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Miré el reloj, vi que eran pasadas las doce y media, y me puse en pie. "Es ya demasiado tarde -fue mi disculpa-. Eso quedará para la próxima ocasión". "¿Es tarde? Entonces, vienes a comer con nosotros esta noche -dispuso la señora-. ¿No es cierto, hijo? -consultó a Yusuf-. Insístele para que acepte". Hube de aceptar. Mis nuevos parientes me instaban a porfía con extremos de finura por cuyos sutiles vericuetos yo no hubiera podido seguirles, ni siquiera en el supuesto de haber tenido la flema de que por el momento carecía. Para poner término al azorante torneo, zanjé: "Bueno, está bien; vengo a cenar con ustedes, pero a condición de llevarme ahora a Yusuf conmigo: almorzaremos juntos, y pasaremos charlando la hora de la siesta". Asintió la madre con una sonrisa, y el hijo se dispuso a acompañarme.

A pleno pulmón respiré, no bien me vi en la calle, toda blanca de sol. Me volví hacia mi compañero, y también me pareció que él, como si su gravedad se hubiera aliviado, adquiriendo alegría, con sólo transponer la puerta de su casa, se había convertido por arte de magia en un muchachuelo insignificante, ligero, en un chiquillo casi. Le pedí que me indicase un restaurante cómodo, y, después de haber andado cosa de un cuarto de hora o veinte minutos, nos hallamos sentados frente a frente en un amplio comedor con ciertas pretensiones, florero en cada mesa y mozos de chaqueta blanca. Habíamos elegido sitio cerca del ventanal, que daba sobre una hermosa avenida, y, mientras comíamos tan agradablemente -el color de techo y paredes prestaba a la blancura del mantel un fresco matiz verdoso y el zumbido de los ventiladores resultaba apaciguador-, mientras nos demorábamos en el almuerzo, le estuve preguntando detalles acerca de la ciudad y de la zona, con vistas a mi negocio. Si he de decir verdad, sus informes no me sirvieron de mucho. Él estaba muy excitado por la novedad de mi convite -excitado, dentro de la contención de su actitud: el brillo de su mirada, su relativa locuacidad, era lo que podía delatar su feliz estado-, y se mostraba afectuoso más que atento para conmigo. Me bombardeó a preguntas sobre cuestiones de radio, en las que estaba muy interesado. Conocía las marcas y características, y hasta, en el curso de la conversación, me dijo haber tenido hace años el capricho de aprender radiotelefonía, consiguiendo incluso armar un pequeño receptor, que usaron en la casa durante algún tiempo, hasta que por fin se estropeó. "Todavía anda por ahí arrumbado…" Al oírle, sentí compasión de aquella pobre gente, parientes o no, e hice propósito en mi fuero interno de regalarle un Rowner, siquiera fuese el modelo pequeño, lo que sin duda les contentaría mucho y a mí iba a costarme bien poco. Sí -resolví-, les haría ese obsequio…

Se había producido una pausa, que ya se prolongaba demasiado. Para cortarla, se me ocurrió exclamar: "¡Vaya, y qué sorpresa ha sido para mí encontrar tan remotos parientes! ¿En qué época saldrían de España vuestros antepasados? Cuando la expulsión de los moriscos, es claro. ¡Qué terrible! Tener que dejar, de la noche a la mañana, tierras, amigos, bienes, todo, e irse a buscar la vida en otro país casi con lo puesto. Muchos, según se cuenta, dejaron tesoros escondidos, con la vana intención de volver después a rescatarlos en secreto. A lo mejor, vuestros antepasados también dejaron algún tesoro enterrado", aventuré, sonriendo. Me miró él, dudoso, un instante, y confirmó luego: "Pues algo así se decía, en efecto. Pero ¡a saber! Todas las familias que vinieron pretenden haber dejado tales entierros". "Pues yo -remaché por mi parte- lo que puedo decirte es que Andalucía, España entera, está llena a su vez de semejantes decires; es hasta una obsesión: la gente no espera sino en descubrir tesoros: Raro sería que por acá no hubiere un tesoro oculto. Un labrador tropezó en tal sitio con una orza de oro molido, al cavar el campo. En esta casa tan requetevieja tiene que haber algún tesoro… Y no hay duda de que, muy de vez en cuando, un hecho positivo vendrá a alimentar esas fantasías. Yo mismo tengo noticia directa de un caso, que por cierto,

le sucedió a mi abuelo -no al padre de mi padre y mis tíos, los Torres, sino a mi abuelo materno, Valenzuela, don Antonio Valenzuela, un señor a quien yo no alcancé a conocer en vida-. Y, ¿quieres saber cómo fue la cosa? Es divertido. Figúrate que bajaba un día -esto debió de ocurrir, calculo yo, a fines del siglo pasado-; bajaba, digo, por una callejuela solitaria, cuando, apretado por una necesidad, se apartó junto a una tapia, en un recodo, y allí mismo se puso en cuclillas. Mientras despachaba, estaba entretenido en desprender con el bastón los yesones del muro, hurga que te hurga, y…, ¡plaf!, de repente ve que empiezan a caer sobre el polvo monedas de oro; al comienzo, dos o tres; luego, más… El hombre se levanta, se ataca los pantalones a toda prisa, y a toda prisa empieza a meterse en el bolsillo las relucientes piezas. Con el mayor cuidado siguió explorando el paredón; ¡amigo: aquello parecía inagotable!; cuando ya no le cupieron más monedas en los diferentes bolsillos -del pantalón, de la levita, del chaleco-, tapó la grieta que había hecho en la pared, y se fue a su casa para descargarlos en una gaveta. En seguida, sin decirle a nadie nada, regresa al mismo sitio, y vuelve a llenarse todos los bolsillos, más una escarcela que a prevención había llevado. Y todavía pudo traerla repleta en un tercer viaje antes de haber vaciado el tesoro". Yusuf me escuchaba, con gran seriedad en sus ojos brillantes. "Era un hombre raro, este abuelo mío -proseguí-. Vivía separado de su mujer, mi abuela, y de sus hijas, en un caserón destartalado. Y poco después de su afortunado hallazgo, amaneció asesinado en la cama una mañana, sin que se llegara a saber nunca a quién echar la culpa. ¡Probablemente, sus propios criados! Pero nada se puso en claro. Y del oro moruno, ni rastros. Una vez más se pudo ver ahí que la riqueza no siempre trae felicidad".

Seguimos charlando de diferentes cosas. El joven Yusuf parecía más interesado en saber acerca del presente que de especie alguna de antiguallas; más de los Estados Unidos que de España. Me estuvo refiriendo las impresiones, esperanzas y angustias de su gente durante la pasada guerra; el gran alboroto que había causado entre ellos la conferencia de Casablanca, con el tullido Roosevelt acudiendo en vuelo desde Washington hasta el norte de África para entrevistarse con Churchill y los franceses; me repitió cien mil historietas de soldados americanos… En fin, tras una prolongada sobremesa en el restaurante, nos fuimos a un café para, acomodados en un diván de terciopelo rojo, pasarnos la siesta.