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En otra oportunidad… Pero ¡basta! Ahora, todo eso se lo representaba, diáfano y preciso, muy vívido, aunque allá en un mundo irreal, segregado por completo del joven que después había hecho su carrera, entablado amistades, preparado concursos y oposiciones, leído, discutido y anhelado, en medio de aquel remolino que, a través de la República, condujo a España hasta el vértigo de la guerra civil. Ahora, descansando aquí, al margen, en este sector quieto del frente aragonés, el teniente Pedro Santolalla prefería evocar así a su gente en un feliz pasado, antes que pensar en el azaroso y desconocido presente que, cuando acudía a su pensamiento, era para henchirle el pecho en un suspiro o recorrerle el cuerpo con un repeluzno. Mas ¿cómo evitar, tampoco, la idea de que mientras él estaba allí tan tranquilo, entregado a sus vanas fantasías, ellos, acaso?… La ausencia acumula el temor de todos los males imaginables, proponiéndolos juntos al sufrimiento en conjeturas de multitud incompatible; y Santolalla, incapaz de hacerles frente, rechazaba este mal sabor siempre que le revenía, y procuraba volverse a recluir en sus recuerdos. De vez en cuando, venían a sacudirlo, a despertarlo, cartas del abuelo; las primeras, si por un lado lo habían tranquilizado algo, por otro le trajeron nuevas preocupaciones. Una llegó anunciándole con más alborozo que detalles cómo Isabelita había escapado con el marido de la zona roja, "debido a los buenos aunque onerosos servicios de una embajada", y que ya los tenía a su lado en Toledo; la hermana, en una apostilla, le prometía noticias, le anticipaba cariños. Él se alegró, sobre todo por el viejo, que en adelante estaría siquiera atendido y acompañado… Ya, de seguro -pensó-, se habría puesto en campaña para conseguirle al zanguango del cuñado un puesto conveniente… A esta idea, una oleada de confuso resentimiento contra el recio anciano, tan poseído de sí mismo, le montó a la cara con rubores donde no hubieran sido discernibles la indignación y la vergüenza; veíalo de nuevo empecinado en medio de la refriega toledana, pugnando a cada instante por salirse a la calle, asomarse al balcón siquiera, de modo que él, aun con la ayuda de la fiel Rita, ahora ya vieja y medio baldada, apenas era capaz de retenerlo, cuando ¿qué hubiera podido hacer allí?, con sus sesenta y seis años, sino estorbar?, mientras que, en cambio a él, al nietecito, con sus veintiocho, eso sí, lo haría destinar en seguida, con una unidad de relleno, a este apacible frente de Aragón… La terquedad del anciano había sido causa de que la familia quedara separada y, con ello, los padres -solos ellos dos- siguieran todavía a la fecha expuestos al peligro de Madrid, donde, a no ser por aquel estúpido capricho, estarían todos corriendo juntos la misma suerte, apoyándose unos a otros, como Dios manda: él les hubiera podido aliviar de algunas fatigas y, cuando menos, las calamidades inevitables, compartidas, no crecerían así, en esta ansia de la separación… "Será cuestión de pocos días -había sentenciado todavía el abuelo en la última confusión de la lucha, con la llegada a Toledo de la feroz columna africana y la liberación del Alcázar-. Ya es cuestión de muy pocos días; esperemos aquí" Pero pasaron los días y las semanas y el ejército no entró en Madrid, y siguió la guerra meses y meses, y allá se quedaron solos, la madre, en su aflicción inocente; el padre, no menos ingenuo que ella, desamparado, sin maña, el pobre, ni expedición para nada…

En esto iba pensando, baja la cabeza, por entre los viñedos, aquel mediodía de agosto en que le aconteció toparse con un miliciano, y -su única aventura durante la guerra toda-, antes de que él fuera a matarle, lo dejó en el sitio con dos balazos.

III

A partir de ahí, la guerra., -lo que para el teniente Santolalla estaba siendo la guerra: aquella espera vacía, inútil, que al principio le trajera a la boca el sabor delicioso de remotas vacaciones y que, después, aun en sus horas más negras, había sabido conllevar hasta entonces como una más de tantas incomodidades que la vida tiene, como cualquier especie de enfermedad pasajera, una gripe, contra la que no hay sino esperar que buenamente pase- comenzó a hacérsele insufrible de todo punto. Se sentía sacudido de impaciencias, irritable; y si al regresar de su aventura le sostenía la emocionada satisfacción de haberle dado tan fácil remate, luego, los documentos del miliciano dejados sobre la mesa, el aburrido transcurso de los días siguientes, el curioseo constante, le producían un insidioso malestar, y, en fin, lo encocoraban las bromas que más tarde empezaron a permitirse algunos a propósito del olor. La primera vez que el olor se notó, sutilmente, todo fueron conjeturas sobre su posible origen: venía, se insinuaba, desaparecía; hasta que alguien recordó al miliciano muerto ahí abajo por mano del teniente Santolalla y, como si ello tuviese muchísima gracia, explotó una risotada general.

También fue en ese preciso momento y no antes cuando Pedro Santolalla vino a caer en la cuenta de por qué desde hacía rato, extrañamente, quería insinuársele en la memoria el penoso y requeteolvidado final de su perra Chispa; sí, eso era: el olor, el dichoso olor… Y al aceptar de lleno el recuerdo que lo había estado rondando, volvió a inundarle ahora, sin atenuaciones, todo el desamparo que en aquel entonces anegara su corazón de niño. ¡Qué absurdo! ¿Cómo podía repercutir así en él, al cabo del tiempo y en medio de tantas desgracias, incidente tan minúsculo como la muerte de ese pobre animalito? Sin embargo, recordaba con preciso dolor en todas sus circunstancias la desaparición de Chispa. A la muy pícara le había gustado siempre escabullirse y hacer correrías misteriosas, para volver horas después a casa; pero en esta ocasión parecía haberse perdido: no regresaba. En familia, se discutieron las escapatorias del chucho, dando por seguro, al principio, su vuelta y prometiéndole castigos, cerrojos, cadena; desesperando luego con inquietud. Él, sin decir nada, la había buscado por todas partes, había hecho rodeos al ir para el colegio y a la salida, por si la suerte quería ponerla al alcance de sus ojos; y su primera pregunta al entrar, cada tarde, era, anhelante, si la Chispa no había vuelto… "¿Sabes que he visto a tu perro?", le notificó cierta mañana en la escuela un compañero. (Con indiferencia afectada y secreta esperanza, se había cuidado él de propalar allí el motivo de su cuita.) "He visto a tu perro" -le dijo; y, al decírselo, lo observaba con ojo malicioso. "¿De veras? -profirió él, tratando de apaciguar la ansiedad de su pecho-. ¿Y dónde?" "Lo vi ayer tarde, ¿sabes?, en el callejón de San Andrés". El callejón de San Andrés era una corta calleja entre tapias, cortada al fondo por la cerca de un huerto. "Pero… -vaciló Santolalla, desanimado-. Yo iría a buscarlo; pero… ya no estará allí". "¿Quién sabe? Puede que todavía esté allí -aventuró el otro con sonrisa reticente-. Sí -añadió-; lo más fácil es que todavía no lo hayan recogido". "¿Cómo?", saltó él, pálida la voz y la cara, mientras su compañero, después de una pausa, aclaraba, tranquilo, calmoso, con ojos chispeantes: "Sí, hombre; estaba muerto -y admitía, luego-: Pero ¡a lo mejor no era tu perro! A mí, ¿sabes?, me pareció; pero a lo mejor no era". Lo era, sí. Pedro Santolalla había corrido hasta el callejón de San Andrés, y allí encontró a su Chispa, horrible entre una nube de moscas; el hedor no le dejó acercarse. "¿Era por fin tu perro? -le preguntó al día siguiente el otro muchacho. Y agregó-: Pues, mira: yo sé quién lo ha matado". Y, con muchas vueltas mentirosas, le contó una historia: a pedradas, lo habían acorralado allí unos grandullones, y como, en el acoso, el pobre bicho tirase a uno de ellos una dentellada, fue el bárbaro a proveerse de garrotes y, entre todos, a palo limpio… "Pero chillaría mucho; los perros chillan muchísimo". "Me figuro cómo chillaría, en medio de aquella soledad". "Y tú, ¿tú cómo lo has sabido?" "¡Ah! Eso no te lo puedo decir". "¿Es que lo viste, acaso?" Empezó con evasivas, con tonterías, y por último dijo que todo habían sido suposiciones suyas, al ver la perra deslomada; Santolalla no consiguió sacarle una palabra más. Llegó, pues, deshecho a su casa; no refirió nada; tenía un nudo en la garganta; el mundo entero le parecía desabrido, desolado -y en ese mismo estado de ánimo se encontraba ahora, de nuevo, recordando a su Chispa muerta bajo las ramas de un cerezo, en el fondo del callejón-. ¡Era el hedor! El hedor, sí; el maldito hedor. Solamente que ahora provenía de un cadáver mucho más grande, el cadáver de un hombre, no hacía falta averiguar quién había sido el desalmado que lo mató.

– ¿Para qué lo mató, mi teniente? -preguntaba, compungido, aquel bufón de Iribarne por hacerse el chistoso-. Usted, que tanto se enoja cada vez que a algún caballero oficial se le escapa una pluma… -y se pinzaba la nariz con dos dedos-, miren lo que vino a hacer… ¿Verdad, mi capitán, que el teniente Santolalla hubiera hecho mejor trayéndomelo a mí? Yo lo pongo de esclavo a engrasar las botas de los oficiales, y entonces iban a ver cómo no tenían ustedes queja de mí.

– ¡Cállate, imbécil! -le ordenaba Santolalla-. Pero como el capitán se las reía, aquel necio volvía pronto a sus patochadas.

Enterraron, pues, y olvidaron al miliciano; pero, con esto a Santolalla se le había estropeado el humor definitivamente. La guerra comenzó a parecerle una broma ya demasiado larga, y sus compañeros se le hacían insoportables, inaguantables de veras, con sus bostezos, sus "plumas" -como decía ese majadero de Iribarne- y sus eternas chanzas. Había empezado a llover, a hacer frío, y aunque tuviera ganas, que no las tenía, ya no era posible salir del puesto de mando. ¿Qué hubiera ido a hacer fuera? Mientras los otros jugaban a las cartas, él se pasaba las horas muertas en su camastro, vuelto hacia la pared y -entre las manos, para evitar que le molestaran, una novela de Sherlock Holmes cien veces leída- barajaba, a solas consigo mismo, el tema de aquella guerra interminable, sin otra variación, para él, que el desdichado episodio del miliciano muerto en la viña. Se representaba irrisoriamente su única hazaña militar: "He matado -pensaba- a un hombre, he hecho una bala al enemigo. Pero lo he matado, no combatiendo, sino como se mata a un conejo en el campo. Eso ha sido, en puridad: he matado a un gazapo, como bien me dijo ése". Y de nuevo escuchaba el timbre de voz de Molina, el capitán Molina, diciéndole después de haber examinado con aire burocrático (el empleado de correos, bajo uniforme militar) los documentos de Anastasio López Rubielas, natural de Toledo: "… parece que has cazado un gazapo de tu propia tierra". Y por enésima vez volvía a reconstruir la escena allá abajo, en la viña: el bulto que de improviso se yergue, y él que se lleva un repullo, y mata al miliciano cuando el desgraciado tipo está diciendo: "¡No, no!…" "¿Que no? ¡Toma!" Dos balas a la barriga… En defensa de la propia vida, por supuesto… Pero ¡qué defensa!; bien sabía que no era así. Si el infeliz muchacho no había tenido tiempo siquiera de echar mano al fusil, paralizado, sosteniendo todavía entre los dedos el rabo del racimo de uvas que en seguida rodaría por tierra… No; en verdad no hubiera tenido necesidad alguna de matarlo: ¿no podía acaso haberle mandado llevantar las manos y, así, apoyada la pistola en sus riñones, traerlo hasta el puesto como prisionero. ¡Claro que sí! Eso es lo que hubiera debido hacer; no dejarlo allí tendido… ¿Por qué no lo hizo? En ningún instante había corrido efectivo riesgo, pese a cuanto pretendiera sugerir luego a sus compañeros relatándoles el suceso; en ningún instante. Por lo tanto, lo había matado a mansalva, lo había asesinado, sencillamente, ni más ni menos que los moros aquellos que, al entrar en Toledo, degollaban a los heridos en las camas del hospital. Cuando eso era obra ajena, a él lo dejaba perplejo, estupefacto, lo dejaba agarrotado de indignación; siendo propia, todavía encontraba disculpas, y se decía: "en todo caso, era un enemigo…" Era un pobre chico -eso es lo que era-, tal vez un simple recluta que andaba por ahí casualmente, "divirtiéndose, como yo, en coger uvas; una criatura tan inerme bajo el cañón de mi pistola como los heridos que en el hospital de Toledo gritarían: "¡No, no!" bajo las gumías de los moros. Y yo disparé mi pistola, dos veces, lo derribé, lo dejé muerto, y me volví tan satisfecho de mi heroicidad". Se veía a sí mismo contar lo ocurrido afectando quitarle importancia -alarde y presunción, una manera como otra cualquiera de énfasis-, y ahora le daba asco su actitud, pues… "Lo cierto es -se decía- que, con la sola víctima por testigo, he asesinado a un semejante, a un hombre ni mejor ni peor que yo; a un muchacho que, como yo, quería comerse un racimo de uvas; y por ese gran pecado le he impuesto la muerte". Casi era para él un consuelo pensar que había obrado, en el fondo, a impulsos del miedo; que su heroicidad había sido, literalmente, un acto de cobardía… Y vuelta a lo mismo una vez y otra.