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– Y, ¡por supuesto!, no sabiendo la equivalencia de cada letra…

– ¿Qué? ¿La clave?

– Sí; no sabiendo la clave…

– Bien; te diré: hay especialistas que aciertan a descifrar claves secretas, lo que, como podrás imaginar, no es nada sencillo. ¡Menudos tíos! También los tipos se ganan unos sueldos formidables. Pero lo que quiero decirte es que ello no es imposible ni mucho menos, y yo, por mí, estoy deseando ponerle la vista encima al manuscrito… No vayas a pensarte que yo entiendo de eso; no. En las operaciones mercantiles, en el mundo de los negocios, que tantos puntos de contacto tiene con la diplomada y la guerra, también se emplea la cifra para comunicarse acerca de ciertas operaciones de importancia; pero de eso a descifrar textos de clave desconocida hay mucha distancia. Sin embargo, primo, tengo verdadero deseo de ver el manuscrito. Ya me has metido en curiosidad, hombre. Y, digo yo, puesto que ambos estamos despiertos y sin sueño, dime, ¿por qué no vas ahora mismo a buscarlo?

– ¿Ahora?

– Sí, hombre de Dios, ¡ahora! -¡Qué ser reacio, qué indolencia; si hasta parecía asustado, como si le hubieran propuesto lo nunca visto, la cosa más insólita y descomunal! Levantarse de la cama, ¡nada menos!, e ir a la gaveta en busca del papelito y traerlo.

– ¿Ahora? -repitió-. No; no puede ser ahora.

– Pero ¿por qué?

Se lo pregunté medio sorprendido, medio divertido, parándome junto a su cama. Y allí mismo, cruzados los brazos, aguardé la respuesta.

– Porque no puede ser -cerró los ojos-. El papel, ¿sabes?, lo tiene guardado mi hermana Juanita.

Yo insistí. Aquélla no era razón. No es que en realidad me importase nada el maldito papel ni que tuviera impaciencia alguna; pero me sentía ya irritado y, al mismo tiempo, me divertía apretarle, ponerle en un brete, sacudirle, sacarlo de su inmovilidad.

– No necesitas despertarla ni hacer ruido -aduje para persuadirle-. Eso aparte de que a estas horas probablemente ya estará ella rezando sus devociones matinales. ¡Digo yo, no sé! Pero, sobre todo, que no tienes por qué hacer ruido. Vas, rebuscas donde ella acostumbre guardar sus papeles… Claro que, a lo mejor, lo tiene escondido entre las páginas de algún devocionario.

– Eso -me contestó en un tono grave que contrastaba con mi aire de zumba maligna y, lo confieso, un poco excesiva (un contraste que, como advertí en seguida, era reflejo del que hacía su figura envuelta, recostada, inmóvil, con mi agitación, ridícula sin duda y como burlesca, recorriendo la pieza en ropas menores)-, eso, Roque, no puede ser. Yo no podría sustraerle así como tú sugieres el misterioso mensaje. Para Juanita no se trata de una cuestión baladí: le daría un disgusto muy serio el saber que andaba yo revolviendo en sus cosas y que le había sacado… ¡Dichoso manuscrito, y cuántos quebraderos de cabeza ha tenido que ocasionar!

Estas palabras, pronunciadas, como digo, en tono grave y hasta pesaroso, doliente casi, cambiaron el sesgo de la conversación. Yo volví a meterme en la cama (estaba quedándome helado) y me cubrí hasta medio cuerpo, dispuesto a escuchar con atención las confidencias de que aquellas frases parecían ser prólogo. En efecto, me contó en seguida las discusiones, querellas casi, a que el mensaje cifrado diera lugar en su casa. Primero habían sido las protestas airadas de Águeda, molesta con las idas y venidas, cabildeos, trifulcas y quimeras suscitadas por el manuscrito; pues a la gente le había dado por invadir su casa -¡claro, él era el depositario, y él tenía que aguantar las pesadeces de todo el que quisiera verlo y discutirlo!-; de manera que Águeda, con su intemperancia, su irritabilidad… Alguna vez, curiosa también ella aunque no quisiera confesarlo, había echado una mirada furtiva, por encima del hombro, al pasar por su lado, cuando él estaba examinando a solas aquella caligrafía. Y él, buscando propiciársela, había aprovechado estas raras ocasiones para invitarla: "Mira, Águeda, mujer; a ver qué te parece a ti…" Pero ella no se dejaba implicar; se salía con un "Déjame a mí de tonterías; no tengo tiempo que perder en pamplinas semejantes"; y sólo una vez llegó a tomar el papel en sus manos, aun cuando para soltarlo en seguida sobre la mesa, despectivamente: "¡Bah!"

– Mientras tanto -prosiguió Severiano su relato-, la otra, Juanita, había callado siempre, sin mezclarse en las discusiones, ajena por completo a ellas, según parecía, pero no perdiendo una sílaba de cuanto se hablaba a propósito… hasta que una vez me sorprende con esta increíble pregunta: "Severiano, ¿cuándo piensas entregarme el mensaje?" Al principio, ¡la verdad!, no entendí bien lo que quería significarme; la miré con sorpresa, y me dispuse a no hacerle demasiado caso; desde que se ha convertido definitivamente en solterona y beata alimenta su imaginación de fantasías estúpidas y gusta de emplear palabras tales como esa de mensaje misión, holocausto… Pero, ¡diantre!, ¡se refería al manuscrito! "¿Qué mensaje?" "¡Ese! ¿Cuándo me lo entregas?" Eché mano a la cartera, donde lo tenía guardado, y se lo alargo. Entonces lo coge con premura, le pasa la vista con esa expresión ansiosa que ahora suele tomar (son los gestos teatrales de la iglesia, ¿sabes?; todo se contagia; y luego, tú sabes, ese vértigo de la edad, en fin…), me lanza una mirada inquieta y… desaparece; sí, desaparece llevándose el papel a su cuarto y dejándome a mí con dos palmos de narices. Yo me quedé como quien ve visiones, sin saber ni qué decirle. ¿Qué va uno a decir ante cosa tal? Tú no puedes defenderte del absurdo. Para las cosas normales y corrientes, ya sabes bien lo que has de hacer: estás en tu mundo; pisas el suelo firme de la realidad; cada cosa es lo que es, y nada más: tiene su cuerpo, su volumen, su peso y su forma, su temperatura, su color, y se está ahí quieta hasta que a ti te da la gana de cambiarla de sitio. Pero de pronto comienzas a notar que ya no apoyas los pies sobre el suelo; quieres tocar algo, y donde creías hallar resistencia no la hallas, está frío lo que esperabas caliente, lo blando se te resiste, alargas la mano para agarrar una cosa, y resulta que se te ha escapado. Entonces, ya no sabes qué hacer… ¡Y no haces nada! Te quedas paralizado. Pues eso fue lo que me pasó a mí, y lo que me sigue pasando. Hay veces, te aseguro, en que no hay quién entienda a mi hermana; y yo me pregunto: "Pero ¿es ésta mi Juanita?" En resumidas cuentas: que se quedó con el papel, y ¡hasta ahora! Cuando volví a tenerla ante los ojos, le pregunté con cierta cautela: "Entonces, Juanita, ¿eso lo guardas tú?" "Eso ¿qué?" "¿Qué ha de ser? El papelito". Y me responde: "Pues ¡naturalmente!" ¿Qué te parece? ¡Naturalmente!… Dos o tres veces después le he hecho alguna alusión, le he preguntado, por ejemplo, que qué le pareció, y me mira ya con burla, ya con rabia, y no me contesta. Como no es cosa de armar un zipizape…

– Ya, ya comprendo -le dije yo entonces a mi primo-; ya me doy cuenta de por qué no quieres ir ahora a buscarlo: le tienes miedo a tu hermanita, y eso es todo. ¡Está bien, hombre! ¡Haberlo dicho!

– Miedo, no; consideración -replicó enrojeciendo, no sé si de bochorno o de cólera; pues algo debía conservar de su antiguo amor propio, y la verdad es que yo me había excedido un tantico: no tenía ningún derecho… Además ¿qué me importaba a mí de toda aquella necia historia pueblerina? ¡Nada! Pero lo que pasa es que cuando ya uno se ha puesto nervioso, cualquier majadería es capaz de dominarlo. En esto tenía razón Severiano: el absurdo le hace perder a uno la cabeza, atrae como una sima. Yo sentía una impaciencia que a mí mismo me causaba estupor: ansiaba de tal modo ver el mensaje, que estaba cierto de no poder descansar más hasta después de haberlo tenido en las manos. Temía -así, ¡temía!- tener que tomar el tren sin haberlo visto, y hasta me había hecho el proyecto de apoderarme de él, aunque fuera en el último instante, y llevármelo: ya se lo devolvería a mi primo por correo certificado, si tanto interés tuviera en conservarlo. Pero ¿y si llegaba la hora del tren y, entre tantas vueltas y revueltas, aún no había podido verlo? Resuelto estaba, si preciso fuere, a perder el de las seis y treinta y cinco e irme en el de las once, a pesar de toda la incomodidad, inconvenientes y hasta, ¡quién sabe!, perjuicios que eso podía acarrearme. Pues ese retraso de unas cuantas horas me hubiera podido acarrear de veras un serio trastorno: estos pormenores yo no se los había contado a mi primo Severiano (ni ¡qué iban a importarle a él!), pero resulta que el gerente de Melero y Cía. me tenía fijada cita en la Fabril Manchega, S. A., para dilucidar la cuestión de las entregas descabaladas; se trataba de sorprender a estos pájaros y nevar un ataque bien combinado, fingiendo una coincidencia casual; él llegaría en su auto, mientras que yo, como viajante, pasaba mi acostumbrada visita; en fin, todo un lío; y si yo le dejaba colgado… Pues ¡a bien que no era soberbio y grosero el individuo como para hacerle semejante jugarreta! Si precisamente por comodidad suya había combinado yo el pasar esa noche sobrante en casa de mi primo, a quien, por otra parte, deseaba tanto visitar… Pero esa visita amenazaba complicarme la vida; pues, inexplicablemente, era ya para mí una necesidad imprescindible la que sentía de ver el demonio de manuscrito, y estaba dispuesto, incluso, a salir en el tren de las once, pasara lo que pasare. Por suerte, no fue necesario.

– Perdona, hombre, Severiano; parece que a ti no se te puede dar una broma -le dije para paliar el mal efecto de mi destemplada ironía-. De todas maneras, Juana madrugará bastante, ¿no? A mí me parece que debiéramos estar levantados, no sea que se vaya temprano a misa y nos quedemos…

– Descuida, Roque, descuida. Si todavía es noche cerrada -me arguyó, apaciguado, el buenazo.

– Vamos, que apuesto a que está amaneciendo -sostuve.

– Que va a estar: ni mucho menos.

– Pero sí, hombre; si ya pasan carros…

Estaban pasando carros; se oía fuera el chirrido de los ejes, las pisadas de las mulas, algún restallido, alguna blasfemia.

– Esos carros salen mucho antes que el sol.

Entre tanto, yo me había levantado, me había acercado al balcón; abrí un postigo: noche cerrada. Pero, a pesar de ello, cada vez se alzaban más ruidos en el pueblo; canto de gallos, ladridos… ¿Pensaría acaso dormirse todavía Severiano, después de haberme impedido a mí que durmiera en toda la santa noche con su estúpida historia? Ahí estaba, sin rebullir; se había vuelto para la pared, y ni siquiera rebullía. Pues lo que es si esperaba que yo apagase la luz… Fui a mirar mi reloj, que estaba en el bolsillo del chaleco, ahí colgado del respaldo de una silla con mi otra ropa: ¡Nada más que las cuatro y media! "Ya son las cinco menos veinticinco, Severiano -dije-. ¡Anda, holgazán, levántate, vamos!"