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Eso fue lo que ocurrió una vez más -tras de otras varias equivocaciones que yo deshice- cuando me preguntó cómo a un hombre tan gentil -y se refería a tío Manolo, algunas de cuyas gracias pretéritas le acababa de relatar yo-, cómo a un hombre así había habido quien tuviera entrañas para asesinarlo. A él no lo habían asesinado -aunque tampoco faltó mucho-; estaba confundida. Pero ¿qué tenían que ver con eso las añejas historietas donde él, aún joven, de estudiante, y hasta casado ya, aparecía tramando alguna broma -como aquella, célebre, del gitano arrepentido- a costa de su hermano mayor, Jesús, cuya seriedad no le permitía entender semejantes travesuras, ni transigir con ellas? Sí, Manolo era, había sido en su tiempo, hombre alegre, jaranero, aunque por otro lado, por el lado de la intemperancia, también lo suyo, según bien pudo verse más tarde, cuando empezó a enseñar la oreja: ingenioso (un poco irritante, a fuerza de ingenioso) y de buen corazón -gentil, como había dicho aquella señora-, no podía negarse que lo era, y ¡quién sabe si esas cualidades no le valieron para salvar el pellejo en medio de tanto peligro!; pues no resultaba pequeña empresa el salir, primero, de la cárcel, y luego, del país. Pero aquella señora lo confundía ahora con mi tío Jesús, cuya espantosa suerte yo le había contado también, aunque de pasada, un momento antes. "No fue él quien murió asesinado, sino su hermano mayor", tuve que aclararle.

De repente, me sentí cansado, y bajé la vista. ¡Muy cansado, de repente! Hubo un silencio: al alzar de nuevo los ojos y volverlos, no sé por qué, a mi izquierda, sorprendí puestos en mí los de Miriam, la muchacha en quien apenas si había tenido ocasión de reparar hasta entonces. Huyó en seguida su mirada a refugiarse en el regazo; pero su cara no podía huir: allí permanecía, con los labios gordezuelos brillantes de pringue. Miré luego a Yusuf que, recostado, me contemplaba con quieta, leve curiosidad, tal vez con tedio, balanceando en la punta del pie su babucha color tabaco. Incansable, se aprestaba la madre a insistir en sus preguntas; pero él, más discreto, le dio a entender, instándome por mera fórmula a tomar otro pedazo, que era hora de retirar de la mesa los restos del cordero. Se levantaron las dos mujeres, sacaron la bandeja y, al cabo de poco, regresaron trayendo otra, donde se veían, alrededor de un tarro de mermelada, diversos pastelillos y dulces. Un gran vaso de limonada se adelantó también a mi deseo, y, ayudado por el turbio y helado líquido, me dispuse a lastrar con aquellos postres mi estragado estómago. Probé pues, la mermelada, y elogié su gusto. ¿De qué era? Me contestaron que de rosas. "¿De rosas? -inquírí, extrañado-. ¿Cómo de rosas?" "De rosas, sí; yo misma la he hecho", informó, sonriente, la señora. Y, enterada de que jamás había probado yo, ni sospechado siquiera, semejante especie -"tan poética", dije- de mermelada, se detuvo en ponerme al corriente de los secretos de confección; cómo se hacía con pétalos de rosas frescas, puestos a macerar, y que si tal, y que si cual… En cuanto a su sabor, sabía bien, ni mejor ni peor que otro dulce cualquiera; ni especialmente aromática me pareció.

Llegó por último el café, un buen café, aunque servido en jícaras demasiado pequeñas; lo bebí de un sorbo, lo celebré, y obtuve otra jicarilla… Después de un rato prudencial -el mínimo indispensable, pues estaba rendido- me despedí alegando que al día siguiente madrugaría para trabajar de firme; y Yusuf Torres, tras haberme porfiado en vano que prolongara mi visita, llamó desde arriba al criado para que me acompañara a mi alojamiento. Nos despedimos con reverencias y abrazos, y hecho el postrer saludo junto a la puerta de la calle, seguí en silencio a mi guía: yo no tenía ganas de hablar; me limité a seguirlo por las callejas, mientras observaba -viendo ante mí su figura, que tan pronto se hundía en la sombra de las casas, tan pronto volvía a surgir, con movimientos leves, ágiles, casi como si bailara a la luz de la luna-, observé, digo, no sin alguna sorpresa, que no era, según me había parecido aquella misma mañana, y ello quizá a causa de su aspecto miserable, un hombre de edad, sino un joven y bastante joven por cierto. Le di una propina en la puerta del hotel, y desapareció en un salto, diciéndome algo que un momento después identifiqué como un Merci, sieur.

Quizá por haber tomado mucho café, quizá porque la noche antes había dormido a pierna suelta, sin hacer luego, en todo el día, nada que pudiera cansarme, el hecho es que aquella noche me desvelé, cosa que hacía tiempo no me ocurría. Me había metido en la cama con intenciones de madrugar; pero hete aquí que en mitad de la noche, ¡zas!, me despierto sin sueño. Miro al reloj: las tres y veinticinco. Quiero volverme a dormir, y ya no lo consigo. ¡De ningún modo! ¡Nada: imposible! Cuando renuncié a mis esfuerzos, lo que acudió a mí en lugar del anhelado sueño fue, ¡claro está!, esa curiosa aventura de mi parentela mora, la sorpresa que, sin que yo hubiera podido ni imaginarlo, me estaba aguardando ahí, en aquella ciudad de Fez, desde… ¡bueno: desde hacía siglos!, y que ahora me permitiría aumentar con una anécdota nada vulgar mi repertorio. Me figuraba ya la curiosidad incrédula de fulanita, el comentario de don mengano, cuya mordacidad sabía sacar partido de la menor cosa, y, sobre todo, me veía a mí mismo, con un vaso de whisky en la mano, dentro de un grupo de amigos, contando el episodio de la manera más sugestiva, más amena: casi oía mis propias frases. En un momento lo vivido por mí -por mí, y por ellos, por esta buena gente- a lo largo de la anterior jornada, un día entero de nuestras existencias, se había reducido a la fútil materia de una anécdota.

Pero, a pesar de todo, la aventura en su conjunto no se me aparecía ahora, al repasarla en mi desvelo, con aquel divertido y risueño cariz que trajera cuando se me presentó, ni reproducía la excitación alegre de aquel entonces: muy al contrario. Es de admirar cómo el insomnio cambia todas las cosas, tornando lo blanco en negro: con el silencio de la noche, lo que había sido en la realidad un acontecimiento superficial, bueno a lo sumo para llenar el ocio de un domingo en una ciudad desconocida, se teñía de seriedad, adquiría un aire…, sí, melancólico y hasta temeroso, se apoderaba de uno embargándole el ánimo y -lejos ya toda burla, toda ironía, lejos incluso la ternura en que por instantes desembocara mi actitud inicial- pesaba sobre el corazón como una responsabilidad nueva, inesperada y, por ello, más grave, insufrible casi.

Uno tras otro, mas sin orden, confusos, repetidos, los detalles de nuestras conversaciones venían a fatigar mi vigilia, y de modo tal que, cuando no lo deformaba alguna ampliación grotesca, era suficiente la agria luz que ahora los iluminaba para convertir en detestable el recuerdo de aquello mismo que había sido amable, curioso o francamente cómico. Ahí estaba, por ejemplo, el risueño incidente, si tal puede llamársele, de la mermelada de rosas: "Yo misma la he preparado con mis propias manos". Pues bien, a pesar de ser su aspecto, según podía yo recordar cuantas veces se me antojara, el de una jalea diáfana, color carmín, bastante agradable a la vista, fijaba en el frasco los ojos de mi imaginación y, después de un rato, comenzaba a descubrir ahí pétalos macilentos, negruzcos, y entre ellos -lo que me resultaba por demás repugnante- una uña, del mismo color brillante, pero cuya consistencia le impedía disimularse por completo en la masa de viscosa gelatina. ¿Absurdo, no? Mas, sin poderlo evitar, la boca se me llenó de saliva por efecto de la imaginaria asquerosidad; me incorporé y, no queriendo levantarme, tuve que escupir en el suelo, junto a la cama… Sí, en el desvelo aun las cosas más triviales adquirían una especial malignidad que las hacía odiosas.

Ninguna me torturó tanto, sin embargo, como la cuestión del retrato de mi tía (le llamaba mi tía; no hubiera sabido, si no, cómo pensar en ella), el retrato digo que mi tía me había mostrado para que viese reproducida mi propia fisonomía en la de otro hombre, muerto desde mucho tiempo atrás. Lo había mirado y remirado entonces: y, no obstante, al evocarlo ahora, acudía a mi memoria medio desvanecido: sólo el arco de las cejas conservaba en el recuerdo un diseño nítido, sobre la triste mirada del joven Yusuf Torres brillando en la palidez de una cara borrosa, cuyos rasgos se perdían como si una mancha de agua caída en la pintura hubiera fundido los colores y corrompido las líneas. Mi tía me lo plantaba delante, y se burlaba de mí con una risa mala: "¿Quién es éste? Eres tú, y no lo eres; eres tú, después de que hayas muerto". La sentía decir eso, que nunca me había dicho; que yo sabía a ciencia cierta no me había dicho. Pero -de pronto- lo que me estaba metiendo por los hocicos no era ya el retrato de su antepasado, sino la foto del difunto tío Jesús, vestido de mamarracho, en el ajimez de cartón. ¡Dichosa fotografía! Por si el rancio sabor que me traía al paladar fuese poco, parecía deber suscitar siempre, ignoro por qué infalible mecanismo, el cuadro espantoso de mi tío muerto, allí tirado en aquel desmonte, junto a otras muchas víctimas, para que la chusma se solazara en hacer comentarios, y hasta en darle con el pie. Y yo, ahí delante, fingiendo indiferencia, como un curioso más… En vano procuraba apartar de mí esa visión; en vano, para escaparme de la escena, dirigía el pensamiento hacia otra cosa cualquiera, hacia mis preocupaciones actuales, mi negocio, mis planes de organización comercial y de campaña publicitaria; fuera lo que fuese, no tardaba mucho en retornar: derivaba hasta mis parientes marroquíes, recién estrenados; salía en seguida a relucir el viejo retrato "que hubiera podido ser mío"; detrás de él, la fotografía de mi tío Jesús disfrazado de moro, y por último, indefectiblemente, el desmonte maldito, mi tío asesinado, y yo parado ante su cadáver, disimulando conocerlo y reprochándole, en medio de mi aflicción, la imprudencia de su carácter, aquella su manera de ser que lo tenía que destinar al poco lucido papel de víctima.