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En aquella torturada ociosidad, mientras estaba lloviendo afuera, se disputaban de nuevo su memoria episodios remotos que un día hirieran su imaginación infantil y que, como un poso revuelto, volvían ahora cuando los creía borrados, digeridos. Frases hechas como ésta: "herir la imaginación", o "escrito con sangre", o "la cicatriz del recuerdo", tenían en su caso un sentido bastante real, porque conservaban el dolor quemante del ultraje, el sórdido encogimiento de la cicatriz, ya indeleble, capaz de reproducir siempre, y no muy atenuado, el bochorno, la rabia de entonces, acrecida aún por la soflama de su actual ironía. Entre tales episodios "indeseables" que ahora lo asediaban, el más asiduo en estos últimos meses de la guerra era uno -él lo tenía etiquetado bajo el nombre de "episodio Rodríguez"- que, en secreto, había amargado varios meses de su niñez.¡Por algo ese apellido, Rodríguez, le resultó siempre, en lo sucesivo, antipático, hasta el ridículo extremo de prevenirle contra cualquiera que lo llevase! Nunca podría ser amigo, amigo de veras, de ningún Rodríguez; y ello, por culpa de aquel odioso bruto, casi vecino suyo, que, parado en el portal de su casucha miserable… -ahí lo veía aún, rechoncho, más bajo que él, sucias las piernotas y con una gorra de visera encima del rapado melón, espiando su paso hacia el colegio por aquella calle de la amargura, para, indefectiblemente, infligirle alguna imprevisible injuria-. Mientras no pasó de canciones alusivas, remedos y otras burlas -como el día en que se puso a andar por delante de él con un par de ladrillos bajo el brazo imitando sus libros- fue posible, con derroche de prudencia, el disimulo; pero llegó el lance de las bostas… Rodríguez había recogido dos o tres bolondrones al verle asomar por la esquina; con ellos en la mano, aguardó a tenerlo a tiro y…, él lo sabía, lo estaba viendo, lo veía en su cara taimada, lo esperaba, y pedía en su interior: "¡que no se atreva! ¡que no se atreva!"; pero se atrevió: le tiró al sombrero una de aquellas doradas inmundicias, que se deshizo en rociada infamante contra su cara. Y todavía dice: "¡Toma, señoritingo!"… A la fecha, aún sentía el teniente Santolalla subírsele a las mejillas la vergüenza, el grotesco de la asquerosa lluvia de oro sobre su sombrerito de niño… Volvióse y, rojo de ira, encaró a su adversario; fue hacia él, dispuesto a romperle la cara; pero Rodríguez lo veía acercarse, imperturbable, con una sonrisa en sus dientes blancos, y cuando lo tuvo cerca, de improviso, ¡zas!, lo recibió con un puntapié entre las ingles, uno solo, atinado y seco, que le quitó la respiración, mientras de su sobaco se desprendían los libros, dehojándose por el suelo. Ya el canalla se había refugiado en su casa, cuando, al cabo de no poco rato, pudo reponerse… Pero, con todo, lo más aflictivo fue el resto: su vuelta, su congoja, la alarma de su madre, el interrogatorio del padre, obstinado en apurar todos los detalles y, luego, en las horas siguientes, el solitario crecimiento de sus ansias vengativas. "Deseo", "anhelo", no son las palabras; más bien habría que decir: una necesidad física tan imperiosa como el hambre o la sed, de traerlo a casa, atarlo a una columna del patio y, ahí, dispararle un tiro con el pesado revólver del abuelo. Esto es lo que quería con vehemencia imperiosa, lo que dolorosamente necesitaba; y cuando el abuelo, de quien se prometía esta justicia, rompió a reír acariciándole la cabeza, se sintió abandonado del mundo.

Habían pasado años, había crecido, había cursado su bachillerato; después, en Madrid, filosofía y letras; y con intervalos mayores o menores, nunca había dejado de cruzarse con su enemigo, también hecho un hombre. Se miraban al paso, con simulada indiferencia, se miraban como desconocidos, y seguían adelante; pero ¿acaso no sabían ambos?… "Y ¿qué habrá sido del tal Rodríguez en esta guerra?", se preguntaba de pronto Santolalla, representándose horrores diversos -los moros, por ejemplo, degollando heridos en el hospital-; se preguntaba: "si tuviera yo en mis manos ahora al detestado Rodríguez, de nuevo lo dejo escapar…". Se complacía en imaginarse a Rodríguez a su merced, y él dejándolo ir, indemne. Y esta imaginaria generosidad le llenaba de un placer muy efectivo; pero no tardaba en estropeárselo, burlesca, la idea del miliciano, a quien, en cambio, había muerto sin motivo ni verdadera necesidad. "Por supuesto -se repetía-, que si él hubiera podido me mata a mí; era un enemigo. He cumplido, me he limitado a cumplir mi estricto deber, y nada más". Nadie, nadie había hallado nada de vituperable en su conducta; todos la habían encontrado naturalísima, y hasta digna de loa… "¿Entonces?", se preguntaba, malhumorado. A Molina, el capitán de la compañía, le interrogó una vez, como por curiosidad: "Y con los prisioneros que se mandan a retaguardia, ¿qué hacen?" Molina le había mirado un momento; le había respondido: "Pues… ¡no lo sé! ¿Por qué? Eso dependerá". ¡Dependerá!, le había respondido su voz llena y calmosa. Con gente así ¡cómo seguir una conversación, cómo hablar de nada! A Santolalla le hubiera gustado discutir sus dudas con alguno de sus compañeros; discutirlas, ¡se entiende!, en términos generales, en abstracto, como un problema académico. Pero ¿cómo? ¡si aquello no era problema para nadie! "Yo debo de ser un bicho raro"; todos allí lo tenían por un bicho raro; se hubieran reído de sus cuestiones; "éste -hubieran dicho- se complica la existencia con tonterías". Y tuvo que entregarse más bien a meras conjeturas sobre cómo apreciaría el caso, si lo conociera, cada uno de los suyos, de sus familiares, empleando rato y rato en afinar las presuntas reacciones: el orgullo del abuelo, que aprobaría su conducta (¿incluso -se preguntaba- si se le hacía ver cuán posible hubiera sido hacer prisionero al soldado enemigo?); que aprobaría su conducta sin aquilatar demasiado, pero que, en su fondo, encontraría sorprendente, desproporcionada la hazaña, y como impropia de su Pedrito; el susto de la madre, contenta en definitiva de tenerlo sano y salvo después del peligro; las reservas y distingos, un poco irritantes, del padre, escrutándolo con tristeza a través de sus lentes y queriendo sondearle el corazón hasta el fondo; y luego, las majaderías del cuñado, sus palmadas protectoras en la espalda, todo bambolla él, y alharaca; la aprobación de la hermana, al sentirle a la par de ellos.

Como siempre, después de pensar en sus padres, a Santolalla se le exasperó hasta lo indecible el aburrimiento de la guerra. Eran ya muchos meses, años; dos años hacía ya que estaba separado de ellos, sin verlos, sin noticias precisas de su suerte, y todo -pensaba-, todo por el cálculo idiota de que Madrid caería en seguida. ¡Qué de privaciones, qué de riesgos allá, solos!

Pero a continuación se preguntó, exaltadísimo: "¿Con qué derecho me quejo yo de que la guerra se prolongue y dure, si estoy aquí, pasándome, con todos estos idiotas y emboscados, la vida birlonga, mientras otros luchan y mueren a montones?" Se preguntó eso una vez más, y resolvió, "sin vuelta de hoja", "mejor hoy que mañana" llevar a la práctica, "ahora mismo, sí", lo que ya en varias ocasiones había cavilado: pedir su traslado como voluntario a una unidad de choque. (¡La cara que pondría el abuelo al saberlo!) Su resolución tuvo la virtud de cambiarle el humor. Pasó el resto del día silbando, haciendo borradores, y, por último, presentó su solicitud en forma por la vía jerárquica.