. Estaba pensando que desde hace varios meses sólo seguimos unidos como enemigos, como para convencernos de que debemos separarnos.
– Es probable. La vida que hacemos es el mejor argumento para separarnos.
– Te ausentas tanto. ¿Qué quieres que piense?
– Es mi trabajo. Respétalo.
– Perdóname, Félix. Es que tengo miedo.
Ruth se abrazó a su marido y el corazón de Félix dio un vuelco. Estuvo a punto de preguntarle, ¿sabes algo, entiendes algo de lo que está pasando? Ella se adelantó a disipar la duda:
– Félix, yo entiendo muy bien cuál ha sido mi papel en tu vida.
– Yo te amo, Ruth. Debes sentirlo.
– Espera. Entiendo muy bien por qué me escogiste a mí por encima de Sara y de Mary.
– Oye, ¿Por qué dices por encima, como si fueras inferior a ellas?
– Es que lo era. No soy tan inteligente como Sara ni tan guapa como Mary. Me pasé el día pensándolo. A Sara siempre la quisiste de lejos. Con Mary te acostabas. Pero para ti un amor puro y hasta intelectual o el puro sexo sin amor, no resuelve nada. Tú necesitas una mujer como yo, que te resuelva problemas prácticos, de tu carrera y tu vida social, y si las cosas diarias caminan bien, entonces puedes amar y coger a gusto con la misma mujer, a una sola mujer, que soy yo. Yo puedo ser tu ideal intocable por momentos, tu puta a veces, pero siempre la mujer que te tiene listo el desayuno, planchados los trajes, hechas las maletas, todo, las cenas para los jefes, todo. ¿Tengo razón?
– Me parece muy complicado. Pero me he pasado el día oyendo interpretaciones sobre mí que me parecen referirse a un desconocido.
– No, si es rete simple. Yo no era ni tu ideal puro como Sara ni tu culo cachondo como Mary. Soy las dos a medias. Ese es el problema, ¿ves?
– Ruth, no importa que Sara Klein esté en casa de los Rossetti, hace siglos que no la veo. Lo importante es ir contigo, que nos vean juntos y felices, Ruth.
– Conmigo tienes lo que te daban cada una por su lado Sara Klein y Mary Benjamín.
– Claro, claro, por eso te preferí. No insistas.
– A mí me amas idealmente, como a tu Sara, y a mí me tocas físicamente, como a Mary.
– ¿Hay quejas? ¿Qué tiene de malo?
– Nada más que ahora ellas son tu ideal, las dos se volvieron lo que antes sólo era Sara Klein, a las dos las puedes adorar de lejos, el equilibrio está a punto de romperse, me lo dice mi intuición, Félix, si ves esta noche a Sara no vas a resistir la tentación, vas a darle otra vez su lugar. Me lo vas a quitar a mí, mi lugar, mi seguridad.
– ¿Tu lugar ideal o tu seguridad sexual, Ruth? Aclárame eso, ya que pareces saber más que yo.
– No sé. Depende. ¿Lograste acostarte hoy con Mary?
– Ruth, yo no he visto hoy a Mary.
– Ella misma llamó para preguntar si estaba enferma, por qué no fui contigo a su aniversario de bodas en el Arroyo.
– ¿A qué horas te llamó?
– A eso de las seis de la tarde.
– Pero tú ya estabas enojada desde que te llamé en la mañana.
– Por Sara Klein. Había olvidado a Mary. Mary se encargó de que me acordara de las dos. Ahora ya no estoy enojada. Estoy segura de que me has partido por la mitad,
Félix. Prefieres tener por separado lo que yo quise darte unido en mí. Como si desde hoy quisieras ser joven otra vez.
– Cabrona Mary -murmuró Félix.
Ruth miró a su marido y frunció la nariz:
– No lo hagas, Félix. Todavía eres joven.
– ¿Sabes que estás hablando como una mamá judía a su hijo?
– No te burles de mí. Acepta que vivimos juntos y nos hacemos viejos y vamos a morirnos juntos.
Félix tomó con fuerza a Ruth de los brazos y la sacudió: -No juegues conmigo a la mamá judía, no lo soporto, no soporto tus sabias advertencias de mamacita judía. Yo voy a ir a casa de los Rossetti porque Mauricio es el secretario privado del Director General y Sanseacabó. Sara Klein no tiene nada que ver y tus teorías me parecen totalmente idiotas.
– No vayas, por favor, Félix. Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer tangos. Quédate. No te expongas.
10
La mirada de Ruth lo persiguió de Polanco a San Ángel por el Periférico. Nunca lo había mirado así, con los ojos llenos de lágrimas y ternura, meneando lentamente la cabeza, frunciendo el entrecejo, advírtiéndole, como si por una vez supiera la verdad y no quisiera ofenderlo diciéndosela. Manejó pensando que acaso todas las palabras de Ruth eran el disfraz de la verdad, una mentira para darle a entender, sin herirlo, que sospechaba la gravedad de las cosas.