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Los puntos suspensivos de mi frase flotaron en el vacío, sin que él se apresurase a recogerlos: no parecía resuelto a anudar nada en el cabo suelto que yo le había largado. Sonó por último su voz calmosa y, sin embargo, vibrante, hasta llenar la sala: "Mucho te agradezco, señor, que te hayas dignado honrar con tu presencia esta humilde casa, y tomar posesión de ella como dueño". La tirada era, por supuesto, estudiada y aprendida; pero estaba dicha con un tono firme, cuyas pausas, que no llegaban a la vacilación, le prestaban una sombra de naturalidad, al tiempo que la leve extrañeza del acento quitaba a la fórmula la antipatía de su rigidez convencional, ya superada en cierto modo por el exceso mismo que tan recargada la hacía. Más tarde pude comprobar que el habla de mi huésped era un castellano arcaizante y literario, no tanto en razón de los vocablos como por la inflexión de sus cláusulas; o quizá le venía esa apariencia rebuscada de que muchas palabras, nombres de objetos modernos -voces inglesas pronunciadas por él a la francesa, o bien aquellas francesas que interpolaba sin tasa al hablar-, contrastaban en sus labios con ciertas palabras castellanas cuyo uso es hoy ya infrecuente en España, donde acaso un neologismo, paralelo a los nombres extranjeros, ha desplazado entretanto, para muchos menesteres o utensilios de la vida actual, a aquellos términos vernáculos que hubieran podido -y quizá debido, como quieren los puristas- adaptarse a las nuevas condiciones…

Por lo pronto, el extremo de su cortesía solemne me paralizó más aún de lo que ya estaba; y no me cupo entonces duda de cuán improcedente era el aire de soflama con que me había dejado ir en este asunto: ¡decididamente, había obrado con ligereza!; y ahora, forzado a improvisar, de prisa y corriendo, una actitud seria, decorosa, deferente, conveniente, caía en la más envarada decencia, y me sentía ridículo. Aquel muchacho, arrellanado ahí en sus cojines, mostraba un dominio de la situación que a mí, con mis treinta y siete años y el mundo recorrido, me faltaba; sí, me estaba faltando.

Resolví, con todo, no dejarme arrastrar en la cadena interminable de los cumplidos, donde él encontraría siempre ventaja; y, para entrar en materia, le expresé cuánto me había extrañado su iniciativa de buscarme, le pregunté cómo había sabido acerca de mí y de mi llegada a la ciudad, y le pedí que me explicara el fundamento de su interés hacia mi persona. "Probablemente, pienso yo, habrá sido la curiosidad por nuestro común apellido…"

Aquí, sí, decidí callarme y esperar, aunque fuese durante una hora, a que él tomara la palabra. Lo hizo tras un breve silencio… No intentaré reproducir sus frases exactas; no podría recordarlas con la misma precisión de aquella primera que tan grabada se me quedó, ni transcribir su mezcla de construcciones añejas o librescas con giros franceses, su combinación chistosa de otrora, con aérodrome, de office, con venia. Lo que me dijo fue, en resumen: que a través de un muchacho muy allegado a su casa, y que trabajaba como empleado en las oficinas de la Compagnie de Navigation Aérienne, habían sabido con anticipación la llegada a Fez de un viajero español, Torres de nombre, y natural de Almuñécar, punto de origen éste de donde su propia familia procedía; y que sospechando en tal coincidencia ser unos y otros ramas derivadas de un mismo tronco, o mejor, casi convencidos de ello, habían deliberado ponerse en contacto con él -es decir, conmigo- para ofrecérsele en un todo. No me ocultaba que antes de atreverse a dar semejante paso habían vacilado bastante: más aún: que él mismo, siendo como era el jefe de la familia y por consiguiente el más cargado con el sentido de la responsabilidad, era quien más renuente se había mostrado en las conversaciones al respecto; pero que por fin cedió -de lo que se alegraba ahora- a instancias de su madre, cuya curiosidad femenina espoleaba con excesiva ansia a averiguar las posibles, probables, casi seguras vinculaciones de sangre con aquel forastero…

"Sin embargo, el apellido Torres es tan frecuente en España que -aventuré yo- sería mucha casualidad…" ¡Eso, eso mismo era lo que él había objetado a las vehemencias de su madre: un apellido demasiado frecuente en España, y también en Marruecos! Pero ella alegaba: "¡Torres, de Almuñécar, mi hijo y señor; de Almuñécar!"; y tal vez no le faltaba razón para insistir. Pues ellos provenían de Almuñécar; eso era archisabido, se venía repitiendo de padres a hijos y constituía, por así decirlo, el núcleo de las tradiciones domésticas. "Tanto -corroboró Yusuf animadamente-, que si yo alguna vez fuera a Almuñécar, creo que hasta encontraría parajes conocidos: la huerta grande, y el lagar, donde cada año se pisaban muchísimos carros de uva roja". ¿No conocía yo ese lagar famoso de los Torres y la huerta grande?

Me sonreí de su puerilidad; pero no sin advertir que en ella había una buena parte de juego poético, de ingenuidad fingida. "¡Quizá! -le respondí-. Pero, ¡hay por allá tantos lagares, y tantas huertas, y tantos Torres! Además, hace ya demasiados siglos que ustedes salieron de Almuñécar; y aun yo mismo, con ser nacido ahí…" (Era verdad; desde que, teniendo yo dieciocho años, nos trasladamos a Málaga mi madre y yo, no había vuelto al pueblo; y eso, iba para veinte años.) "En fin -agregué-, mis recuerdos de Almuñécar tampoco son demasiado recientes. Por mucho que me acuerde de mi casa, con el escudo de armas tallado sobre la puerta, del corral, tapias encaladas bajo los cerezos, las acequias debajo, todo eso está en mi memoria un poco a la manera de retazos…" Me había puesto a divagar. El joven Yusuf escuchaba, pensativo, preocupado, aburrido tal vez. Tras una pausa me preguntó si yo no sentía, después de todo, la nostalgia de aquella tierra por la que varias generaciones de los Torres mahometanos habían suspirado ahí en Fez. Él -me confesó- sentía una especie de nostalgia heredada y obligatoria, una costumbre de nostalgia, un rito de nostalgia. "Es que nosotros nos dejamos en España lo mejor de nuestra grandeza. Y de entonces acá no hemos hecho sino seguir perdiendo; hoy somos pobres…" Me declaró que esta pobreza fue uno de los argumentos que más habían pesado en la discusión de la víspera sobre si me invitarían o no a visitarlos. Su hermana -tenía una hermana- hubiera preferido no hacerlo: "¿Para qué?", preguntaba. Mas su madre, empeñada en ello, aducía: "Si resultase no ser pariente nuestro, nada nos importa. Pero si, como estoy segura, es de nuestra sangre, lo de menos será que tengamos o no riquezas: una flor que le ofrezcamos, un vaso de agua, basta".

Yo, escuchándolo, dudaba mucho por mi parte del famoso parentesco. Pudiera ser; pero, a la verdad, todo aquello me resultaba demasiado novelesco. Imposible, imposible, no es que lo fuera: ¡quién sabe, a lo largo del tiempo, las ramificaciones que un árbol genealógico puede haber tenido!… Esta gente aseguraba ser originaria de Almuñécar; se llamaba Torres, como nosotros. ¡Cualquiera sabía! Yo jamás había oído que nuestra familia tuviera, ni de lejos, antecedentes moriscos, ni cosa por el estilo; creo que a mi madre le hubiera dado un soponcio la sola idea… Pero eso tampoco significaba nada; en casa no se hablaba nunca de tales cuestiones; a nadie le gustaba hurgar en el pasado de la familia; no había interés o gusto. O ¿acaso era que se prefería no hablar? ¡Quién sabe! En puridad, nada había que por principio se opusiera a aquello; y si a mí se me resistía, y me negaba a admitirlo como posible, era, no por ningún prejuicio, que no los tengo, sino, a lo sumo, por parecerme demasiado extravagante y hasta cómico un parentesco, aun tan remoto y problemático, con aquellos moros. Como tantas veces sucede, no un razonamiento fundado, sino una impresión así, arbitraria pero muy poderosa, quería cerrar el paso a la eventualidad de ese parentesco, y me parece que se hubiera defendido incluso contra la pura evidencia.

Evidencia, claro está que no había ninguna; pero tampoco -justo es reconocerlo- hubiera sido una cosa tan nunca vista. Desde luego, yo no recordaba nada en mi familia que siquiera diese visos de verosimilitud ni de lejos autorizara la sospecha de un viejo entronque mahometano -como no fuese precisamente, esa falta de interés hacia los antepasados. Falta de interés, por otra parte, no tan sin excepción, como vine a recapitular en seguida, pues mi tío Jesús -aunque sólo él, el mayor de los hermanos, un tipo chapado a la antigua, intransigente y agresivo, tradicionalista, lo que durante cierta época se motejó de cavernícola- había tenido el capricho de los papelotes viejos, de los pergaminos; le gustaba guardarlos, repasarlos alguna vez; y presumía de haber profundizado en las raíces nobiliarias de nuestra casa. Sí, él sí; mi tío Jesús sí que tenía esa común manía de grandezas de los hidalgos aldeanos. Para él, nuestra estirpe era de las que fundaron la ciudad, antes de perder a España don Rodrigo (¡en tal caso, pues, antes de que llegaran los moros!). Y ¡cómo se ufanaba el pobre con tales fantasías! Llegaban a embriagarlo, esos humos de nobleza; se escuchaba, le ardía la mirada; mientras que nosotros, los sobrinos, y aun sus propios hijos, le oíamos como quien oye llover. Nos agradaba oírle, era divertido; pero le oíamos con incredulidad y hasta con su poquito de sorna. ¿Qué hubiera dicho de esa aventura mía el tío Jesús? ¿Cómo lo hubiera tomado? ¿Con orgullo y alegría?; ¿o quizá con vejación, por tratarse de infieles?… En todo caso, le hubiera producido una excitación formidable; y, desde luego, hubiera dado crédito inmediato a la historia del parentesco; como artículo de fe la hubiera recibido. Por lo demás, nadie como él -aparte fantasías- estaba en condiciones de haber puesto en claro… Era el único de la familia preocupado por este orden de cosas; y, una vez muerto…