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Descansaba ya, pues, en esta idea, de la que no sabría precisar si me complacía o me abrumaba, cuando de improviso, y fuera de toda ocasión, rompí en una carcajada. Ahí tuvo la locuaz señora que interrumpirse en su cháchara para, entre desconcertada y corrida, preguntarme de qué me reía. "Véase -le respondí después de un momento-, véase lo que son estas cuestiones de parecidos, aires de familia, etc. Les voy a decir el motivo de mi risa: es el caso que, impresionado por la idea de nuestro común origen, y deseoso de verla confirmada, me esforzaba yo por hallar escrito en los rostros el certificado de nuestro parentesco de sangre. Y desde el instante mismo en que tuve el honor de ver a la señora, creí encontrar en ella un parecido extremo con el menor de mis tíos, mi tío Manuel, que ahora anda por América; y ya me sentía yo tan satisfecho de poseer esa prueba viviente, tan contento, tan… Pero, de improviso (¡mi gozo en un pozo!), caigo en la cuenta de que este parentesco, de existir realmente, no afectaría a la señora, puesto que vendría por la línea paterna. De manera que el tal parecido no podía ser sino figuración mía. Mi engaño me ha dado risa -añadí riéndome otra vez, ya sin gana-. ¡Cuánto puede la imaginación!"

"¡Paso, paso! -se apresuró ella a contestar, oponiéndome la palma de la mano-; ¡pasito, amigo!: que yo también soy Torres; que mi señor y yo éramos primos hermanos, de modo que en nuestros hijos afluyó por doble canal la sangre de la familia". Estaba triunfante, resplandecía.

Me refugié entonces en los hijos. Eché una mirada alternativa a los dos hermanos, y -remachada la cadena de nuestro parentesco en el punto mismo la daba por rota- les hallé ahora, juntos, una insistente semejanza con mis primas, las hijas de mi tío Manolo, y también con Gabrielito, y hasta, para colmo, con los del pobre tío Jesús.

En la pausa, la muchacha había inclinado su cabeza -redonda, y partido por una raya en el centro su cabello negro y liso, tal como yo podía verla en ese momento- para atender por encima del hombro de su madre las instrucciones que ésta le daba a media voz. No eran un misterio: le encargó de preparar refrescos; pues, irguiéndose con presteza, y rodeando nuestro grupo, fue a reunir unos limones que estaban alineados en el brocal del pozo y se entró, con ellos en el delantal, para salir al cabo de un ratito, portadora de un gran jarro, al que en seguida vendrían a unírsele sobre la mesa muy limpios vasos de vidrio.

Entretanto, la señora había reanudado su entusiasta charla. Me explicaba copiosamente enlaces, circunstancias y avatares de toda su parentela. Una fuerte discordia, con disgustos mortales en la familia, parece que se había producido alrededor de sus bodas con Muley ben Yusuf Torres, el padre de este mozo que ahora, en presencia de la madre, callaba distraído en machacar entre los dientes el cabo de una rosa poco antes arrancada al paso de un rosal cercano. En la trifulca, abundante en derivaciones, y donde no faltaron, según se podía colegir, los episodios de violencia ni las complicaciones de intereses, debieron intervenir gentes de dentro y gentes de fuera; y sólo el tacto, la prudencia cargada de años de un bisabuelo tullido fue bastante a apaciguar -que no a extinguir- los rencores… Pero yo no podía seguir bien a la mujer por aquel laberinto: se trataba de personas numerosas, a quien por vez primera oía mentar, y que se me confundían entre sí. ¿Cómo, pues, fijar la atención en las vueltas de aquel torbellino? Mientras ella devanaba sus embrolladas historias, me aplicaba yo a comprobar en sus maneras, en sus gestos, y aun en sus facciones, las maneras, gestos y facciones de mis tíos. Y por cierto que, de modo muy imprevisible, se me revelaban ahí ahora, más que los de Manuel, cauto aunque apasionadísimo, los de Jesús, el pobre tío Jesús, cuya violencia inocentona, y un poco también su estupidez, u obstinación si así se prefiere llamarla, o fanatismo, le había costado la vida del modo más tonto durante los turbios días de la guerra civil. ¡Pobre! Me parecía estar viendo su revolver los ojos, tan pronto desafiantes e iracundos como en la actitud de quien pone al cielo por testigo; el juego incesante de sus manos; los trémulos de su voz, llenos de patetismo y, de improviso, las secas risas burlescas; toda aquella gesticulación de aficionado a la ópera, como solía yo comentar, pues lo era, y ferviente (¿qué no hubiera sido ferviente en él?), a pesar de no haber presenciado en toda su vida, según creo, arriba de cuatro o cinco funciones… En tono menor, y con un matiz de ironía tierna, esta mujer repetía aquí todo el repertorio de cuyo despliegue, siendo yo chico y mozuelo, me había hecho espectador muchas veces mi tío Jesús. Y, a decir verdad, éste mi nuevo descubrimiento no me procuraba mayor placer que el hecho en un comienzo, cuando se me antojó parecida aquella señora a mi tío Manolo. Viéndola así, tan lanzada, tan embalada, me preguntaba yo cómo entonces pudo ocultárseme en ella la personalidad de Jesús bajo la de Manuel. ¿Acaso -pensaba- porque en el corte redondeado de la cara se le asemejaba algo, con una apariencia sumaria, burda? O tal vez porque, al empezar nuestra entrevista, impusiera a su natural fogosidad alguna reserva, un poco de astucia táctica, de la que ya se había desprendido por completo, para no conservar del tío Manuel sino algún destello de irónica malicia, en desventajosa pugna con el ardor ingenuo de Jesús.

Pero ahora la buena señora se quedaba callada de pronto, y me miraba como esperando: algo me había preguntado. ¡Caramba! Yo había seguido, no el curso de sus palabras, sino sus ademanes, el manoteo, las inflexiones de su voz, el temblor de la ceja, y era ese lenguaje el que había recogido -el que de veras me decía algo-; no el que, atropellado y pintoresco, brotaba a borbotones de sus labios. "¿Qué? ¡perdón! ¿Cómo decía?", le pregunté. Una chispa de simpática malignidad brilló en sus ojuelos al repetirme lo que en vano me dijera hacía un instante: Que si no querría yo contarles acerca de mi familia en España, para que nos fuésemos conociendo bien unos a otros.

Por mi parte, reproduje como contestación la pregunta de antes: "Pero ¿tan seguros están ustedes de que somos en realidad todos unos? ¿Cómo pueden estarlo?"

"Desde que te vi, hijo, no lo he dudado más -afirmó ella calurosamente, al tiempo que me apuntaba con el dedo, un dedo regordete adornado de sortijas-. ¡Desde que te vi! Imaginarás que, de no ser así, no íbamos a haberte recibido con esta confianza. Pero ¡me bastó con verte! Estaba viéndote, y el corazón me decía: "¿Qué haces que no corres a abrazarlo?" Me contuve, sin embargo; pensaba: "¿Y si a él no le gusta?" Te tenía miedo (si me había tenido miedo, era indudable que, ya me lo había perdido; yo sonreía); te tenía miedo, no porque dudase, sino por ese aire tuyo, tan adusto, tan seco, tan orgulloso…, ese aire que es, por cierto, el de los Torres. Además…, ¿quieres verte retratado? ¡Aguarda!"

Y se entró muy de prisa, sin aguardar ella misma a nada, y dejándome algo irritado de su volubilidad, para regresar después de un rato de pesado silencio -los hijos, dijérase que no hubiesen existido; el joven continuaba en apariencia impasible, la rosa prendida entre los dientes, pero quizá inquieto o molesto en el fondo; y a la muchacha aún no le había oído siquiera el metal de la voz: seguía en pie detrás del asiento vacío de su madre. Le eché un vistazo furtivo, y advertí que sus ojos estaban dirigidos hacia un punto del huertecillo donde -hasta el momento no había reparado yo en su presencia- el andrajoso mensajero que me había conducido a la casa, encorvado sobre un arriate, escarbaba la tierra con un almocafre, y me observaba desde allí. Cerca de él, un borrego pastaba, atado a un tronco… Regresó, pues, la señora sin mayor tardanza, exhibiendo en la mano un medallón con un retrato coloreado, que me entregó llena de enfática expectativa: el retrato de un hombre de mi edad y -¿para qué voy a negarlo?- algo, bastante parecido a mí: sólo que su pelo, más rubio que el mío (quizá, pienso, como lo tenía yo a los veinte años; luego se me había ido oscureciendo hasta ponérseme castaño), y su mirada (lo que bien pudiera ser amaneramiento del artista), suave y lejana…

La señora esperaba, espiándome, inmóvil y alerta, con una atención de gato, segura, un poco irónica. Cuando me vio levantar la vista del retrato exclamó con triunfante aplomo: "¿Qué tal? ¿Quién es? No eres tú, no; es mi bisabuelo, Mohamed ben Yusuf, el mejor hombre de toda la familia, aquel que logró restituirle aquí, en África, la importancia que antes había tenido en Andalucía. Pues, para que lo sepas, esta nuestra casa, hoy pobre, fue un día una de las principales de Fez. Sí; aunque nos veamos tan reducidos al presente, porque con la llegada de los franceses y con todas las desgracias anteriores hubo ocasión de que medraran sin dificultad gentes indignas, verdaderos usurpadores, la peor canalla capaz de intrigar y acomodarse sin ningún escrúpulo, mientras que…" Y así, otra vez el laberinto.

"… ¿Me dirás cuál ha sido la suerte de los Torres allá?" La pregunta me sacaba de mi distracción con sobresalto. Venía envuelta en esa facundia infatigable que me tenía mareado, y a duras penas pude recuperar, como un borroso escrito a lápiz, las palabras cuyo son todavía retenía mi oído; había dicho, pues: "¿Y vosotros, los de Almuñécar? ¿Me dirás cuál ha sido la suerte de los Torres allá?" Delante de esa frase, una larga, confusa, embrollada explicación quedaba por completo fuera de mi alcance; pero la inflexión de la pregunta, dirigida a mí y destacada luego por el silencio expectante de que fue seguida, me sacó del ensimismamiento en que me dejara sumido el retrato que todavía estaba en mi mano, embarazosamente. Aquel retrato de una persona cuya existencia me era ignorada en absoluto hasta un momento antes, de un hombre que había muerto mucho tiempo atrás, cuando yo ni siquiera había pensado en nacer, pero que, sin embargo, ostentaba con innegable evidencia todos mis rasgos y hubiera podido pasar por un retrato mío trazado ayer mismo, tuvo por lo pronto el poder de suscitar en mí una curiosa y repentina sensación de náusea, un movimiento de las entrañas por escapar de mí mismo, huir de mi figura y encarnación, de estas facciones mías que me tenían aburrido, y hasta de mi nombre, de esas palabras José Torres, que llevaba pegadas como una etiqueta y con las que, de pronto, me resultaba imposible experimentar solidaridad alguna. Eso, ¡claro está!, fue sólo cosa de un abrir y cerrar los ojos, una especie de vértigo. Me libré de él derivando hacia un recuerdo, que probablemente suscitaba una vaga asociación: se me había venido a la memoria, no sé bien cómo ni por qué, otro retrato, una fotografía de mi tío Jesús, viejo ya, con su barbita blanca y su expresión altanera, pero ridículamente disfrazado de moro, en una Alhambra de bambalinas. Nunca había podido comprender yo que un hombre serio y respetable, juez jubilado de primera instancia, incurriera en la humorada de ponerse así, vestido de mamarracho, con turbante, pantuflas y una espingarda al alcance de la mano, entre cojines de raso deslucido y sobre el fondo de un ajimez de cartón, de plantarse así, tan orando, ante el objetivo del fotógrafo; y siempre me había indignado la maldita cartulina, que él se complacía en exhibir dentro de un marco también árabe. Pues, como digo, acudió de pronto a mi memoria esa absurda fotografía que tenía olvidada hace quién sabe los años, y que ninguna semejanza mostraba con este retrato de ahora: retrato de un hombre joven, sin atuendo alguno, y donde sólo aparecía la cabeza, diseñada con sobriedad y visible preocupación por el parecido… ¿Que qué había sido de nuestra familia? Tanto fue el disgusto que me vino al recordar aquel retrato, con su histrionismo indisculpable, que esta vez no despertó en mí la compasión ni la rabia de otras veces el representarme -como en seguida me lo representé- al tío Jesús muerto, con un tiro en la nuca, junto a otros muchos cadáveres alineados en el suelo cual mercancía de feria, ante una multitud de gentes angustiadas que se afanaban por identificar en la hilera a algún familiar desaparecido, y de curiosos, los curiosos de costumbre, haciendo observaciones macabras, chistosas muchas veces, otras feroces, repulsivas siempre. Ahora, el horror de la imborrable escena se mezcló en mí ánimo con la indignación por la fotografía absurda, y la mixtura operaba como un raro estupefaciente con el efecto de poner entre paréntesis el dolor, sin suprimirlo; antes al contrario, destacándolo hasta hacerlo insoportable, pero de otra manera, no como dolor presente y activo. ¡Que qué había sido de nosotros! Arruinado estaba ya, sí, definitivamente estropeado, el humor espléndido con que yo había comenzado mi día. ¡Dios me valga.: que qué había sido de nosotros!