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– Está claro. Las antiguas víctimas son ahora los verdugos de sus antiguos victimarios. Te entiendo. Lo acepto. Ésa es la verdad. ¿Para qué quieres disfrazarla? Sólo que acostarse con Bernstein me parece un precio muy alto para la verdad y para la venganza.

– No, Félix -dijo abruptamente Sara, igual que cuando eran estudiantes juntos, discípulos de Bernstein, discutiendo una de las teorías económicas expuestas en los volúmenes de Gide y Rist-, no, Félix…

Maldonado dejó caer la mano de Sara Klein. -No, Félix, eso se acabó. Ya encontramos y juzgamos a todos los que fueron nuestros verdugos. Ahora somos nuevos verdugos de nuevas víctimas.

– Eso querían los verdugos de ustedes -dijo con la voz más plana del mundo Félix.

– Creo que sí -contestó Sara. -Tú eres muy inteligente. Sabes que sí. -Qué pena, Félix.

– Sí. Quiere decir que los verdugos de ustedes acabaron por vencerlos, como querían, aunque sea desde la tumba -dijo Félix y le dio la espalda a Sara Klein.

Salió de la casa de los Rossetti y caminó a lo largo del Callejón de Santísimo atestado de autos hasta el fin del empedrado, donde comenzaba el fango de las calles de San Ángel, el lodo de muchísimas calles de la ciudad de México después de la lluvia, como si fuera campo.

De la bruma de la medianoche vecina surgieron los bultos inmóviles sobre el lodo, como las figuras del cuadro de Ricardo Martínez. Félix se preguntó si esos bultos eran realmente personas, indios, seres humanos sentados en cuclillas en el centro de la noche, desgarrados por una niebla de colmillos azules, envueltos en sus sarapes color de crepúsculo.

No lo pudo saber porque nunca antes había visto algo igual y no lo pudo descubrir porque no se atrevió a acercarse a esas "guras de miseria, compasión y horror.

11

Paciencia y piedad, paciencia y piedad les pidió el rabino que los casó. Félix manejó velozmente por el Periférico hasta la Fuente de Petróleos y allí salió como de un vórtice de cemento al Auditorio Nacional agigantado por el cielo dormido y siguió por la Reforma fresca, lavada, perfumada de eucalipto húmedo, inventando frases sin sentido, sueños de la razón, Sara, Sara Klein, de jóvenes creímos que la pureza nos salvaría del mal porque ignoramos que puede haber un mal de la pureza alimentado por la pureza del mal; ésa era la complicidad entre Félix y Sara.

Estacionó frente al Hilton, le entregó las llaves del Chevrolet al portero, él ya sabía, entró al vestíbulo, pidió su llave y el recepcionista le entregó una tarjeta, la propia tarjeta de Félix Maldonado, Jefe, Departamento de Análisis de Precios, Secretaría de Fomento Industrial. Félix interrogó al recepcionista en silencio.

– Se la dejó una señora, señor Maldonado.

– ¿Mary… Sara… Ruth? -dijo Félix con incredulidad primero, luego con alarma.

– ¿Perdón? Una señora gorda con una canasta.

– ¿Qué dijo? -preguntó, ahora con esperanza, Félix.

– Que de plano no le ponía pleito porque luego luego se veía que usted era un gallón muy influyente, eso dijo.

– ¿Eso dijo? ¿Cómo supo que tengo un cuarto aquí?

– Preguntó. Dijo que lo vio bajarse de un taxi y entrar aquí.

Félix Maldonado asintió y se guardó la tarjeta en la bolsa.

Caminó por el vestíbulo de tono verde eléctrico hacia el ascensor. Un periódico cayó abierto sobre las rodillas de su pequeño lector, sentado en un sofá del lobby. Félix lo olió; lavanda de clavo, penetrante.

El señor Simón Ayub se levantó, comedido, para saludar a Félix.

– Buenas noches, qué gusto, ¿puedo invitarle una copa?

– No -dijo Félix-, estoy rendido, gracias.

– Si quiere lo llevo a su casa -dijo tranquilamente Ayub.

– Gracias -contestó secamente Félix-, pero tengo que tratar un asunto aquí en el hotel.

– Cómo no, señor licenciado, ya entiendo -dijo Ayub con su pequeño aire de superioridad.

– No entiende usted un carajo -dijo Félix con los dientes apretados y en seguida reaccionó, iba a acabar peleado con el mundo entero -: Perdone. Piense lo que quiera.

– ¿Nos vemos mañana, señor licenciado? -inquirió con cautela Ayub.

– Ah sí. ¿Por qué?

– El señor Presidente entrega los premios nacionales en Palacio, ¿no recuerda?

– Claro que recuerdo. Buenas noches.

Félix estuvo a punto de dar media vuelta, pero Ayub hizo lo imperdonable: lo detuvo del brazo. Félix miró con asombro y rabia los dedos manicurados, las uñas esmaltadas, los anillos con cimitarras labradas en topacio y el aroma repugnante de clavo le insultó la nariz.

– ¿Qué carajos? -exclamó enrojecido Félix.

– No vaya a la ceremonia -dijo con tono meloso Ayub, entrecerrando de una manera muy mexicana y muy árabe los ojos, velando cualquier intento de amenaza-, por su bien se lo digo.

Félix lanzó una carcajada en la que el desprecio le ganaba a la rabia:

– Palabra que éste ha sido mi día. Nomás faltaba que tú también me dijeras lo que debo hacer, enano jacarandoso.

– Palabra que no le conviene, señor licenciado.

Félix se zafó violentamente de la mano delicada de Ayub.

En el ascensor un anuncio con la figura del viejo Hilton le decía Sea mi huésped. Félix Maldonado apretó la llave de la recámara en la mano olorosa a clavo después del contacto con Ayub, hay gentes que sólo son huéspedes de sí mismas, nunca de los demás, le dijo en silencio a Mr. Hilton, sólo el cuerpo hastiado de tales huéspedes puede acabar por expulsarlos con todo y chivas, resentimientos, nostalgias, ambiciones, cobardías, todas las chivas de la vida, el bagaje del alma, carajo.

Entró al cuarto.¡ No tuvo que prender la luz. Las lámparas neón del tocador iluminaban el desorden de la habitación. Iba a llamar a la administración para protestar. Olió la lavanda de clavo. Las cerraduras de los cajones transformados en archiveros habían sido forzadas. Los papeles estaban en desorden, regados sobre la alfombra.

Cayó rendido en la cama tamaño real, llamó al servicio de cuarto y pidió que le subieran el desayuno a las ocho en punto. Se durmió sin desvestirse ni apagar la luz.

12

Bebió el jugo de naranja y dos tazas de café y bajó a las ocho y media con un traje limpio y planchado, uno de los muchos que tenía colgados en el closet de su recámara del Hilton. Pidió a servicio de valet que le lavaran en seco el traje con el que asistió a la cena de los Rossetti; las valencianas estaban enlodadas.

Esperó a la entrada del Hotel hasta que el portero uniformado se detuviese con el Chevrolet frente a él. El portero le entregó las llaves.

– ¿Esta mañana no toma usted un taxi, señor licenciado? El tránsito está pesado, como siempre, a esta hora.

– No, necesito el coche más tarde, gracias -dijo Félix y le entregó un billete al portero.

Avanzó lentamente por Reforma y la Avenida Juárez, aún más lentamente por Madero y volteó en Palma para dejar el automóvil en un estacionamiento de cinco pisos. De allí se fue caminando por Tacuba hasta el Monte de Piedad, en la Plaza de la Constitución.

Apretó el paso. La gigantesca plaza le convocaba con su naciente animación matinal, su espacio desnudo, sus antiquísimas memorias de imperios indígenas y virreinatos españoles, sus tesoros perdidos en el fondo de una laguna evaporada, este escenario de levantamientos y crímenes, fiestas, engaños y duelos. Una vieja le echaba tortillas secas a una jauría de perros hambrientos frente a Catedral. Félix Maldonado entró por una de las puertas de Palacio. Mostró su invitación primero a los soldados de guardia, piel y uniforme color oliva y luego a un ujier que le pidió que subiera al Salón del Perdón, allí era la ceremonia.

Ya había muchísima gente reunida en la gran sala de brocado y nogal dominada por el cuadro histórico del insurgente Nicolás Bravo perdonando a los prisioneros españoles. Félix ubicó rápidamente los rostros que le interesaban. Simón Ayub menudo y rubio, paseándose solo. Félix no necesitó acercarse para oler el perfume de clavo, podía olerlo de lejos, como si la loción de Ayub fuese una indecente carta de amor. Más lejos, más alto, Bernstein cegatón, era uno de los premiados. Félix trató de ver si Sara Klein lo acompañaba, pero distrajo su atención la presencia del Director General con las gafas violeta, sufriendo visiblemente a causa de la luz diurna y los fogonazos de los fotógrafos de prensa y los reflectores de la televisión y Mauricio Rossetti junto a él, con cara de desvelado, hablándole al oído, mirando a Félix. Luego hubo un momento de susurro intenso seguido de un silencio impresionante.

El señor Presidente de la República entró al salón. Avanzó entre los invitados, saludando afablemente, seguramente haciendo bromas, apretando ciertos brazos, evitando otros, dando la mano efusivamente a unos, fríamente a otros, reconociendo a éste, ignorando a aquél, iluminado por la luz pareja y cortante de los reflectores, despojado intermitentemente de sombra por los flashes fotográficos. Reconociendo, ignorando.

Se acercaba.

Félix preparó la sonrisa, la mano, el nudo de la corbata.

Si el señor Presidente de la República lo saludaba esta mañana, no habría duda de que él era él, Félix Maldonado. El señor Presidente de la República no saludaba a personas que no eran quienes decían ser. Qué lección para los que quisieron arrebatarle su identidad, aunque sólo fuese la identidad de su nombre. La pesadilla de ayer pasaría para siempre, estaba en una ceremonia de entrega de los premios nacionales de ciencias y artes y allí estaban todos los que dudaban de él o le pedían que renunciara a ser él. El señor Presidente no, lo saludaría, lo reconocería, le diría qué hay Maldonado, qué dicen esos precios. Maldonado evitaría contestar con una broma ligera, preciosos, señor Presidente, sube que sube, señor Presidente, para limitarse a inclinar la cabeza en señal de honra recibida: a sus órdenes, señor Presidente, gracias por reconocerme.