Miré el reloj. "Todavía alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco", dije. "Sí; claro que alcanzas". ("¿Conque tenemos ganas de que me vaya, eh?") "Alcanzas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno", confirmó Severiano, añadiendo sin embargo: "Pero será mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gómez".
– No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida.
Nos volvimos: era Águeda, parada junto al quicio de la puerta, con el pringoso pelo gris enrollado en trenzas.
– Gracias, prima, gracias; pero prefiero que nos despidamos ahora. Desayunaremos en el bar y en seguida ¡al tren! Me hubiera causado un gran trastorno el perderlo, como ya le dije a éste, creo.
Así se hizo todo. Severiano me acompañó, pasamos a desayunar en el bar, y luego me dejó en el tren. "¡A ver si vuelves pronto, Roquete; que no se vayan a pasar otros ocho o diez años antes de que te acuerdes de nosotros!" "¡Descuida!"
Y allá se quedó, como un pasmarote, haciendo adiós con la mano. ¿Qué se me daba a mí de toda aquella absurda historia del manuscrito? Ni siquiera estoy seguro de que todo ello no fuera una pura quimera.
(1948)
El Tajo
I
– ¿Adónde irá éste ahora, con la solanera? -oyó que, a sus espaldas, bostezaba, perezosa, la voz del capitán.
El teniente Santolalla no contestó, no volvió la cara. Parado en el hueco de la puertecilla, paseaba la vista por el campo, lo recorría hasta las lomas de enfrente, donde estaba apostado el enemigo, allá, en las alturas calladas; luego, bajándola de nuevo, descansó la mirada por un momento sobre la mancha fresca de la viña y, en seguida, poco a poco, negligente el paso, comenzó a alejarse del puesto de mando -aquella casita de adobes, una chabola casi, donde los oficiales de la compañía se pasaban jugando al tute las horas muertas.
Apenas se había separado de la puerta, le alcanzó todavía, recia, llana, la voz del capitán que, desde dentro, le gritaba:
– ¡Tráete para acá algún racimo!
Santolalla no respondió; era siempre lo mismo. Tiempo y tiempo llevaban sesteando allí: el frente de Aragón no se movía, no recibía refuerzos, ni órdenes; parecía olvidado. La guerra avanzaba por otras regiones; por allí, nada; en aquel sector, nunca hubo nada. Cada mañana se disparaban unos cuantos tiros de parte y parte -especie de saludo al enemigo-, y, sin ello, hubiera podido creerse que no había nadie del otro lado, en la soledad del campo tranquilo. Medio en broma, se hablaba en ocasiones de organizar un partido de fútbol con los rojos: azules contra rojos. Ganas de charlar, por supuesto; no había demasiados temas y, al final, también la baraja hastiaba… En la calma del mediodía, y por la noche, subrepticiamente, no faltaban quienes se alejasen de las líneas; algunos, a veces, se pasaban al enemigo, o se perdían, caían prisioneros; y ahora, en agosto, junto a otras precarias diversiones, los viñedos eran una tentación. Ahí mismo, en la hondonada, entre líneas, había una viña, descuidada, sí, pero hermosa, cuyo costado se podía ver, como una mancha verde en la tierra reseca, desde el puesto de mando.
El teniente Santolalla descendió, caminando al sesgo, por largos vericuetos; se alejó -ya conocía el camino; lo hubiera hecho a ojos cerrados-; anduvo: llegó en fin a la viña, y se internó despacio, por entre las crecidas cepas. Distraído, canturreando, silboteando, avanzaba, la cabeza baja, pisando los pámpanos secos, los sarmientos, sobre la tierra dura, y arrancando, aquí una uva, más allá otra, entre las más granadas, cuando de pronto -"¡Hostia!"-, muy cerca, ahí mismo, vio alzarse un bulto ante sus ojos. Era -¿cómo no lo había divisado antes?- un miliciano que se incorporaba; por suerte, medio de espaldas y fusil en banderola. Santolalla, en el sobresalto, tuvo el tiempo justo de sacar su pistola y apuntarla. Se volvió el miliciano, y ya lo tenía encañonado. Acertó a decir: "¡No, no!", con una mueca rara sobre la sorprendida placidez del semblante, y ya se doblaba, ambas manos en el vientre; ya se desplomaba de bruces… En las alturas, varios tiros de fusil, disparados de una y otra banda, respondían ahora con alarma, ciegos en el bochorno del campo, a los dos chasquidos de su pistola en el hondón. Santolalla se arrimó al caído, la sacó del bolsillo la cartera, levantó el fusil que se le había descolgado del hombro y, sin prisa -ya los disparos raleaban-, regresó hacia las posiciones. El capitán, el otro teniente, todos, lo estaban aguardando ante el puesto de mando, y lo saludaron con gran algazara al verlo regresar sano y salvo, un poco pálido, en una mano el fusil capturado, y la cartera en la otra.
Luego, sentado en uno de los camastros, les contó lo sucedido; hablaba despacio, con tensa lentitud. Había soltado la cartera sobre la mesa; había puesto el fusil contra un rincón. Los muchachos se aplicaron en seguida a examinar el arma, y el capitán, displicente, cogió la cartera; por encima de su hombro, el otro teniente curioseaba también los papeles del miliciano.
– Pues -dijo, a poco, el capitán dirigiéndose a Santolalla-; pues, ¡hombre!, parece que has cazado un gazapo de tu propia tierra. ¿No eras tú de Toledo? -y le alargó el carnet, con filiación completa y retrato.
Santolalla lo miró, aprensivo: ¿Y este presumido sonriente, gorra sobre la oreja y unos tufos asomando por el otro lado, éste era la misma cara alelada -"¡no, no!"- que hacía un rato viera venírsele encima la muerte?
Era la cara de Anastasio López Rubielos, nacido en Toledo el 23 de diciembre de 1919 y afiliado al Sindicato de Oficios varios de la U. G. T. ¿Oficios varios? ¿Cuál sería el oficio de aquel comeúvas?
Algunos días, bastantes, estuvo el carnet sobre la mesa del puesto de mando. No había quien entrase, así fuera para dejar la diaria ración de pan a los oficiales, que no lo tomara en sus manos; le daban ochenta vueltas en la distracción de la charla, y lo volvían a dejar ahí, hasta que otro ocioso viniera a hacer lo mismo. Por último, ya nadie se ocupó más del carnet. Y un día, el capitán lo depositó en poder del teniente Santolalla.
– Toma el retrato de tu paisano -le dijo-. Lo guardas como recuerdo, lo tiras, o haz lo que te dé la gana con él.
Santolalla lo tomó por el borde entre sus dedos, vaciló un momento, y se resolvió por último a sepultarlo en su propia cartera. Y como también por aquellos días se había hecho desaparecer ya de la viña el cadáver, quedó en fin olvidado el asunto, con gran alivio de Santolalla. Había tenido que sufrir -él, tan reservado- muchas alusiones de mal gusto a cuenta de su hazaña, desde que el viento comenzó a traer, por ráfagas, olor a podrido desde abajo, pues la general simpatía, un tanto admirativa, del primer momento dejó paso en seguida a necias chirigotas, a través de las cuales él se veía reflejado como un tipo torpón, extravagante e infelizote, cuya aventura no podía dejar de tornar en cómico; y así, le formulaban toda clase de burlescos reproches por aquel hedor de que era causa; pero como de veras llegara a hacerse insoportable, y a todos les tocara su parte, según los vientos, se concertó con el enemigo tregua para que un destacamento de milicianos pudiera retirar e inhumar sin riesgo el cuerpo de su compañero.