– Pues no, señor: no estoy cansado. Además, para un día que voy a pasar contigo después de tanto tiempo que no nos vemos, no es cosa de echarse a dormir a pierna suelta. De modo que… sigamos charlando un poco, señor dormilón: anda, cuéntame algún detalle más. Ya te he dicho que se me había ocurrido una interpretación bastante cabal de todo ese suceso. Estoy atando cabos: luego te la expondré. Por el momento, lo que sobre todo importa es la personalidad del viajero. En cuanto al papel, ya lo estudiaremos por la mañana, raro será que no confirme… Pero, mientras tanto, dime: ¿qué es lo que, en concreto, se sabe del hombre?
– Pues, en concreto, ¡nada! Ya te digo que nadie lo ha visto, si apuramos los hechos. Y cuando en un momento dado todos quisieron hacerse los interesantes dando precisos detalles, nadie coincidía con nadie. ¿Te conté lo del telegrama? Toda una historia, hasta con sus discusiones agrias. Y al final resulta que no había telegrama que valga. En cuanto al chófer del ómnibus, no pudo acordarse de nada a punto fijo; no había reparado; ningún pasajero le había llamado la atención; él no se preocupaba de los pasajeros sino para cobrarles el billete y hacerles cumplir las ordenanzas según es debido.
– Bien. Está muy bien. Pero la mujer del Antonio, ésa por lo menos es seguro que lo vio, puesto que le sirvió la cena y le dio alojamiento y le cobró el hospedaje. ¿O me vas a decir que se obstina?…
– No, hombre, no; al principio, es cierto que no quiso referir nada, por pura terquedad, enojada como estaba con el marido. Pero luego se le fue a hablar seriamente, el cura mismo le hizo algunas consideraciones, y la pobre señora contó lo que sabía. Mas, después de haber hecho la reseña mil y quinientas veces, estábamos donde antes: eran todo trivialidades.
– ¿Por ejemplo?
– Pues, por ejemplo, que estando ella arriba oyó palmadas al pie de la escalera; que acudió, y encontró allí a nuestro hombre, con un maletín en la mano y un abrigo al brazo, pidiéndole alojamiento; que le hizo subir y lo instaló en la habitación de la esquina; que le preguntó en seguida si iba a cenar: contestó él que sí y, pasado un momento, bajó al comedor, sentóse a la mesa, comenzó a leer unos papeles que llevaba consigo, y ella le fue sirviendo la comida; ya lo sabes: sopa, huevos fritos, un poco de carnero y una buena tajada de carne de membrillo, todo lo cual comió distraído en su lectura; que cuando hubo concluido se retiró de nuevo a su cuarto pidiéndole pluma, tintero y unas hojas de papel… Y por último, que a la mañana temprano volvió a aparecer en la cocina, ya con la maletita en la mano y el abrigo al brazo preguntando cuánto debía y desapareciendo no bien lo hubo pagado sin discutir ni regatear. Eso es todo.
– Pero, hombre, por favor: ¡resulta irritante, demonio! ¿Cómo es posible? ¿Nadie más había en la fonda? Y a la patrona ¿no le chocó el laconismo del tipo, o algo en su aspecto, o… qué sé yo? Yo no puedo creer que, tal como son esas mujeres, no le preguntara…
– Pues mira: otro personal no lo había (es casualidad: no creas que no se haya comentado; pero se dan casualidades); no lo había, no, ni al entrar el hombre ni al salir de mañana. Y mientras comía, fue la propia dueña quien sirvió y retiró los platos. Casualidad será, si tú quieres…
– De todas maneras, y aun siendo así… No sé; pero se diría que hay aquí empeño en hacer todavía más misterioso el asunto de lo que en realidad es. El tipo ¿cómo era? ¿joven o viejo? ¿alto o bajo? ¿rubio o moreno?
– Pues, al decir de ella, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni moreno ni rubio.
– Vamos, sí; señas particulares, ninguna. Y ya está completa la ficha. La vestimenta, vulgar, de seguro. ¿Y los calcetines de colores y los zapatos de que hablaba el otro?
– Ahí, ella desmiente al marido; dice que es pura invención. E invención, lo del acento extranjero: que si no llega a ser por el maldito papelucho, a nadie se le hubiera ocurrido… Ella, ¡claro!, con tal de desmentir al Antonio… ¡Cualquiera sabe!
La última observación de la hospedera me llenó, lo confieso, de súbito regocijo: confirmaba mi hipótesis. Tuve una verdadera invasión de júbilo; tanto, que no pude contenerme, y le dije a Severiano:
– Mira, primo: esa señora (y perdona que te lo diga) es la única persona que en todo este asunto ha mostrado sentido común y que sabe discurrir. ¿Por qué? Pues porque eso está muy bien observado. ¡Claro está que no era un extranjero! Fantasías, fantasías, y nada más que fantasías. Así es como se forman las leyendas: ven un papel que no pueden descifrar y, en seguida, ¿qué va a ser?: un manuscrito en lengua extranjera. Por lo tanto, extranjera tiene que ser la mano que lo escribió. Y ya eso basta para pretender haber notado acento extraño, ropas fuera de lo usual, etcétera. Pero es el caso, señor mío, que no hay nada de todo ello: todo se encuentra construido sobre una base falsa: el manuscrito no está en lengua extranjera.
– Pues claro; ya lo decía yo: son las palabras sin sentido trazadas por la mano de un loco -me contestó Severiano. ¿Habríase visto? ¡Qué bruto! ¡Sí, sí, cada loco con su tema! ¡Qué bruto! ¡qué grandísimo terco!
– ¡Ya, Ya! ¡Palabras sin sentido! -me eché a reír. En la oscuridad, a mí mismo me sonó mi risa a falsa. Estaba ya crispado, lo que es bastante comprensible, ¿no?-. ¡Palabras sin sentido! -repetí-. ¿No te das cuenta de que no hay loco capaz de inventarse de pe a pa sus palabras, sin parecido ninguno con las verdaderas? Por lo que más quieras, Severiano: un loco deforma, mezcla, combina; pero esas palabras completas, una junto a la otra, y desprovistas en apariencia de toda significación… No me vas a decir…
– Entonces…
Mi primo estaba desconcertado; lo había desconcertado mi vehemencia. Hubiera podido tocarse con la mano su estupefacción, quieto, inmóvil, paralizado, acurrucado ahí, en lo oscuro, como un bicho tímido.
– Entonces… -repitió, confuso.
– Es muy fácil, hombre -condescendí-: es el huevo de Colón. (Sólo que, claro está…) ¿No lo adivinas? Se trata de escritura cifrada.
Ya estaba dicho; eso era tal cuaclass="underline" escritura cifrada. Pero, por lo visto, no resultaba tan fácil para sus entendederas. Y después de todo, se explica: ¿qué podía entender Severiano de toda esa cuestión de cifras, códigos y tal?; tendría sólo una vaga noción, y le costaba mucho trabajo darse cuenta. Yo me puse a instruirle. A mí, eso me era asunto familiar, por razón de los negocios, que a veces exigen… Mas, sea que él ya tiene los sesos endurecidos, sea que yo, con el cansancio y la nerviosidad, no atinaba a poner en claro la cuestión, tuve que terminar por proponerle: "¡Anda, a ver! Da luz, que yo no sé dónde está el conmutador, y en un momento voy a mostrarte con ejemplos…" Encendió, y yo me tiré de la cama. En seguida fui a buscar mi lápiz en el bolsillo de la chaqueta, y saqué también una libreta de notas. Severiano me observaba sin decir nada. Me acerqué a su cama, aquel catre en tenguerengue, y tomé asiento en el borde, a su lado.
– Mira, fíjate -le dije-: es así; aquí están las letras del alfabeto… A, B, C, D, E, F, etcétera. Bueno: si a cada una de ellas se le asigna un valor numérico (por ejemplo, la A vale cinco; la B, ocho; la C, cuatro, etcétera), es claro que podrás escribir lo que te dé la gana con cifras, y no entenderá tu escritura sino quien ya conozca los valores convencionales que tú le has asignado a cada letra. Basta tener la clave. Veamos, por ejemplo, mi nombre: Roque Sánchez, ¿eh?
Y con toda paciencia pongo mi nombre en números, para que el muy bruto venga y me diga, me dice: "Pero ¿qué tiene eso que ver con las palabras escritas en idioma extranjero?" Le miré despacio, procurando no mostrarme exasperado: el pobre es bastante duro de mollera, pero ¿qué culpa tiene él? De todas maneras su torpeza me irritó a tal punto que ya me hice un lío, no di más pie con bola y me fue imposible llevar a término mi explicación. ¡Quién sabe tampoco si él hubiera sido capaz de comprenderla! Renuncié a nuevos ejemplos, que por fuerza hubieran sido más complicados, y le dije:
– Bueno, esto es demasiado técnico para explicarlo en unos minutos. Yo lo que te digo es que ese manuscrito está en cifra. Eso es lo que es: un texto cifrado.
– Será así como dices -me respondió-; pero entonces lo que yo no comprendo es para qué diablos iba a dejarnos ahí una cosa que nadie puede descifrar.
– ¡Ah, ésa es otra canción!
Comencé a pasearme por la alcoba, de un lado a otro, sorteando la mesita del centro y la silla con la ropa, mientras él, sentado en su cama, seguía con interés mis movimientos y mis palabras. Yo trataba de persuadirlo ahora de la explicación más sencilla, que de seguro sería también la verdadera: que el sujeto en cuestión, ¡cualquiera sabe para qué fines!, tuviera que enviar un mensaje cifrado, y ése haya sido el borrador, traspapelado allí sobre la mesa.
– Tal vez. Pero a mí eso no me convence. (¡No me convence! -objetó-. ¡Qué aplomo! Diríase que él hubiera estado meditando la idea con toda calma, para sentenciar a la postre: "¡No me convence!"). ¿Cómo iba a dejarse olvidada -insistió- una cosa tan importante, tan importante que exige ponerla en escritura secreta?
– Olvidada, no; perdida entre los demás papeles. Puede bien ocurrir. Puede ocurrirle, o bien a un novato que se atolondra, o bien a un veterano ya muy avezado al peligro.
– ¿Al peligro, dices? ¡Según eso, piensas tú que la cosa es de cuidado!
Por fin se había dado cuenta el muy lerdo.
– Podría serlo. ¡De mucho cuidado!
Me detuve. Caí en un preocupado silencio. A mi cabeza acudían multitud de ideas, todavía un tanto confusas y mezcladas, pero… ¡multitud! Eso sí, todavía en nebulosa. No era como al comienzo, que andaban solas, sin darme trabajo, y solas se colocaban en su orden. Ahora asomaban como por un agujero y se retiraban en seguida antes de que hubiera podido apresarlas. Sentía que asomaba una; iba a echarle mano, y ya se había sumido otra vez… Severiano respetaba mi silencio, me observaba. Al cabo de un buen rato, aventuró: