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Cesó, pues, el hedor, Santolalla se guardó los documentos en su cartera, y ya no volvió a hablarse del caso.

II

Esa fue su única aventura memorable en toda la guerra. Se le presentó en el otoño de 1938, cuando llevaba Santolalla un año largo como primer teniente en aquel mismo sector del frente de Aragón -un sector tranquilo, cubierto por unidades flojas, mal pertrechadas, sin combatividad ni mayor entusiasmo. Y por entonces, ya la campaña se acercaba a su término; poco después llegaría para su compañía, con gran nerviosismo de todos, desde el capitán abajo, la orden de avanzar, sin que hubieran de encontrar a nadie por delante; ya no habría enemigo. La guerra pasó, pues, para Santolalla sin pena ni gloria, salvo aquel incidente que a todos pareció nimio, e incluso -absurdamente- digno de chacota, y que pronto olvidaron.

Él no lo olvidó; pensó olvidarlo, pero no pudo. A partir de ahí, la vida del frente -aquella vida hueca, esperando, aburrida, de la que a ratos se sentía harto- comenzó a hacérsele insufrible. Estaba harto ya, y hasta -en verdad- con un poco de bochorno. Al principio, recién incorporado, recibió este destino como una bendición: había tenido que presenciar durante los primeros meses, en Madrid, en Toledo, demasiados horrores; y cuando se vio de pronto en el sosiego campestre, y halló que, contra lo que hubiera esperado, la disciplina de campaña era más laxa que la rutina cuartelera del servicio militar cumplido años antes, y no mucho mayor el riesgo, cuando se familiarizó con sus compañeros de armas y con sus obligaciones de oficial, sintióse como anegado en una especie de suave pereza. El capitán Molina -oficial de complemento, como él- no era mala persona; tampoco, el otro teniente; eran todos gente del montón, cada cual con sus trucos, cierto, con sus pesadeces y manías, pero ¡buenas personas! Probablemente, alguna influencia, alguna recomendación, había militado a favor de cada uno para promover la buena suerte de tan cómodo destino; pero de eso -claro está- nadie hablaba. Cumplían sus deberes, jugaban a la baraja, comentaban las noticias y rumores de guerra, y se quejaban, en verano del calor, y del frío en invierno. Bromas vulgares, siempre las mismas, eran el habitual desahogo de su alegría, de su malevolencia…

Procurando no disonar demasiado, Santolalla encontró la manera de aislarse en medio de ellos; no consiguió evitar que lo considerasen como un tipo raro, pero, con sus rarezas, consiguió abrirse un poco de soledad: le gustaba andar por el campo, aunque hiciera sol, aunque hubiera nieve, mientras los demás resobaban el naipe; tomaba a su cargo servicios ajenos, recorría las líneas, vigilaba, respiraba aire fresco, fuera de aquel chamizo maloliente, apestando a tabaco. Y así, en la apacible lentitud de esta existencia, se le antojaban lejanos, muy lejanos, los ajetreos y angustias de meses antes en Madrid, aquel desbordamiento, aquel vértigo que él debió observar mientras se desvivía por animar a su madre, consternada, allí, en medio del hervidero de heroísmo y de infamia, con el temor de que no fueran a descubrir al yerno, falangista notorio, y a Isabel, la hija, escondida con él, y de que, por otro lado, pudiera mientras tanto, en Toledo, pasarle algo al obstinado e imprudente anciano… Pues el abuelo se había quedado; no había consentido en dejar la casa. Y -¿a quién, si no?- a él, al nieto, el único joven de la familia, le tocó ir en su busca. "Aunque sea por la fuerza, hijo, lo sacas de allí y te lo traes", le habían encargado. Pero ¡qué fácil es decirlo! El abuelo, exaltado, viejo y terco, no consentía en apartarse de la vista del Alcázar, dentro de cuyos muros hubiera querido y -afirmaba- debido hallarse; y vanas fueron todas las exhortaciones para que, de una vez, haciéndose cargo de su mucha edad, abandonara aquella ciudad en desorden, donde ¿qué bicho viviente no conocía sus opiniones, sus alardes, su condición de general en reserva?, y donde, por lo demás, corría el riesgo común de los disparos sueltos en una lucha confusa, de calle a calle y de casa a casa, en la que nadie sabía a punto fijo cuál era de los suyos y cuál de los otros, y la furia, y el valor, y el entusiasmo y la cólera popular se mellaban los dientes, se quebraban las uñas contra la piedra incólume de la fortaleza. Así se llegó, discutiendo abuelo y nieto, hasta el final de la lucha: entraron los moros en Toledo, salieron los sitiados del Alcázar, el viejo saltaba como una criatura, y él, Pedro Santolalla, despachado y algo desentendido, sin tanto cuidado ya por atajar sus insensatas chiquilladas, pudo presenciar ahora, atónito, el pillaje, la sarracina… Poco después se incorporaba al ejército y salía, como teniente de complemento, para el frente aragonés, en cuyo sosiego había de sentirse, por momentos, casi feliz.

No quería confesárselo; pero se daba cuenta de que, a pesar de estar lejos de su familia -padre y madre, los pobres, en el Madrid asediado, bombardeado y hambriento; su hermana, a saber dónde; y el abuelo, solo en casa, con sus años-, él, aquí, en ese paisaje desconocido y entre gentes que nada le importaban, volvía a revivir la feliz despreocupación de la niñez, la atmósfera pura de aquellos tiempos en que, libre de toda responsabilidad, y moviéndose dentro de un marco previsto, no demasiado rígido, pero muy firme, podía respirar a pleno pulmón, saborear cada minuto, disfrutar la novedad de cada mañana, disponer sin tasa ni medida de sus días… Esta especie de renovadas vacaciones -quizá eso sí, un tanto melancólicas-, cuyo descuido entretenía en cortar acaso alguna hierbecilla y quebrarla entre los dedos, o hacer que remontara su flexible tallo un bichito brillante hasta llegado a la punta, regresar hacia abajo o levantar los élitros y desaparecer; en que, siguiendo con la vista el vuelo de una pareja de águilas, muy altas, por encima de las últimas montañas, se quedaba extasiado al punto de sobresaltarse si alguien, algún compañero, un soldado, le llamaba la atención de improviso; estas curiosas vacaciones de guerra traían a su mente ociosa recuerdos, episodios de la infancia, ligados al presente por quién sabe qué oculta afinidad, por un aroma, una bocanada de viento fresco y soleado, por el silencio amplio del mediodía; episodios de los que, por supuesto, no había vuelto a acordarse durante los años todos en que, terminado su bachillerato en el Instituto de Toledo, pasó a cursar letras en la Universidad de Madrid, y a desvivirse con afanes de hombre, impaciencias y proyectos. Aquel fresco mundo remoto, de su casa en Toledo, del cigarral, que luego se acostumbrara a mirar de otra manera más distraída, regresaba ahora, a retazos: se veía a sí mismo -pero se veía, extrañamente, desde fuera, como la imagen recogida en una fotografía- niño de pantalón corto y blusa marinera corriendo tras de un aro por entre las macetas del patio, o yendo con su abuelo a tomar chocolate el domingo, o un helado, según la estación, al café del Zocodover, donde el mozo, servilleta al brazo, esperaba durante mucho rato, en silencio, las órdenes del abuelito, y le llamaba luego "mi coronel" al darle gracias por la propina; o se veía, lleno de aburrimiento, leyéndole a su padre el periódico, sin apenas entender nada de todo aquel galimatías, con tantos nombres impronunciables y palabras desconocidas, mientras él se afeitaba y se lavaba la cara y se frotaba orejas y cabeza con la toalla; se veía jugando con su perra Chispa, a la que había enseñado a embestir como un toro para darle pases de muleta… A veces, le llegaba como el eco, muy atenuado, de sensaciones que debieron de ser intensísimas, punzantes: el sol, sobre los párpados cerrados; la delicia de aquellas flores, jacintos, ramitos flexibles de lilas, que visitaba en el jardín con su madre, y a cuyo disfrute se invitaban el uno al otro con leves gritos y exclamaciones de regocijo: "Ven, mamá, y mira: ¿te acuerdas que ayer, todavía, estaba cerrado este capullo?", y ella acudía, lo admiraba… Escenas como ésa, más o menos cabales, concurrían a su memoria. Era, por ejemplo, el abuelo que, después de haber plegado su periódico dejándolo junto al plato y de haberse limpiado con la servilleta, bajo el bigote, los finos labios irónicos, decía: "Pues tus queridos franchutes (corrían por entonces los años de la Gran Guerra) parece que no levantan cabeza". Y hacía una pausa para echarle a su hijo, todo absorto en la meticulosa tarea de pelar una naranja, miraditas llenas de malicia; añadiendo luego: "Ayer se han superado a sí mismos en el arte de la retirada estratégica"… Desde su sitio, él, Pedrito, observaba cómo su padre, hostigado por el abuelo, perfeccionaba su obra, limpiaba de pellejos la fruta con alarde calmoso, y se disponía -con leve temblorcillo en el párpado, tras el cristal de los lentes- a separar entre las cuidadas uñas los gajos rezumantes. No respondía nada; o preguntaba, displicente: "Sí?" Y el abuelo, que lo había estado contemplando con pachorra, volvía a la carga: "¿Has leído hoy el periódico?" No cejaba, hasta hacerle que saltara, agresivo; y ahí venían las grandes parrafadas nerviosas, irritadas, sobre la brutalidad germánica, la civilización en peligro, la humanidad, la cultura, etcétera, con acompañamiento, en ocasiones, de puñetazos sobre la mesa. "Siempre lo mismo", murmuraba, enervada, la madre, sin mirar ni a su marido ni a su suegro, por miedo a que el fastidio le saliera a los ojos. Y los niños, Isabelita y él, presenciaban una vez más, intimidados, el torneo de costumbre entre su padre y su abuelo: el padre, excitable, serio, contenido; el abuelo, mordaz y seguro de sí, diciendo cosas que lo entusiasmaban a él, a él, sí, a Pedrito, que se sentía también germanófilo y que, a escondidas, por la calle y aun en el colegio mismo, ostentaba, prendido al pecho, ese preciado botón con los colores de la bandera alemana que tenía buen cuidado de guardarse en un bolsillo cada vez que de nuevo, el montón de libros bajo el brazo, entraba por las puertas de casa. Sí; él era germanófilo furibundo como la mayoría de los otros chicos, y en la mesa seguía con pasión los debates entre padre y abuelo, aplaudiendo en su fuero interno la dialéctica burlona de éste y lamentando la obcecación de aquél, a quien hubiera deseado ver convencido. Cada discusión remachaba más sus entusiasmos, en los que sólo, a veces, le hacía vacilar su madre, cuando, al reñirle suavemente a solas por sus banderías y "estupideces de mocoso" -su emblema había sido descubierto, o por delación o por casualidad-, le hacía consideraciones templadas y llenas de sentimiento sobre la actitud que corresponde a los niños en estas cuestiones, sin dejar de deslizar al paso alguna alusión a las chanzas del abuelo, "a quien, como comprenderás, tu padre no puede faltarle al respeto, por más que su edad le haga a veces ponerse cargante", y de decir también alguna palabrita sobre las atrocidades cometidas por Alemania, rehenes ejecutados, destrozos, de que los periódicos rebosaban. "¡Por nada del mundo, hijo, se justifica eso!" La madre lo decía sin violencia, dulcemente; y a él no dejaba de causarle alguna impresión. "¿Y tú? -preguntaba más tarde a su hermana, entre despectivo y capcioso-. ¿Tú eres francófila, o germanófila?… Tú tienes que ser francófila; para las mujeres, está bien ser francófilo". Isabelita no respondía; a ella la abrumaban las discusiones domésticas. Tanto, que la madre -de casualidad pudo escucharlo en una ocasión Pedrito- le pedía al padre "por lo que más quieras", que evitara las frecuentes escenas, "precisamente a la hora de las comidas, delante de los niños, de la criada; un espectáculo tan desagradable". "Pero ¿qué quieres que yo le haga -había replicado él entonces con tono de irritación-. Si no soy yo, ¡caramba!, si es él, que no puede dejar de… ¿No le bastará para despotricar, con su tertulia de carcamales? ¿Por qué no me deja en paz a mí? Ellos, como militares, admiran a Alemania y a su cretino káiser; más les valdría conocer mejor su propio oficio. Las hazañas del ejército alemán, sí, pero ¿y ellos?, ¿qué?: ¡desastre tras desastre: Cuba, Filipinas, Marruecos!". Se desahogó a su gusto, y él, Santolalla niño, que lo oía por un azar, indebidamente, estaba confundido… El padre -tal era su carácter-, o se quedaba corto, o se pasaba de la raya, se disparaba y excedía. En cambio ella, la madre, tenía un tacto, un sentido justo de la medida, de las conveniencias y del mundo, que, sin quererlo ni buscarlo, solía proporcionarle a él, inocente, una adecuada vía de acceso hacia la realidad, tan abrupta a veces, tan inabordable. ¿Cuántos años tendría (siete, cinco), cuando, cierto día, acudió, todo sublevado, hasta ella con la noticia de que a la lavandera de casa la había apaleado, borracho, en medio de un gran alboroto, su marido?; y la madre averiguó primero -contra la serenidad de sus preguntas rebotaba la excitación de las informaciones infantiles- cómo se había enterado, quién se lo había dicho, prometiéndole intervenir no bien acabara de peinarse. Y mientras se clavaba con cuidadoso estudio las horquillas en el pelo, parada ante el espejo de la cómoda, desde donde espiaba de reojo las reacciones del pequeño, le hizo comprender por el tono y tenor de sus condenaciones que el caso, aunque lamentable, no era tan asombroso como él se imaginaba, ni extraordinario siquiera, sino más bien, por desgracia, demasiado habitual entre esa gente pobre e inculta. Si el hombre, después de cobrar sus jornales, ha bebido unas copas el sábado, y la pobre mujer se exaspera y quizá se propasa a insultarlo, no era raro que el vino y la ninguna educación le propinasen una respuesta de palos. "Pero, mamá, la pobre Rita…" Él pensaba en la mujer maltratada; le tenía lástima y, sobre todo, le indignaba la conducta brutal del hombre, a quien sólo conocía de vista. ¡Pegarle! ¿No era increíble?… Había pasado a mirarla, y la había visto, como siempre, de espaldas, inclinada sobre la pileta; no se había atrevido a dirigirle la palabra. "Ahora voy a ver yo -dijo, por último, la madre-. ¿Está ahí?" "Abajo está, lavando. Tendremos que separarlos, ¿no, mamá?"… Cuando, poco después, tras de su madre, escuchó Santolalla a la pobre mujer quejarse de las magulladuras, y al mismo tiempo le oyó frases de disculpa, de resignación, convirtió de golpe en desprecio su ira vindicativa, y hasta consideró ya excesivo celo el de su madre llamando a capítulo al borrachín para hacerle reconvenciones e insinuarle amenazas.