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Pues Señor, la comida me había caído como una piedra; tenía indigestión, eso era todo. Ello, y no el café, es lo que me había despertado y lo que, evidentemente, me había traído pensamientos tan negros. "¡Si al menos consiguiera devolver!", pensé. No lo creía; sentía repugnancia, pero no creía poder vomitar. Me observé, con mis cinco sentidos alerta: ¡no, no iba a conseguirlo! Bueno, ya se pasaría: era cuestión de distraerme. A tales horas, no me resolvía a pedir una taza de té, que es lo que me apetecía y lo que me hubiera aliviado. Me volví, pues, hacia abajo y, así, acurrucado y con la cara puesta de medio lado sobre la almohada, pareció atenuárseme la molestia.

Maldecía ahora de haberme dejado llevar por la tonta aventura de los nuevos parientes moros hasta el extremo de aceptar aquella bárbara cena que tan mal me había sentado. Y ¡qué insistencia la de la bendita gente! Por ellos, hubiera tenido que engullirme yo solo todo el cordero. ¡Qué insistencia!… De pronto, me pareció que aquello iría a pasarme. Me invadía un dolorido bienestar, y hasta comencé a sentir que me adormilaba… Me veía parado en el quicio de una puerta, y a mi tía mora haciéndome prolijas recomendaciones; percibía su emoción, su resistencia a soltarme la mano, esa afectuosa jovialidad que tanto me comprometía y me hacía tener vergüenza de mí mismo. Y todo ello me transportaba a otros tiempos, a las tardes soleadas de mi infancia, allá todavía, en Almuñécar, cuando alguna vez, convidado a comer en casa de mi tío Manolo, cuyas salidas chuscas tanto me divertían, doña Anita, su mujer, con Gabrielillo de la mano o colgado de sus faldas, me entregaba al despedirme, entre mil encarecimientos, una torta de aceite "para que mi madre la probara", a la vez que me abrumaba de recados, de saludos… Ya la buena de doña Anita estaba debajo de tierra desde hacía años, y muerto estaba también -trágicamente- aquel Gabrielillo que -como ella solía protestar- siempre se le andaba enredando entre las piernas. ¿Viviría el tío Manuel? Mucho tuvo que sufrir el infeliz, no sólo por los malos tratos de la cárcel, donde lo detuvieron más de dos años, sino también por la muerte del niño y, sobre todo, por las ignominias que entretanto padecieron sus hijas. Puede ser que ahora les vaya bien en América -pensaba yo-. Les había perdido el rastro por completo; quizá les fuera bien.

¡Ay, ay! Otra vez mi estómago. No, no se me pasaba el malestar; al contrario, cada vez me sentía peor. La cabeza del cordero me pesaba ya insoportablemente; me arañaba con sus dientes en las paredes del estómago, y me producía náuseas. Me tiré de la cama, y me fui deprisa para el cuarto de baño, haciendo bascas. "¡Corre, corre, que pierdes el tren! ¡Ay, apenas si alcanzo!" Se había puesto a dar topetazos, se me subía a la boca, estaba rabioso, quería escapar. "¡Bueno, anda, lárgate! ¡Afuera!… ¡Gracias a Dios!…" Me brotaban lágrimas y gotas de sudor frío; creí morirme. Y ¡qué cara tenía, Padre Eterno; qué cara! Me enjuagué bien la boca en el lavabo, descargué agua en el inodoro, cerré la puerta, me volví tambaleándome a la cama, y pronto me quedé dormido.

Cuando, a la mañana siguiente, abrí los postigos del balcón, el sol avanzó hasta la mitad de la pieza. Me había despertado tarde, pero muy despejado. Con un despejo alegre, que me sostenía y me mostraba las cosas a una luz nueva. Todas las musarañas de la noche se habían dispersado; y ¡qué bien que me sentía ahora, libre de ellas! Sí, tenía una lucidez sorprendente: no era sólo que hubiese superado todos esos íncubos, fruto de una estúpida indigestión; era también que el plan de mi viaje de negocios, algo borroso hasta ese momento, se me presentaba de pronto coherente, razonable, perfilado, y más prometedor que nunca. Veía claro como el agua todo cuanto convenía para la mejor organización de la Radio M. L. Rowner en Marruecos, sin las dudas que antes me habían hecho vacilar acerca de ciertos detalles, dejándolos en el aire, y -lo que es más- sin esa vaguedad de perfiles en que todo había permanecido hasta entonces por la obra de una especie de pereza mental que falazmente me aconsejaba confiar en improvisaciones sobre el terreno. Ahora, nada de eso; en esta mañana luminosa, cuya atmósfera no se sentía, y donde el cuerpo parecía moverse con feliz ingravidez, la iniciativa había pasado a mis manos. Diríase que aspectos y reflexiones asimilados en el sopor del viaje y cien veces retomados al descuido entre providencias y menudas preocupaciones prácticas, se organizaron de golpe en aquella mañana lúcida, y que ahora ya podría marchar con seguridad completa en mis gestiones.

Por lo pronto, ¿en qué había estado pensando cuando se me ocurrió tomar el pasaje de avión para Fez? Pues… ¡en nada!; no había pensado en nada, la verdad sea dicha. Mecánicamente, se me había ocurrido dirigirme a la capital de Marruecos, y hasta instalar en ella la sede de la representación, sin darme cuenta de que para tales asuntos poco y nada tienen que hacer las autoridades, sean indígenas, sean del Protectorado. Conforme reflexionaba en esto, más necia me parecía mi inconsulta decisión, y más me asombraba de haber obrado así. ¿Qué demonio tenía yo que hacer en Fez, y qué se me había perdido por acá? La verdadera capital comercial de la zona es Marraquex, no Fez. Allí era donde hubiera debido encaminarme. Y allí me encaminaría. Total, no se había perdido gran cosa…

Pensé llamar al conserje para informarme; mas, como ya estaba casi terminado mi aseo, me pareció preferible bajar al vestíbulo, donde encontré, como siempre, al uniforme de los grandes botones dorados. Por él supe que el tren para Marraquex salía a las diecinueve y veinticinco; pero que había una línea de ómnibus, con coche cada dos horas. ¿El próximo? El próximo (echó una mirada al reloj: eran las nueve y cuarto; otra, al horario, fijado en la pared, junto a varios cartelitos, detrás del mostrador), el próximo salía a las diez y treinta; dentro de una hora y cuarto.

Sin extrañeza, recibió el encargo de reservarme por teléfono, para ese primer ómnibus, un buen asiento ("Del lado de la sombra lo deseará el señor, ¿verdad?"); y entretanto tuve tiempo holgado de cerrar mi equipaje -lo que para mí es cuestión de nada-, hacerlo bajar a la portería, abonar mi cuenta, desayunar tranquilamente, e irme sin prisa hacia la estación de la línea.

Iba contento. Una vez en la estación, y después de las habituales diligencias, tomé posesión de mi sitio en el interior del ómnibus, sólo a medias ocupado todavía, y saqué una libreta de notas y un lápiz para entretenerme en echar mis cuentas: la factura del hotel, lo gastado el día antes en el restaurante, luego en el café (el joven Yusuf Torres no había pagado sino el tranvía del cementerio), algunas propinas, el billete de ómnibus hasta Marraquex -aunque esto quizá no correspondiera incluirlo ahí-; en fin, convertí la suma de francos a dólares: 12,30 exactos. No era mucho. Y, en cuanto al tiempo perdido, poco menos que nada.

Ya se acomodaba el chófer en su puesto y ponía en marcha el motor cuando me pareció distinguir, en un grupo de moros que por allí andaba, al individuo que veinticuatro horas antes me había llevado el mensaje de mis estrafalarios parientes -el criado de mi tía, jardinero, mozo, o lo que fuere. Tuve un sobresalto y (¡qué tontería!) miré para otro lado; a punto de volver a levantar la vista para cerciorarme de que, en efecto, era él, advertí que, por su parte, me había descubierto y parecía dispuesto a acercarse. No lo hizo; por el contrario, salió corriendo, y ya se alejaba con la cara vuelta cuando arrancó el dichoso ómnibus… A poco, doblábamos la esquina, y transponíamos.

(1948)

La vida por la opinión

Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego siniestro -pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra Mundial…

Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el tablero. Pero si envidiaba -y cada día envidio más- la prudente astucia de los italianos, que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos, acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados, esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares, partidarios y beneficiarios de ese régimen.