El capitán Molina le miró con curiosidad, con sospecha, con algo de sorna, con embarazo.
– ¿Qué te ha entrado, hombre?
– Nada; que estoy harto de estar aquí.
– Pero, hombre, si esto se está acabando; no hagas tonterías.
– No es una tontería. Ya estoy cansado -confirmó él, sonriendo: una sonrisa de disculpa.
Todos lo miraron como a un bicho raro. Iribarne le dijo:
– Parece que el teniente Santolalla le ha tomado gusto al "tomate".
Él no contestó; le miró despectivamente.
– Pero, hombre, si la guerra ya se acaba -repitió el capitán todavía.
Dióse curso a la solicitud, y Santolalla, tranquilizado y hasta alegre, quedó a la espera del traslado.
Pero, entretanto, se precipitaba el desenlace: llegaron rumores, hubo agitación, la campaña tomó por momentos el sesgo de una simple operación de limpieza, los ejércitos republicanos se retiraban hacia Francia, y ellos, por fin, un buen día, al amanecer, se pusieron también en movimiento y avanzaron sin disparar un solo tiro.
La guerra había terminado.
IV
Al levantarse y abrir los postigos de su alcoba, se prometió Santolalla: "¡No! ¡De hoy no pasa!" Hacía una mañana fresquita, muy azul; la mole del Alcázar, en frente, se destacaba, neta, contra el cielo… De hoy no pasaba -se repitió, dando cuerda a su reloj de pulsera-. Iría al Instituto, daría su clase de geografía y, luego, antes de regresar para el almuerzo, saldría ya de eso; de una vez, saldría del compromiso. Ya era hora: se había concedido tiempo, se había otorgado prórrogas, pero ¿con qué pretexto postergaría más ese acto piadoso a que se había comprometido solemnemente delante de su propia conciencia? Se había comprometido consigo mismo a visitar la familia de su desdichada víctima, de aquel miliciano, Anastasio López Rubielos, con quien una suerte negra le llevó a tropezarse, en el frente de Aragón, cierta tarde de agosto del año 38. El 41 corría ya, aún no había cumplido aquella especie de penitencia que se impusiera, creyendo tener que allanar dificultades muy ásperas, apenas terminada la guerra. "He de buscar -fue el voto que formuló entonces en su fuero interno-, he de buscar a su familia; he de averiguar quiénes son, dónde viven, y haré cuanto pueda por procurarles algún alivio". Pero, claro está, antes que nada debió ocuparse de su propia familia, y también, ¡caramba!, de sí mismo.
Apenas obtenida licencia, lo primero fue, pues, volar hacia sus padres. Sin avisar y, ¡cosa extraña!, moroso y desganado en el último instante, llegó a Madrid; subió las escaleras hasta el piso de su hermana donde ellos se alojaban y, antes de haber apretado el timbre, vio abrirse la puerta: desde la oscuridad, los lentes de su padre le echaron una mirada de terror y, en seguida, de alegría; cayó en sus brazos y, entre ellos, le oyó susurrar: "¡Me has asustado, chiquillo, con el uniforme ese!" Dentro del abrazo, que no se deshacía, que duraba, Santolalla se sintió agonizar: la mirada de su padre -un destello- ¿no había sido, en la cara fina del hombre cultivado y maduro, la misma mirada del miliciano pasmado a quien él sorprendió en la viña para matarlo? Y, dentro del abrazo, se sintió extraño, espantosamente extraño, a aquel hombre cultivado y maduro. Como agotado, exhausto, Santolalla se dejó caer en la butaquilla de la antesala… "Me has asustado, chiquillo"… Pero ahora ¡cuánta confianza había en la expresión de su padre!, flaco, avejentado, muy avejentado, pero contento de tenerlo ante sí, y sonriente. Él también, a su vez, lo contemplaba con pena. Inquirió: "¿Mamá?" Mamá había salido; venía en seguida; habían salido las dos, ella y su hermana, a no sabía qué. Y de nuevo se quedaron callados ambos, frente a frente.
La madre fue quien, como siempre, se encargó de ponerle al tanto, conversando a solas, de todo. "No me pareces el mismo, hijo querido -le decía, devorándolo con los ojos, apretándole el brazo-; estás cambiado cambiado". Y él no contestaba nada: observaba su pelo encanecido, la espalda vencida -una espalda ya vieja-, el cuello flaco; y se le oprimía el pecho. También le chocaba penosamente aquella emocional locuacidad de quien era toda aplomo antes, noble reserva… Pero esto fue en el primer encuentro; después la vio recuperar su sensatez -aunque, eso sí, estuviera, la pobre, ya irremediablemente quebrantada- cuando se puso a informarle con detalle de cómo habían vivido, cómo pudieron capear los peores temporales, "gracias a que las amistades de tu padre -explicaba- contrarrestaron el peligro a que nos dejó expuestos la fuga de tu cuñado…" Durante toda la guerra había trabajado el padre en un puesto burocrático del servicio de abastecimientos; "pero, hijo, ahora, otra vez, ¡imagínate!… En fin -concluyó-, de aquí en adelante ya estaremos más tranquilos: oficial tú y, luego, con tu abuelo al quite…" El abuelo seguía tan terne: "¡Qué temple, hijito! Un poco más apagado, quizá; tristón, pero siempre el mismo"
Santolalla le contó a su madre la aventura con el miliciano; se decidió a contársela; estaba ansioso por contársela. Comenzó el relato como quien, sin darle mayor importancia, refiere una peripecia curiosa acentuando más bien en ella los aspectos de azar y de riesgo; pero notó pronto en el susto de sus ojos que percibía todo el fondo pesaroso, y ya no se esforzó por disimular: siguió, divagatorio, acuitado, con su tema adelante. La madre no decía nada, ni él necesitaba ya que dijese; le bastaba con que lo escuchara. Pero cuando, en la abundancia de su desahogo, se sacó del bolsillo los documentos de Anastasio y le puso ante la cara el retrato del muchacho, palideció ella, y rompió en sollozos. ¡Ay, Señor! ¿Dónde había ido a parar su antigua fortaleza? Se abrazaron, y la madre aprobó con vehemencia el propósito que, apresuradamente, le revelaba él de acercarse a la familia del miliciano y ofrecerle discreta reparación. "¡Sí, sí, hijo mío, sí!"
Mas, antes de llevarlo a cabo, tuvo que proveer a su propia vida. Arregló lo de la cátedra en el Instituto de Toledo, fue desmovilizado del ejército, y -a Dios gracias- consiguieron verse al fin, tras de no pocas historias, reunidos todos de nuevo en la vieja casa. Tranquilo, pues, ya en un curso de existencia normal, trazó ahora Pedro Santolalla un programa muy completo de escalonadas averiguaciones, que esperaba laboriosas, para identificar y localizar a esa pobre gente: el padrón, el antiguo censo electoral, la capitanía general, la oficina de cédulas personales, los registros y fichas de policía… Mas no fue menester tanto; el camino se le mostró tan fácil como sólo la casualidad puede hacerlo; y así, a las primeras diligencias dio en seguida con el nombre de Anastasio López Rubielos, comprobó que los demás datos coincidían y anotó el domicilio. Sólo faltaba, por lo tanto, decidirse a poner en obra lo que se tenía prescrito.
"¡De hoy no pasa!", se había dicho aquella mañana, contemplando por el balcón el día luminoso. No había motivo ya, ni pretexto para postergar la ejecución de su propósito. La vida había vuelto a entrar, para él, en cauces de estrecha vulgaridad; igual que antes de la guerra, sino que ahora el abuelo tenía que emplear su tiempo sobrante, que lo era todo, en pequeñas y -con frecuencia- vejatorias gestiones relacionadas con el aceite, con el pan, con el azúcar; el padre, pasarse horas y horas copiando con su fina caligrafía escrituras para un notario; la madre, azacaneada todo el día, y suspirona; y él mismo, que siempre había sido taciturno, más callado que nunca, malhumorado con la tarea de sus clases de geografía y las nimias intrigas del Instituto. ¡No, de hoy no pasaba! Y ¡qué aliviado iba a sentirse cuando se hubiera quitado de una vez ese peso de encima! Era, lo sabía, una bobada ("soy un bicho raro"): no había quien tuviera semejantes escrúpulos; pero… ¡qué importaba! Para él sería, en todo caso, un gran alivio. Sí, no pasaba de hoy.
Antes de salir, abrió el primer cajón de la cómoda, esta vez para echarse al bolsillo los malditos documentos, que siempre le saltaban a la vista desde allí cuando iba a sacar un pañuelo limpio; y, provisto de ellos, se echó a la calle. ¡Valiente lección de geografía fue la de aquella mañana! Apenas la hubo terminado, se encaminó, despacio, hacia las señas que, previamente, tuviera buen cuidado de explorar: una casita muy pobre, de una sola planta, a mitad de una cuesta, cerca del río, bien abajo.
Encontró abierta la puerta; una cortina de lienzo, a rayas, estaba descorrida para dejar que entrase la luz del día, y desde la calle podía verse, quieto en un sillón, inmóvil, a un viejo, cuyos pies calentaba un rayo de sol sobre el suelo de rojos ladrillos. Santolalla adelantó hacia dentro una ojeada temerosa y, tentándose en el bolsillo el carnet de Anastasio, vaciló primero y, en seguida, un poco bruscamente, entró en la pieza. Sin moverse, puso el viejo en él sus ojillos azules, asustados, ansiosos. Parecía muy viejo, todo lleno de arrugas; su cabeza, cubierta por una boina, era grande: enormes, traslucidas, sus orejas; tenía en las manos un grueso bastón amarillo.
Emitió Santolalla un "¡buenos días!", y notó velada su propia voz. El viejo cabeceaba, decía: "¡Sí, sí!"; parecía buscar con la vista una silla que ofrecerle. Sin darse cuenta, Santolalla siguió su mirada alrededor de la habitación: había una silla, pero bajita, enana; y otra, con el asiento hundido. Mas ¿por qué había de sentarse? ¡Qué tontería! Había dicho: "¡Buenos días!" al entrar; ahora agregó:
– Quisiera hablar con alguno de la familia -interrogó-: la familia de Anastasio López Rubielos ¿vive aquí? Se había repuesto; su voz sonaba ya firme.