El le entregó el carnet que tenía en una de ellas, preguntándole:
– ¿Era hijo suyo?
La mujer ahora, se puso a mirar el retrato muy despacio; repasaba el texto impreso y manuscrito; lo estaba mirando y no decía nada.
Pero al cabo de un rato se lo devolvió, y fue a traerle una silla: entre tanto, Santolalla y el viejo se observaban en silencio. Volvió ella, y mientras colocaba la silla en frente, reflexionó con voz apagada:
– ¡Una bala perdida! ¡Una bala perdida! Ésa no es una muerte mala. No, no es mala; ya hubieran querido morir así su padre y su otro hermano: con el fusil empuñado, luchando. No es ésa mala muerte, no. ¿Acaso no hubiera sido peor para él que lo torturasen, que lo hubiesen matado como a un conejo? ¿No hubiera sido peor el fusilamiento, la horca?… Si aún temía yo que no hubiese muerto y todavía me lo tuvieran…
Santolalla, desmadejado, con la cabeza baja y el carnet de Anastasio en la mano, colgando entre sus rodillas, oía sin decir nada aquellas frases oscuras.
– Así, al menos -prosiguió ella, sombría-, se ahorró lo de después; y, además, cayó el pobrecito en medio de sus compañeros, como un hombre, con el fusil en la mano… ¿Dónde fue? En Aragón, dice usted. ¿Qué viento le llevaría hasta allá? Nosotros pensábamos que habría corrido la ventolera de Madrid. ¿Hasta Aragón fue a dejarse el pellejo?
La mujer hablaba como para sí misma, con los ojos puestos en los secos ladrillos del suelo. Quedóse callada, y, entonces, el viejo, que desde hacía rato intentaba decir algo, pudo preguntar:
– ¿Allí había bastante?
– ¿Bastante de qué? -se afanó Santolalla.
– Bastante de comer -aclaró, llevándose hacia la juntos, los formidables dedos de su mano.
– ¡Ah, sí! Allí no
– ¡Ah, sí! Allí no nos faltaba nada. Había abundancia. No sólo de lo que nos daba la Intendencia -se entusiasmó, un poco forzado- sino también -y recordó la viña- de lo que el país produce.
La salida del abuelo le había dado un respiro; en seguida temió que a la mujer le extrañase la inconveniente puerilidad de su respuesta. Pero ella, ahora, se contemplaba las manos enrojecidas, gordas, y parecía abismada. Sin aquella su mirada reluciente y fiera resultaba una mujer trabajada, vulgar, una pobre mujer, como cualquiera otra. Parecía abismada.
Entonces fue cuando se dispuso Pedro Santolalla a desplegar la parte más espinosa de su visita: quería hacer algo por aquella gente, pero temía ofenderlos: quería hacer algo, y tampoco era mucho lo que podría hacer; quería hacer algo, y no aparecer ante sí mismo, sin embargo, como quien, logrero, rescata a bajo precio una muerte. Pero ¿por qué quería hacer algo?, y ¿qué podría hacer?
– Bueno -comenzó penosamente; sus palabras se arrastraban, sordas-; bueno, voy a rogarles que me consideren como un compañero…, como el amigo de Anastasio…
Pero se detuvo; la cosa le sonaba a burla. "¡Qué cinismo!", pensó; y aunque para aquellos desconocidos sus palabras no tuvieran las resonancias cínicas que para él mismo tenían…, no podían tenerlas, ellos no sabían nada…, ¿cómo no les iba a chocar este "compañero" bien vestido que, con finos modales, con palabras de profesor de Instituto, venía a contarles?… Y ¿cómo les contaría él toda aquella historia adobada, y los detalles complementarios de después, ciertos en lo externo: que él, ahora, estaba en posición relativamente desahogada, que se encontraba en condiciones de echarles una mano, según sus necesidades, en recuerdo de… Esto era miserable, y estaba muy lejos de las escenas generosas, llenas de patetismo, que tanta veces se había complacido en imaginar con grandes variantes, sí, pero siempre en forma tan conmovedora que, al final, se sorprendía a sí mismo, indefectiblemente, con lágrimas en los ojos. Llorar, implorar perdón, arrodillarse ante ellos (unos "ellos" que nada se parecían a "éstos"), quienes, por supuesto, se apresuraban a levantarlo y confortarlo, sin dejarle que les besara las manos -escenas hermosas y patéticas… Pero, ¡Señor!, ahora, en lugar de eso, se veía aquí, señorito bien portado delante de un viejo estúpido y de una mujer abatida y desconfiada, que miraba con rencor; y se disponía a ofrecerles una limosna en pago de haberles matado a aquel muchachote cuyo retrato, cuyos papeles, exhibía aún en su mano como credencial de amistad y gaje de piadosa camaradería.
Sin embargo, algo habría que decir; no era posible seguir callando; la mujerona había alzado ya la cabeza y lo obligaba a mirar para otro lado, hacia los pies del anciano, enormes, dentro de unos zapatos rotos, al sol.
Ella, por su parte, escrutaba a Santolalla con expectativa: ¿adónde iría a parar el sujeto este? ¿Qué significaban sus frases pulidas: rogar que lo considerasen como un amigo?
– Quiero decir -apuntó él- que para mí sería una satisfacción muy grande poderles ayudar en algo.
Se quedó rígido, esperando una respuesta; pero la respuesta no venía. Dijérase que no lo habían entendido. Tras la penosa pausa, preguntó, directa ya y embarazadamente, con una desdichada sonrisa:
– ¿Qué es lo que más necesitan? Díganme: ¿en qué puedo ayudarles?
Las pupilas azules se iluminaron de alegría, de concupiscencía, en la cara labrada del viejo; sus manos se revolvieron como un amasijo sobre el cayado de su bastón. Pero antes de que llegara a expresar su excitación en palabras, había respondido, tajante, la voz de su hija:
– Nada necesitamos, señor. Se agradece.
Sobre Santolalla estas palabras cayeron como una lluvia de tristeza; se sintió perdido, deshauciado. Después de oírlas, ya no deseaba más que irse de allí; y ni siquiera por irse tenía prisa. Despacio, giró la vista por la pequeña sala, casi desmantelada, llena tan sólo del viejo que, desde su sillón, le contemplaba ahora con indiferencia, y de la mujerona que lo encaraba de frente, en pie ante él, cruzados los brazos; y, alargándole a ésta el carnet sindical de su hijo: – Guárdelo -le ofreció-; es usted quien tiene derecho a guardarlo.
Pero ella no tendió la mano; seguía con los brazos cruzados. Se había cerrado su semblante; le relampaguearon los ojos y hasta pareció tener que dominarse mucho para, con serenidad y algún tono de ironía, responderle:
– ¿Y qué quiere usted que haga yo con eso? ¿Que lo guarde? ¿Para qué, señor? ¡Tener escondido en casa un carnet socialista, verdad? ¡No! ¡Muchas gracias!
Santolalla enrojeció hasta las orejas. Ya no había más que hablar. Se metió el carnet en el bolsillo, musitó un "¡buenos días!" y salió calle abajo.
(1949)
El regreso
I
Me decidí a regresar. Había hecho indagaciones discretas -discretas, porque me importaba mucho no llamar la atención sobre mi regreso; Pero, ¡eso sí!, lo bastante prolijas-, y pude persuadirme de que ya no correría verdadero riesgo. Pasada estaba la época en que, por una denuncia anónima, por meras sospechas, por nada, para completar acaso la carga de un camión de presos, sacaban a uno de su cama y lo llevaban a fusilar contra las tapias del cementerio. Cierto es que seguían ocurriendo cosas, y cada uno que venía de por allá se traía en el morral una buena provisión de historias espantosas que, sentados a su alrededor, en el almacén de la esquina o en casa de tal o cual paisano nuestro, el domingo a la tarde, masticábamos y masticábamos, y les dábamos mil vueltas, y terminábamos por tragar trabajosamente. Rara era la vez que entre nosotros no hubiera algún recién llegado; cada barco que entra, trae bastante gente de España; y entre ellos, nunca faltaba alguien que, ya fuera uno de tantos mozos como vienen llamados por sus parientes de aquí, ya un conocido antiguo y hasta, quién sabe, compañero de infancia de uno de nosotros, ya simple portador de recados o recomendaciones, alguien había siempre que venía a caer en nuestra tertulia con noticias frescas de la tierra. Aldeanos en su mayoría, contaban (¿qué iban a contar, los pobres?) episodios de su aldea, lo que cada cual tenía visto u oído; y aunque las atrocidades que relataban, amplificadas hasta el cansancio con la machaconería de circunstancias impertinentes y engarce de nombres propios (el aldeano cuenta las cosas a su manera: que si "¿Te acuerdas de fulano, el hijo de mengano?"; que si "Sí, hombre, si te tienes que acordar; tú lo conocías", etc.); y aunque, digo, después de tanto miedo y tanto silencio, los sucesos que referían eran exagerados, casi sin darse cuenta, dramatizados en una verdadera competición de truculencias…, ¡qué!, ¡la décima parte de todo aquello bastaba para ponerle los pelos de punta al más templado! Uno escuchaba, creyendo a cada instante no poder aguantar más ya, y con ganas de gritar: "Ya está bueno; no sigas"; pero si el portador de las sangrientas noticias callaba al fin, y vuelto hacia el hoy o el mañana, nos preguntaba algo acerca del país adonde llegaba, o quería comunicarnos su impresión de este famoso Buenos Aires que pisaba por vez primera, cualquier nueva alusión hecha por uno de nosotros nos devolvía pronto al tema, y ahí estábamos todos rumiando otra vez el amargo pasto.