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En cambio, la generación subsiguiente, la mía, que sólo había alcanzado a manifestarse en su fase juvenil, fue sorprendida ahí por la conflagración, y quedó en suspenso, cortada. Habíase revelado durante la pausa nacional impuesta por la dictadura de Primo de Rivera, que, liquidados los más combatidos aspectos del pretérito, arrastraría consigo, en su consunción y caída, el resto de la vieja estructura. En una atmósfera de paréntesis y espera como ésa, la nueva generación se manifestó muy desligada de las realidades inmediatas, a través de actitudes estéticas que pretendían el máximo distanciamiento respecto del ambiente social. Las distorsiones formales más arriesgadas y las mayores extravagancias temáticas, la apelación al folklore, a lo tradicional y local, la revivificación de las formas cultas, clásicas y barrocas, y hasta una veta neorromántica, eran tendencias que convivían, pugnaces, pero harto entremezcladas, y todas coincidentes en su prescindencia de la realidad social inmediata, en los tanteos de esa generación. A ella pertenecen extremos tan dispares como el ultraísmo y el gongorismo, cuyos secuaces respectivos precisarán fechas, límites, y se negarán, celosos, toda concomitancia; pero ¿cómo no ver en ellos, a la distancia, figuras de un mismo cuadro, más emparentadas de lo que quisieran? ¿Cómo desconocer, por ejemplo, que el Lorca de Poeta en Nueva York es el mismo autor de Mariana Pineda, del Romancero gitano; que Alberti escribió Sobre los ángeles después de haber escrito Marinero en tierra; que Gerardo Diego llegó a dividir intencionadamente su poesía en dos estilos contradictorios?, por más que otros permanecieron siempre fieles a una sola manera. Las obras juveniles de varios pasarán a los manuales y antologías como maravilla de una precoz y felicísima floración -cuyo compás está marcado ya en la historia de la literatura española-; floración que en algunos pocos casos individuales (de los que aduciré un solo ejemplo: Jorge Guillén, aunque varios lo merezcan) ha proseguido mediante el solitario impulso de la intimidad, a favor de personalidades líricas muy definidas, muy unívocas y ya bastante hechas, capaces de alimentarse con la sola sustancia de su propio bulbo, como los jacintos. Mas, para el resto de esa generación, ¡qué cementerio de promesas!

La prosa, sobre todo, quedó en meros experimentos, por cuanto la mayor entidad de su elemento ideológico requiere muy amplias, complejas y cabales correspondencias objetivas, sin que por lo común adquieran plenitud sus posibilidades expresivas en manos de escritores jóvenes, ni -en ningún caso- sea indiferente la posición que el literato mantenga frente al mundo cuyos materiales de experiencia ha de elaborar. Por eso, mientras algunas nuevas voces líricas unen su queja, desde las ruinas, a los acentos familiares de poetas ya conocidos de antes, el campo de la creación en prosa permanece poco menos que yermo…

Pero no voy a analizar aquí el actual estado de la literatura española. española. Recientemente lo ha hecho, ciñéndose a España, Ricardo Gullón (revista Realidad, de Buenos Aires, número 12, noviembre-diciembre 1948); y yo mismo, con particular referencia a la situación de los escritores emigrados, en Cuadernos Americanos, de México (número 1 de 1949); al tiempo que en la reciente Historia de la literatura española, de Ángel del Río, puede leerse también un último capítulo, " La Guerra Civil y sus consecuencias", que aprieta la garganta de pena, y más aún por el derroche de la buena voluntad que su autor ha puesto al redactarlo. Se asombra en él de que, hasta su fecha, apenas hubiera adquirido estado la Guerra Civil en las letras españolas, sino que más bien parecieran los escritores tratar de soslayarla, reanudando, como si tal cosa, el hilo de su anterior producción.

Y en principio llama la atención, es cierto, el hecho de que, mientras otros países sometidos después a experiencias tan crueles, Inglaterra, Francia, Italia, han digerido en seguida sus peripecias tremendas elaborando con ellas una literatura copiosa y, en casos, excelente, no haya sucedido así con la guerra española, que, en cambio, plumas extranjeras -Malraux, Hemingway, por no citar sino dos entre las más ilustres- tomaron como tema.

Pero hay que decirlo: no tan en absoluto ha carecido de efectos literarios valiosos ese conflicto nuestro, aunque haya sido a través de los géneros más aptos para incorporar en forma directa la emoción de la materia bruta: no sólo los poemas de León Felipe, algunos de los sonetos últimos de Antonio Machado, algunas de las sátiras de Rafael Alberti, alcanzarán, por ejemplo, el nivel clásico. Y sin duda, no sólo la falta del buen escritor en sazón, sino quizá, por encima de todo, las circunstancias (unas circunstancias que, bajo el título de "Para quién escribimos nosotros", procuraba estudiar yo en mi aludido artículo) han impedido que la Guerra Civil, experiencia central de mi generación, ingrese de lleno en la literatura, con toda la pujanza y dignidad que a primera vista le corresponde.

Las novelas que ahora doy al público abordan el pavoroso asunto, y quieren tratarlo -no en vano he dejado transcurrir un decenio antes de intentarlas- en forma tal que excluya todo elemento anecdótico… Pero -me pregunto- ¿será lícito que explique a mis lectores lo que me he propuesto al escribirlas? No ignoro, por supuesto, que el autor de una invención literaria sólo puede declarar sus intenciones, sin juzgar el resultado; y tampoco se me escapa que su interpretación es tan falible como cualquier otra, y no más legítima, pues en la creación artística los propósitos deliberados, aun en el caso de lograrse, lejos de cubrir la plenitud de la obra y agotar su sentido son, cuando más, un buen punto de enfoque para acercarse a ella, y, con frecuencia, mera fuente de confusión. Muchas consideraciones desaconsejan, bien lo sé, tal especie de proemios explicativos. Mas el estado de la literatura es hoy, para quienes escribimos español, tan precario que, a falta de todas las instancias organizadas en un ambiente normal de cultura, no sólo por la necesidad del propio autor, sino hasta por consideración al lector desamparado, debe aquél procurarle las aclaraciones que estén en su mano, y orientarlo algo. ¿Qué tácitos presupuestos lo harían superfluo? Hay que aceptar, pues, la humillación de aparecer quizá como vanidoso o pedante o descarado ponderador de la propia mercadería, por amor a ese servicio.

Viene este libro después de Los usurpadores, cuyas piezas proyectan sobre diferentes planos del pasado angustias muy de nuestro tiempo. Las novelas que integran el presente volumen acercan las mismas angustias a la experiencia viva de donde dimanan. Todas ellas contemplan la Guerra Civil española; todas, sí, incluso la primera, "El mensaje", que no alude para nada al conflicto y que hasta se supone discurriendo en época anterior a 1936. Pues el tema de la Guerra Civil es presentado en estas historias bajo el aspecto, permanente de las pasiones que la nutren; pudiera decirse: la Guerra Civil en el corazón de los hombres. De modo que los personajes de esta primera narración, criaturas vulgarísimas, y que ni siquiera pudieron ventear la futura tragedia, la llevaban sin saberlo escondida dentro de sus vidas rutinarias y grises, en la tensión de la envidia sofocada, de la presunción estúpida, del aburrimiento, y también en el ansia de algo extraordinario, grande, de algún asunto susceptible de apasionar, y arrebatar, y encender a todo el pueblo con lo que podría sugerirse que, en un sentido remoto, el nunca descifrado "mensaje" anunciaba eso, la Guerra Civil, y no otra cosa.