Nunca había usado de pretexto a Sara o a Mary. Ruth conocía a la superioridad de su simple presencia sobre cualquier aspecto del pasado de Félix, se dijo Félix habituándose a hablar de sí mismo como de un extraño, Ruth es la mujer de Félix, al estacionarse con dificultades cerca del estrecho Callejón del Santísimo, Ruth es pecosilla, se disfraza las pecas con maquillaje, igual que la señorita Chayo sus lunares rojos, las gotas de sudor se le juntan en la puntita de la nariz a Ruth, la señora Maldonado es una chica judía bonita, graciosa, activa, una geisha hebraica, Madame Butterfly con el decálogo del Sinaí en brazos en vez de un hijo, Madame Cio Cio Stein, una canasta vacía en el río. La odió, a fuerza de ridiculizarla, al entrar a la casa colonial, encalada, de los Rossetti, es cierto, Ruth me tiene las camisas planchadas y me pone las mancuernas.
De pie en el centro mismo de una alfombra blanca, con una copa entre las manos, parecía esperarlo Sara Klein. Con el fuego de la chimenea encendida a sus espaldas, nimbándola, y el enorme cuadro de Ricardo Martínez colgando como fondo. Sara Klein, suspendida dentro de una gota luminosa, en el centro del mundo, doce años después.
Temió romper la burbuja dorada. Cerró los ojos y comparó los rostros.
Vio todas las películas en el Museo de Arte Moderno cuando estudió economía en la Universidad de Columbia. Se escapaba a la hora del almuerzo, dejaba de comer a veces, para ver viejas películas en la Calle 53. El cine se convirtió para Félix Maldonado en el contrapunto y némesis de la economía. Una ciencia abstracta, triste y finalmente inocua cuando revelaba su verdadera naturaleza: la economía es la opinión personal convertida en norma dogmática, la única opinión que se sirve de números para imponerse. Y el cine es un arte concreto, alegre y finalmente engañoso cuando demuestra ser todo menos arte: un simple catálogo de rostros, gestos y cosas absolutamente individuales, nunca genéricas.
Se puso a pensar todo esto como para prolongar un coito, no venirse antes de tiempo. Todavía no. Se negó a mirar de nuevo a Sara Klein, no quiso, aún, acercarse a ella. Ruth le había implorado no vayas a esa fiesta como Mary Astor en la escena final del Halcón Maltés, incrédula, lista a transformar la mentira de su amor en la verdad de su vida si Humphrey Bogart la salvaba de ir a la silla eléctrica. Sólo que la pobre Ruth no abogó por la vida de Ruth sino, oscuramente, por la de Félix. Y ahora, aquí, Sara tan enigmática como Louise Brooks en La caja de Pandora, tan parecida, fleco y corte de paje, pelo de cuervo, diamantes helados en la mirada, disponibilidad fatal en el cuerpo. Pero la Lulú interpretada por Louise Brooks era la advertencia clara, sin engaño posible, de toda la miseria que para un hombre significa amar a una mujer promiscua. Y Sara Klein era el ideal de Félix, la intocada.
Abrió los ojos para verla como siempre. El joven Napoleón en el Puente de Arcola, una tarjeta postal del Louvre, Sara Klein peinada como Bónaparte, el mismo perfil, los mismos abrigos y trajes sastre de estilo militar. Sara Klein aguileña y trigueña. Le divertían todas esas eñes españolas.
– México es una equis -le dijo Félix cuando eran muy jóvenes-, España es una eñe, no se entiende a esos dos países sin esas letras que les pertenecen a ellos.
Y Sara la joven hebrea, la única que llegó tarde a México, aprendió tarde el español, creció en Europa, no como Ruth y Mary que nacieron aquí y eran segunda generación de judíos mexicanos. Se preguntó si Sara lo miraba. Y comprendió que algo incomprensible había pasado. El ritmo no sólo del día sino de su vida se rompió cuando entró a casa de los Rossetti y miró inmóvil, de pie sobre un tapete blanco, a Sara Klein.
En ese momento Félix Maldonado dejó de ser cómo había sido durante mucho tiempo. Pensó distinto, invocó asociaciones olvidadas, referencias al cine, la historia, la actualidad, todo lo que era Sara Klein, la mujer esencial, la intocada e intocable, pero al mismo tiempo la más herida por la historia, la muchacha europea, la que conoció el sufrimiento que ni siquiera adivinaron Ruth y Mary. Auschwitz quería decir algo para Sara. Por eso nunca la pudo tocar. Temió siempre añadir más dolor a su dolor, lastimarla de alguna manera.
– No fue lo que nos hacían a cada uno por separado. Fue lo que nos hacían a todos juntos. Lo que sólo le pasa a una persona tiene importancia para todos. El exterminio en masa deja de ser importante, es sólo un problema estadístico. Ellos lo sabían, por eso ocultaban el sufrimiento individual y glorificaban el sufrimiento colectivo. Finalmente, la víctima más importante es Anna Frank, porque conocemos su vida, su domicilio, su familia. No la pudieron convertir en una simple cifra. Ella es el testimonio más terrible del holocausto, Félix. Una niña habla por todos. Un hoyo con cincuenta cadáveres es mudo. Perdona lo que te voy a decir. Envidio a Anna Frank. Yo sólo fui una cifra en Auschwitz, otra niña judía sin nombre. Sobreviví. Mis padres murieron.
La burbuja se rompió cuando la figura alta y obesa del doctor Bernstein se acercó a Sara.
Mauricio y Sara Rossetti, los anfitriones, saludaron a Félix, disimulando la extrañeza de que el huésped no los saludase.
– Nos veremos mañana en Palacio para el premio al profesor Bernstein, ¿no es cierto? -dijo Rossetti con su voz engolada, pero Félix sólo miraba a Sara Klein.
Los Rossetti lo presentaron con Sara, ya conocía al doctor Bernstein, que lástima que Ruth se sintió mal.
Lo presentaron con Sara Klein y quiso reír, frunció la nariz para decir muchas eñes y ella lo recordó y lo comprendió, esa broma de la juventud, araña, mañana, reseña, enseña, ñuño, niño, ñoño, ñaña, ñandú, rieron juntos, moño, coño, retoño.
Félix tomó la mano de Sara y le dijo que por fortuna tenían muchas horas por delante, ¿no había olvidado los terribles horarios mexicanos? y ella dijo con la voz ronca:
– Recuerdo que todo es muy tarde, muy excitante, no como los horarios americanos. ¿Qué horas son?
– Apenas las diez y media. No cenaremos antes de las doce. Primero hay que beberse muchos whiskys para agarrar presión. Si no la fiesta es un fracaso. -¿Y luego? -sonrió Sara.
– Hay que quedarse hasta las cinco de la mañana para que la fiesta pueda considerarse un éxito y se sabe de anfitriones que se han tragado la llave para que nadie pueda irse -dijo Félix abriendo el círculo para incluir a Bernstein-, ¿verdad, doctor?
– Cómo no -dijo Bernstein mirando a la pareja con atención, achicando los ojos detrás de los vidrios gruesos de los anteojos-, los mexicanos tenemos el genio de la fiesta,
la música y el color. En cambio carecemos totalmente de talento para dos cosas fundamentales en el mundo de hoy: el cine y el periodismo. Tenías razón esta mañana cuando desayunamos juntos, Félix. Es imposible entender lo que dice un periódico mexicano si antes no se cuenta con información confidencial.
– Quién sabe. Es el punto de vista de un judío, no de un mexicano -dijo con rudeza Félix, que se largara Bernstein, que lo dejara solo con Sara, ¿iba a pasarse la noche vigilándolos?
– Tú has de saber -replicó Bernstein-, estás casado con una judía y enamorado de otra.
Sin reflexionar un instante, Félix Maldonado alargó la mano y le arrancó los anteojos sin marco, los dos cristales desnudos y densos que parecían suspendidos sobre los ojos invisibles del doctor.
– Parece mentira -dijo Félix mirando los anteojos-. Todavía tienen manchas de la salsa de jitomate del desayuno.
Los ojos desnudos del doctor Bernstein siguieron nadando asombrados en el fondo de un océano personal y luego saltaron nerviosamente sobre cubierta como dos peces asfixiados. Maldonado arrojó con desdén los anteojos al fuego. Sara gritó y Mauricio Rossetti corrió a la chimenea a salvar los anteojos. Varios invitados se reunieron, divertidos o alarmados, mientras Mauricio pescaba los anteojos con unas tenazas y Sara miraba a Félix con los ojos de diamante frío y todas las contradicciones de la complicidad; Félix sólo miró a Sara para descifrar y luego intentar la imposible separación de rechazo y atracción, desprecio, homenaje, ganas de reír, pureza perversa, se dijo Félix mirando a Sara mientras los pinches anteojos de Bernstein eran salvados por Mauricio de las llamas que todo lo purifican, conjuntivitis, legañas y manchas de salsa. Félix acercó los labios al oído de Sara:
– Mi amor, debemos arriesgarnos a otra cosa.
– No duraría mucho -le contestó Sara ocultándole la oreja a Félix bajo el ala de cuervo de su peinado-. Ya tienes lo que yo no te doy con otras. Déjame seguir siendo la de siempre, por favor.
– ¿Me juras que tu relación conmigo no es distinta de tu relación con los demás hombres? -Félix pronunció mal esto, le estaba mordisqueando el lóbulo de la oreja a Sara. Sara se apartó riendo gravemente, era su especialidad. -Nuestra relación es única, ¿no? ¿Cómo quieres que yo sea la misma con todos si contigo soy totalmente distinta? ¿Te das cuenta de lo que me pides?
Mauricio le ordenó a un mozo que pusiera a enfriar los anteojos del doctor Bernstein y se interpuso groseramente entre Sara y Félix:
– Voy a rogarle que se retire, licenciado Maldonado. Su mala educación no tiene límites. Está usted en mi casa, no en la suya.
– ¿Qué pasó? -dijo Félix con asombro burlón-. ¿No me dice usted siempre que su casa es mi casa?
– No me explico su conducta -dijo fríamente Mauricio-. Quizá el Director General sepa explicármela mañana, cuando le cuente lo ocurrido.
Félix se rió en la cara de Rossetti: -¿Te atreves a amenazarme, pinche gondolero? -Le ruego que recapacite y se comporte, licenciado. -Pinche lambiscón.