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– No, hombre; te escucho -le respondí.

– Pues, como te iba diciendo, ahí apareció el célebre manuscrito. Había varios papeles blancos desparramados sobre la mesa y, entre ellos, medio oculto, ése, en el que se veían varias líneas, nueve, para ser exacto, de una escritura pareja, trazadas con la tinta azul-violeta que la patrona de la fonda había proporcionado al huésped. Habrás observado, primo -precisó Severiano-, que dije se veían y no, como suele decirse, se leían; porque es el caso que ¡ya podía uno darle vueltas!: era imposible sacar nada en limpio de lo escrito. La letra era clara, igualita; pero ¡qué había de entender Antonio, si yo mismo no entendía nada! Después de tener dos días el papel en su cartera se había decidido (como luego averigüé) a consultarlo con otro pasajero, un inspector de contribuciones que por entonces estaba en el pueblo. "¡Vea usted, don Diego, qué escritura endiablada! A ver qué le parece a usted". El tal don Diego (que, dicho sea de paso, no es mal bicho) parece que tomó el papelito con mucha prosopopeya, lo depositó sobre el hule de la mesa, lo sometió a detenido examen allí junto a la taza del café, y… ¡que si quieres! Al cabo de un rato va y se lo devuelve: que eso estaba escrito en extranjero, y que él no tenía ahora tiempo de ponerlo en claro. "Ya, ya. Ya me lo figuraba yo", le respondió el Antonio retirándose con su papel, bajo una mirada iracunda del inspector. Bueno, eso no fue sino el comienzo de su peregrinación. Después recurrió a mi ayuda. Aunque se me llegó con mucho alarde de confianza, comprenderás que no tardé en percatarme de que acudía a mí, su amigo de la infancia, después de haberle desahuciado un extraño. Son pequeñeces humanas en las que yo ni siquiera me fijo; pero tampoco la manera de abordarme resultó muy delicada: "Hombre, tú que siempre andas con esos papelotes que te llegan de fuera, a ver si me sabes leer esto". En fin: eché unas miradas al escrito, y le dije: "Déjamelo para que lo estudie despacio, pues la cosa parece que tiene sus bemoles". ¡Vaya si los tenía! Con paciencia infinita, lo repasé, una vez a solas, palabra por palabra, letra por letra, de arriba abajo y de abajo arriba. ¡Nada, nada! Ni una rendija de luz; oscuridad absoluta. ¿Concibes cosa semejante? Hasta tal punto llegó a intrigarme, que resolví tomar por mí cuenta el asunto, e investigarlo a toda costa, siquiera fuese por medios indirectos. Cuando cerré el almacén, me acerqué a la fonda en busca de Antonio…

– Pero, dime -interrumpí entonces a mi primo-, ¿a ti qué te importaba todo eso?

– Pues ahí está -me contestó-; no me importaba un bledo. Pero ya me había picado, no sé si la curiosidad o el amor propio, y me propuse averiguar. Ante todo le pedí a Antonio que volviera a contarme con todos sus detalles lo relativo al huésped. "Mira", me dijo después de repetirme que el huésped había cenado huevos fritos y carnero (¡qué interesante circunstancia! ¿no?; pues nunca la omitía) y que a la mañana había desaparecido de improviso: "mira, yo creo que ese papel debe contener alguna explicación de su huida". "¿Cómo? Pero ¿es que se fue sin pagar?" Me extrañaba; conozco a mi gente; y según suponía yo: "No -me dijo-; sin pagar no se fue; bueno hubiera estado eso. A mí, hasta ahora nadie me ha llamado tonto. Pero se esfumó sin que tan siquiera pudiese yo verle la jeta, dejándome -(¡dejándome! ¡si se creería Antonio que el tonto soy yo!), dejándome ese papel escrito…" "Pero, dime -insistí-, ¿qué especie de pájaro era?: ¿un corredor de comercio, un misionero, qué?" "¿Y cómo he de saberlo yo, si no pude ni verlo? Llegó aquí el sábado a la noche, cuando yo había ido a completar los encargos para la semana, y se marchó el domingo tempranito, en el ómnibus seguramente, mientras yo estaba en la estación. Lo atendió mi mujer. Pero -comentó el Antonio- las mujeres son así: se fijan en lo que no debieran, y se les escapan las mejores. Tú, Severiano, tienes la gran suerte de estar soltero; no sabes lo que…" Todo este comentario me lo hacía en voz bien alta, con la intención aviesa de mortificar a su mujer que lo estaba oyendo desde la cocina (hablábamos en el panecillo de atrás; tú te acuerdas de la fonda, ¿no?), hasta que por fin saltó ella: se asomó a la ventana, toda roja de ira, y le largó a gritos cuanto se le vino a la boca: entre improperios, le decía que si pensaba acaso que ella no tenía más que hacer sino espiar a los pasajeros; que, tanto hablar de la curiosidad femenina, y los hombres… Etcétera.

– No le faltaba razón a la pobre mujer -opiné yo entonces desde mi cama-; pero, de todas maneras, lo extraño es…

– Todo es extraño en este asunto, Roque -vibró, en la oscuridad, excitada, la voz de mi primo-. Figúrate que hube de terciar en la disputa entre marido y mujer, pues aquello se enredaba sin ton ni son, y pasándome a la cocina, le pregunté cómo era el misterioso huésped que nadie sino ella había visto. Pero la buena señora estaba hecha una furia, toda encendida, arrebatada, como un basilisco y, echando chispas por los ojos, se negaba a dar ningún detalle.

"Muy raro todo, en efecto", reflexionaba yo sin decir esta boca es mía. Mientras mi primo Severiano me contaba eso, se me había ocurrido por un instante maliciar que tal vez entre el viajero y la patrona hubiera sucedido uno de aquellos episodios que, en fondas y pensiones, son el pan nuestro de cada día (pues a mí ¡qué me van a contar, después de tanto haber rodado por capitales de provincia, pueblos y poblachos, al cabo de años y años de viajante a comisión! Es una rutina más del oficio: pellizco, revolcón, y a otra cosa). Pero ¿acaso ello hubiera explicado nada? Al contrario, en tal supuesto la mujer se hubiera apresurado a dar, verdaderos o imaginarios -y ¿por qué, tampoco, imaginarios?-, los detalles que se le pedían, quedándose tan oronda. "Además -rectifiqué para mí mismo- esa doña Tal (que ya no me acuerdo cómo se llama) debe de estar demasiado vieja para semejantes trotes, ha de ser algo mayor que yo, lo que para una mujer ya es bastante, y además… No -deseché-; eso era una tontería".