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Se levantó, bostezando. No se puede negar que es un buenazo, el pobre. Añadí: "Yo creo que tu hermana ya no puede tardar mucho en salir de su cuarto". Él me dirigió una sonrisa amable y triste: "Sí -asintió-; a ver si por fin nos libramos del misterio".

¡Cómo se le notaban ahora los años, a Severiano, con el escaso pelo blancuzco todo revuelto, y aquellas ojeras! Me pareció viejo: un viejo. Fui a mirarme en el espejo del lavabo: ¡Hay que ver también los estragos que puede causar una noche en vela, y más, después de haber viajado todo el día! Y ¡es que son ya muchos años de viajante, caramba! Pero luego se afeita uno, se lava, se peina, y ¡como nuevo! Comencé a enjabonarme la cara, mientras que él se desperazaba con los brazos en cruz. Pronto pudo verse cuánta razón tenía yo: no bien salimos del cuarto -y Severiano tardó en arreglarse menos de lo que yo me hubiera temido- nos topamos con Juanita, que ya se disponía a largarse, y que se sobresaltó un poco al tropezar con nosotros en la puerta del comedor, a donde íbamos en busca de algo que tomar como desayuno. Me miró como si no me reconociera o no me recordara, y yo también le encontré a ella un no sé qué de raro, un cierto ribete cómico y hasta disparatado en la solemnidad de su manto negro, en el gesto de su mano enguantada sosteniendo libro y rosario. Seguía siendo aquella Juanita, sí; pero disfrazada de vieja beata… Su hermano la atajó:

– Mira, me alegro de que todavía no hayas salido (y ¡qué maneras de madrugar, hija!). Escucha, ¿sabes lo que quisiéramos?

– Se dan los buenos días.

– ¿Sabes lo que quisiéramos?

– Sí, lo sé -respondió ella inesperadamente-. ¡Lo sé!

Se había parado de espaldas a la puerta, un poco rígida, con los brazos caídos, y me pareció que su voz, demasiado presurosa, temblaba, de puro tensa, en los descoloridos labios.

Miré a Severiano. También él estaba pálido:

– ¿Que lo sabes? -preguntó en un parpadeo. Y con una sonrisa (¡qué fea, su forzada sonrisa jovial!)-: Imaginarás que vamos a pedirte el desayuno.

– Me vas a pedir el mensaje -le replicó ella sin vacilar. Y se quedó callada.

Severiano seguía parpadeando como si le hubiera entrado una mota en un ojo. Convencido de que él no rechistaría, y empeñado además en cerrarle la retirada:

– ¿Cómo lo has podido adivinar, prima? -le pregunté yo. Juanita descompuso su boca en una mueca bufa; en seguida se quedó seria, vieja; luego exhaló un suspiro; luego tragó saliva… Creo que Severiano estaba aterrado al ver que su hermana no decía palabra.

Otra vez me sentí en el caso de intervenir:

– Entonces, prima, ¿nos lo entregas?

Lo dije, quizá, algo cohibido. La actitud de Severiano, tan timorata, se me había contagiado, y yo mismo me expresaba ahora con cierta cortedad. Lo que, por otra parte, no es de extrañar si se piensa que la conducta de Juana era más que sorprendente. Insistí aún:

– ¿Nos lo entregas?

Juana revolvió los ojos al techo con gesto implorante y dirigiéndose, no a mí, sino a su hermano, le reprochó con severa amargura:

– ¡Que hayas hecho semejante cosa, hombre! ¡Semejante vileza! ¡Ah, sí!, ¡ya lo sabía! Estaba segura de que habrías de aprovechar la primera ocasión… De ti para mí, cara a cara y sin testigos, no te atrevías a ello. Pero siempre que me tirabas indirectas, o que te quedabas mirándome con ganas de decir algo, y sobre todo cuando te sorprendía (porque te he sorprendido, aunque no lo creas, más de una vez) rondando en torno a mis papeles, yo ya sabía y estaba muy segura de que, no bien se te presentara, aprovecharías la oportunidad de hacerme tal extorsión. Y la oportunidad se te ha presentado; la oportunidad ha sido esta venida de Roque… Si no es que, tal vez, como pienso, no le llamaste en tu auxilio; pues ¡cosa más extraña, la llegada de éste ahora, de improviso, tras de tantos años sin acordarse del santo de nuestro nombre!… Pero de nada te ha de servir. ¡Ah, no! ¡Yo ya no soy la que era! ¡No, a otro perro con ese hueso! No, no…

Se había erguido mientras soltaba esta retahíla incomprensible, y las flacas mejillas se le habían teñido de un rubor falso; el peto bordado con cuentas de azabache subía y bajaba, agitado por la cólera, por la angustia… Y Severiano parecía anonadado frente a aquella explosión. Anonadado, pero -a lo que me pareció- no muy sorprendido. El que estaba estupefacto era yo; tanto, que no supe qué decir (sí, lo confieso, no supe qué decir; y para que a mí lleguen a faltarme las palabras…). Aquella furia continuaba y continuaba. Se iba excitando ella solita, sin que nadie le diera pábulo -Severiano, el infeliz, no había resollado siquiera; en cuanto a mí, va digo, me había quedado como tonto, sin saber qué decir-, y poco a poco se iba subiendo a las nubes y se enredaba en una ristra de insensateces ensartadas la una en la otra sin descanso. Por último, y cuando ya se hubo despachado a su gusto, se quedó muda y hasta pareció que iba a romper en llanto: la barbilla le temblaba, se le empañaban los ojos y, en una actitud de dolorida dignidad, terminó barbotando algunas palabras: se le oyó decir, entre sollozos, que podíamos -si nos daba la gana- registrarle todos sus papeles. Y rehaciéndose con nuevo furor, concluyó:

– Tomad, ahí tenéis la nave de la gaveta para que no necesitéis forzar el mueble: revolvedlo todo, destrozadlo todo, arruinadlo todo; no respetéis cosa alguna, ¿para qué?

Tiró la llavecilla sobre la mesa del comedor, y salió para misa como alma que lleva el diablo.

– ¿Has visto? -exclamó asombrado, avergonzado, mi primo cuando nos vimos solos. Y yo:

– Pero ¿qué significa eso?

No significaba nada. Me convencí de que no había habido ningún motivo que yo ignorase; adquirí la seguridad de que Severiano no me había mentido ni ocultado cosa alguna: daba lástima verle, con aquella cara trasnochada y aquella mirada perruna, humillado y tristón. Sería difícil saber si él había llegado al convencimiento de que a su hermana se le había ido la chaveta, pero de lo que no me cabe duda es de que era el pobre una víctima de sus caprichos, de que lo tenía acoquinado.

– Pues mira, ¿sabes lo que te digo? -le interpelé cuando hubimos agotado los comentarios del caso, tales como: "¿Qué barbaridad!" "Eso es de lo que se ve y no se cree", y otros tales-; ¿sabes lo que te digo, Severiano? Que ahora mismo vamos a registrarle la gaveta.

Me pareció que era deber mío hacerlo. En primer término, aquella mujer no estaba en sus cabales, y quién sabe qué otra cosa -¡armas, incluso!- podría ocultar allí bajo llave: era -¿no es cierto?- un verdadero peligro. Además, ¿no nos lo había dicho ella misma?, ¿no nos había autorizado, aunque fuera en un rapto de ira? Sin mí, Severiano jamás se atrevería a hacerlo. Y allí se quedaría el célebre papelito, per saecula saeculorum, secuestrado bajo la custodia de aquella especie de dragón…

Mi primo recibió la propuesta con una mirada de asombro, pero no opuso resistencia alguna cuando le insistí: "¡Anda, vamos!…" Con él, no hay sino mostrarse resuelto. Sólo me pidió, con una sombra de angustia: "Cuidado, sin hacer ruido, no sea que se despierte Águeda".

Cogí la llave, y él, andando de puntillas, me condujo al cuarto de Juanita. El consabido cuarto de solterona, cerrado y todavía con olor de la noche. Abrí los postigos -ya amanecía- y, después de girar una mirada alrededor, me dirigí al pequeño pupitre, bajo una virgen del Perpetuo Socorro en bajorrelieve, de escayola pintada y dorada. Meto la llave en la cerradura (¡violación de secreto, señores!), abro, y ¡nada! Parecerá un chiste de mal gusto, una broma pesada: no había cosa alguna dentro del pupitre, nada en los cajoncillos laterales, nada en los compartimientos… ¡lo que se dice nada! Debo confesar que me sorprendí a mí mismo todo agitado, con el corazón en un hilo y apretada la garganta. Estaba parado ante el mueblecillo, y no sabía qué hacerme. Volví la vista hacia Severiano, y su expresión no decía nada: era la misma expresión triste e indiferente de antes. "¿Qué te parece esto?" -le pregunto-. "Y ¿qué quieres que te diga?" Había en su entonación una especie de renuncia, de abandono irónico; parecía burlarse de mí sutilmente; pero esta vez su flojedad no me produjo exasperación, tan desconcertado estaba yo. Me hallaba -lo confieso- anhelante, sobrecogido, desconcertado, en fin, cosa que se comprende bien con la nerviosidad de una noche en vela y la emoción de encontrarse uno de nuevo en su pueblo y entre los parientes con quienes uno se ha criado: todo eso altera la rutina de los hoteles, de las conversaciones siempre iguales que llenan los viajes de un comisionista… Le pregunté todavía a Severiano: "¿Qué hacemos, tú?" "¿Qué hemos de hacer?" Y no insistí ya en que registráramos todos los rincones de la pieza, no porque la idea no se me ocurriera (de buena gana la hubiera emprendido a coces con cuanto allí había: sillas, ropas y cuadros), sino por consideración hacía mi primo, y hasta por aburrimiento. Mi irritación había degenerado ya en aburrimiento, en ganas de escapar.

Miré el reloj. "Todavía alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco", dije. "Sí; claro que alcanzas". ("¿Conque tenemos ganas de que me vaya, eh?") "Alcanzas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno", confirmó Severiano, añadiendo sin embargo: "Pero será mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gómez".

– No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida.

Nos volvimos: era Águeda, parada junto al quicio de la puerta, con el pringoso pelo gris enrollado en trenzas.