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La prosa, sobre todo, quedó en meros experimentos, por cuanto la mayor entidad de su elemento ideológico requiere muy amplias, complejas y cabales correspondencias objetivas, sin que por lo común adquieran plenitud sus posibilidades expresivas en manos de escritores jóvenes, ni -en ningún caso- sea indiferente la posición que el literato mantenga frente al mundo cuyos materiales de experiencia ha de elaborar. Por eso, mientras algunas nuevas voces líricas unen su queja, desde las ruinas, a los acentos familiares de poetas ya conocidos de antes, el campo de la creación en prosa permanece poco menos que yermo…

Pero no voy a analizar aquí el actual estado de la literatura española. española. Recientemente lo ha hecho, ciñéndose a España, Ricardo Gullón (revista Realidad, de Buenos Aires, número 12, noviembre-diciembre 1948); y yo mismo, con particular referencia a la situación de los escritores emigrados, en Cuadernos Americanos, de México (número 1 de 1949); al tiempo que en la reciente Historia de la literatura española, de Ángel del Río, puede leerse también un último capítulo, " La Guerra Civil y sus consecuencias", que aprieta la garganta de pena, y más aún por el derroche de la buena voluntad que su autor ha puesto al redactarlo. Se asombra en él de que, hasta su fecha, apenas hubiera adquirido estado la Guerra Civil en las letras españolas, sino que más bien parecieran los escritores tratar de soslayarla, reanudando, como si tal cosa, el hilo de su anterior producción.

Y en principio llama la atención, es cierto, el hecho de que, mientras otros países sometidos después a experiencias tan crueles, Inglaterra, Francia, Italia, han digerido en seguida sus peripecias tremendas elaborando con ellas una literatura copiosa y, en casos, excelente, no haya sucedido así con la guerra española, que, en cambio, plumas extranjeras -Malraux, Hemingway, por no citar sino dos entre las más ilustres- tomaron como tema.

Pero hay que decirlo: no tan en absoluto ha carecido de efectos literarios valiosos ese conflicto nuestro, aunque haya sido a través de los géneros más aptos para incorporar en forma directa la emoción de la materia bruta: no sólo los poemas de León Felipe, algunos de los sonetos últimos de Antonio Machado, algunas de las sátiras de Rafael Alberti, alcanzarán, por ejemplo, el nivel clásico. Y sin duda, no sólo la falta del buen escritor en sazón, sino quizá, por encima de todo, las circunstancias (unas circunstancias que, bajo el título de "Para quién escribimos nosotros", procuraba estudiar yo en mi aludido artículo) han impedido que la Guerra Civil, experiencia central de mi generación, ingrese de lleno en la literatura, con toda la pujanza y dignidad que a primera vista le corresponde.

Las novelas que ahora doy al público abordan el pavoroso asunto, y quieren tratarlo -no en vano he dejado transcurrir un decenio antes de intentarlas- en forma tal que excluya todo elemento anecdótico… Pero -me pregunto- ¿será lícito que explique a mis lectores lo que me he propuesto al escribirlas? No ignoro, por supuesto, que el autor de una invención literaria sólo puede declarar sus intenciones, sin juzgar el resultado; y tampoco se me escapa que su interpretación es tan falible como cualquier otra, y no más legítima, pues en la creación artística los propósitos deliberados, aun en el caso de lograrse, lejos de cubrir la plenitud de la obra y agotar su sentido son, cuando más, un buen punto de enfoque para acercarse a ella, y, con frecuencia, mera fuente de confusión. Muchas consideraciones desaconsejan, bien lo sé, tal especie de proemios explicativos. Mas el estado de la literatura es hoy, para quienes escribimos español, tan precario que, a falta de todas las instancias organizadas en un ambiente normal de cultura, no sólo por la necesidad del propio autor, sino hasta por consideración al lector desamparado, debe aquél procurarle las aclaraciones que estén en su mano, y orientarlo algo. ¿Qué tácitos presupuestos lo harían superfluo? Hay que aceptar, pues, la humillación de aparecer quizá como vanidoso o pedante o descarado ponderador de la propia mercadería, por amor a ese servicio.

Viene este libro después de Los usurpadores, cuyas piezas proyectan sobre diferentes planos del pasado angustias muy de nuestro tiempo. Las novelas que integran el presente volumen acercan las mismas angustias a la experiencia viva de donde dimanan. Todas ellas contemplan la Guerra Civil española; todas, sí, incluso la primera, "El mensaje", que no alude para nada al conflicto y que hasta se supone discurriendo en época anterior a 1936. Pues el tema de la Guerra Civil es presentado en estas historias bajo el aspecto, permanente de las pasiones que la nutren; pudiera decirse: la Guerra Civil en el corazón de los hombres. De modo que los personajes de esta primera narración, criaturas vulgarísimas, y que ni siquiera pudieron ventear la futura tragedia, la llevaban sin saberlo escondida dentro de sus vidas rutinarias y grises, en la tensión de la envidia sofocada, de la presunción estúpida, del aburrimiento, y también en el ansia de algo extraordinario, grande, de algún asunto susceptible de apasionar, y arrebatar, y encender a todo el pueblo con lo que podría sugerirse que, en un sentido remoto, el nunca descifrado "mensaje" anunciaba eso, la Guerra Civil, y no otra cosa.

Así, "El mensaje" va en primer lugar: es el pórtico para las otras novelas, donde la guerra ha hecho ya acto de presencia con la fuerza irrevocable de lo acontecido. Los mismos sentimientos que allí daban un juego más bien cómico, que allí daban un juego más bien cómico, han tejido ahora la estofa de la guerra, trocándose de repente en sustancia trágica. Ahora, todos los personajes, inocentes-culpables o culpables-inocentes llevan sobre su conciencia el peso del pecado, caminan en su vida oprimidos por ese destino que deben soportar, que sienten merecido y que, sin embargo, les ha caído encima desde el cielo, sin responsabilidad específica de su parte. Tampoco en las dos novelas de corte paralelo, "El regreso" y "La cabeza del cordero", se presenta la guerra en su actualidad, sino ya como un pretérito consumado. Han pasado después de ella diez años; pero sigue estando ahí, gravita inexorablemente sobre uno y otro protagonista, y distintos entre sí como lo son, tanto en carácter como en circunstancias, ambos remiten a ella su destino respectivo. Están sus vidas engarzadas en la guerra; más aún: la guerra está hecha con sus vidas, con su conducta; sin embargo, el enorme acontecimiento los abruma y provoca en ellos ese horror que, en las pesadillas, nos producen a veces nuestros propios pasos; en los espejos convexos, los rasgos de nuestra propia fisonomía.

Y sólo en el otro relato, en "El Tajo", se adelanta por fin la guerra hasta el plano de la actualidad, hace acto de presencia; pero es una guerra reducida a lucha singular, a un episodio único, alrededor del cual vuelve a surgir el equívoco de inocencia y culpa, ahora como drama de una conciencia que examina la propia conducta. Precisamente tal subjetivización del problema común ha determinado las diferencias más acusadas entre esta novela y las demás. Por de pronto, la técnica de la narración difiere aquí de la seguida en las otras, todas tres relatadas en primera persona. En "El Tajo", el relato se hace impersonal, en busca de una objetividad de la forma que compensara de la mayor interiorización del tema. Su protagonista está sometido a la observación desde dentro y desde fuera, mientras que los protagonistas de las restantes novelas son ellos quienes observan y moldean el mundo según su respectiva personalidad, que es, en todos los casos, una personalidad fuerte y directa; el yo de "El mensaje", mezquino, vanidoso y lleno de envidia; el yo de "El regreso", sano de alma, astuto y un tanto brutal; el yo de "La cabeza del cordero", inteligente, cínico, burlón, canalla… El protagonista de "El Tajo" es, en cambio, un carácter blando, solitario, soñador; es el burgués cultivado, capaz de análisis finos y de sentimientos generosos, pero no de superar el abismo abierto a sus pies por la discordia entre los hombres. Las tensiones que antes pudieron verse en acción, disimuladas primero con las argucias de la civilidad, desatadas luego en el furor de la revolución, se tiñen ahora de motivos ideológicos; pero muy tenuemente y casi tan sólo en forma alusiva, ya que las discusiones que amargan las comidas familiares en casa del protagonista se refieren, no a la Guerra Civil, donde está centrada la narración, no a ningún conflicto político interno, sino a la primera y ya remota guerra mundial, cuyos partidos diseñaron, en aquella España neutralizada, el tajo que más tarde escindiría a los españoles en dos bandos irreconciliables.

Responden, como se ve, estas nuevas invenciones literarias mías a la experiencia de la Guerra Civil; ofrecen una versión, entre tantas posibles, del modo como yo percibo, en esencia, el tremendo acontecimiento por el cual nosotros, los españoles, hubimos de abrir la grande y violenta mutación histórica a que está sometido el mundo.

Que nuestra participación, como pueblo, haya sido y deba serlo todavía oblicua, enrevesada, intrincada y ambigua en su sentido, pertenece a un destino que no corresponde discutir aquí. Ese destino dificulta, por su parte, la expresión plena y normal de tal experiencia, pero en modo alguno la anula. No menos que los pueblos que soportaron después bombardeos, invasiones, ocupación militar, exterminios y demás horrores durante la segunda, reciente guerra mundial, nos ha tocado a nosotros sondar el fondo de lo humano y contemplar los abismos de lo inhumano, desprendernos así de engaños, de falacias ideológicas, purgar el corazón, limpiarnos los ojos, y mirar al mundo con una mirada que, si no expulsa y suprime todos los habituales prestigios del mal, los pone al descubierto y, de ese modo sutil, con sólo su simple verdad, los aniquila.