Fue ello, como digo, en el preciso momento en que la Mariana, por desprenderse de mí, me volcó el mate, -y me escaldó con sus maneras bruscas. Los dos estábamos crispados, yo tenía los nervios de punta; eran ya muchos días lloviendo sin parar, yo estaba cansado de tanta lluvia, cansado también de darle vueltas a la carta de mi tía, donde me participaba la desgracia y, a su manera, me sugería la oportunidad de mi presencia allí. Pues sola -éste era su razonamiento, su quejumbrosa pregunta- ¿cómo iba ella, vieja cuitada, llena de alifafes, a sacar adelante el negocio? ¡Si las piernas se le negaban a sostenerla!… Aquí, en el bolsillo interior del chaleco, estaba guardada la carta, con sus garabatos enrevesados: que yo ya conocía el manejo de la casa; que, poco más o menos, todo continuaba como antes del día maldito en que me envió mi tío a Santander para ultimar el asunto de aquella cobranza, y la dichosa guerra vino a separarnos… Doce años casi habían pasado, sí, nada menos; pero todo seguía sin mayor variación, salvo que los tiempos traían ahora complicaciones infinitas, y hacía falta un hombre al frente del negocio. Muerto mi pobre tío, ¿quién sino yo? -yo, que había aprendido a trabajar a su lado, a quienes ellos miraron siempre como hijo, como al heredero de sus afanes… Ella, tampoco podría ya vivir mucho, no le quedaba demasiada cuerda… Durante un par de semanas, desde que me entregaron la carta, habían estado hurgando en mí estas reflexiones; pero no fueron ellas, sino la exasperación de un momento, lo que me dio el empujón decisivo. Así ocurre: motivos muy serios no consiguen a veces sacarle a uno de la modorra, y el aguijonazo de una avispa le hace, en cambio, saltar por los aires. No salté yo al recibir la rociada de agua caliente; me quedé muy tranquilo en mi silla. Pero por dentro… Bueno, mi idea era cosa hecha: ¡en el primer barco! Ahí, sentado, mirando caer la lluvia sobre la palmera, y ya me veía del otro lado, mientras Mariana, ¡la pobre!, no podía imaginarse ni de lejos la causa de mi asombrosa mansedumbre; algo raro, sin duda, percibía en mí esa tarde; y algo raro barruntaba en las siguientes; se daba cuenta de que yo tenía algún embuchado y, por todos sus medios, aunque en vano, procuraba astutamente sacarme de mis casillas: me provocaba, trataba de hacerme explotar. Con tanto más cariño la contemplaba yo, y hasta me daba el gustazo de compadecerla en mi fuero interno: no sabía la infeliz que me estaba despidiendo de ella, y que una semana después me habría hecho humo, dejando que ella con su mate, y Buenos Aires con sus rascacielos (¡chau, que te vaya bien!), se hundieran en el mar poco a poco.
II
Una mañana, a comienzos de octubre, desembarqué, pues, en el puerto de Vigo. Nunca antes había estado yo en Vigo; no me gustó la ciudad; la hallé sucia y desoladora, y me sentí en ella desamparado, tanto si no más, como en Buenos Aires cuando, acabada nuestra guerra civil, arribé a su puerto. Sí; por mucho que fuera predispuesto a las emociones patrióticas, no pude evitar la sensación de hallarme en tierra extraña, y ese recelo, esa soledad, lejos de disiparse, aumentó hasta verme en Santiago. Y cuando ahí estuve, y el tren me hubo dejado en la estación, y comencé a andar, maleta en mano, por las calles de grandes losas húmedas, resbaladizas, hacia casa, me pareció que regresaba no tanto a mi ciudad como a un sueño que ya había transitado antes por dos o tres veces: me pareció estar soñando de nuevo esta pesadilla que, tiempo atrás, en Buenos Aires, me había angustiado tanto: vuelto, quién sabe cómo, a Santiago, alguien me reconocía, o yo sospechaba que me había reconocido, y quería señalarme y hacerme prender, y yo, aunque la situación era todavía ambigua, huía, escapaba, me escabullía por unas y otras callejas, siempre con los perros a los talones, mas sin atreverme a correr por no llamar la atención de la gente. Andaba; las puertas y ventanas me miraban con recelo, pero yo, afectando seguridad, aplomo, indiferencia, seguía adelante, mientras que, dentro de mi pecho, el corazón me tundía a puñetazos…
Y ¿pertenecían al sueño, o a la realidad, aquella mujer que arrastraba a un niño de la mano, aquel perro que miraba y desaparecía, el portazo que de pronto oigo a mi derecha, seguido de un confuso regaño, los dos curas que atraviesan, ante mí, por la bocacalle? ¿Era soñada o real esa figura que de repente veo venir calle arriba, por la misma acera que yo, cada vez más cerca, y en la que pronto reconozco a Benito Castro, el barbero? En toda mi ausencia, para nada me había acordado del santo de su nombre; y ahora ¡ahí estaba, y se venía sobre mí! Aún no me había conocido: mirábame como a un viajero que llega de la estación con su equipaje a rastras. ¿Lo saludaría? Claro; lo mejor era saludarlo. Ya, ya me había reconocido, a casi un metro de distancia, y se apeaba de la acera para dejarme paso; me decía adiós, y seguía adelante. ¡Qué cosa rara! Después de no habernos visto durante tantísimos años -doce… (treinta, cuarenta, cien más, hubiera podido vivir yo sin que su figura hiciera acto de presencia en mi memoria)-, al cabo del tiempo llego, me doy con él de manos a boca, y… ni vacilar siquiera: adiós, como si ayer mismo hubiera estado afeitándome en su barbería; y él también, sencillamente, me dice adiós y sigue su camino como si tal cosa, como si no hubieran pasado doce años, y una guerra, y… ¿Qué habría estado haciendo este quídam durante la gran batahola? Miré hacia atrás de reojo y -¡lo que suponía!- comprobé que se había vuelto a mirarme. Trabajo me costó no salir de estampida, mantener mi paso tranquilo; pero no estaba soñando, no: dominé el impulso y sólo una vez doblada la esquina apresuré un poquito el paso.
Cuando gracias a Dios llegué a la casa, veréis de qué tenía ganas: de echarme en la cama y dormir. Empujé la puertecilla de cristales -qué ruin me pareció la entrada de la tiendecita, con el escaparate lleno de velas rizadas para primera comunión, de devocionarios, de pequeñas imágenes!; ¡todavía estaba allí, matando moros, el Santiago a caballo!-, empujé, sonó la campanilla, entré adentro con la maleta.
"¡Tú!", exclamó al verme mi tía. Había levantado la cabeza: el mismo peinado, pero más canas; las manos con que revolvía en el cajón del mostrador habían quedado colgando, medio encogidas, en el aire; me había mirado con susto, y había exclamado: "¡Tú!" Sólo cuando rodeó el mostrador y cruzó, renqueando, a atrancar la puerta, me di cuenta de que estaba coja. Cerró, pues, con llave y cerrojo, y pasamos a la habitación del fondo.
Y ahora, ya estaba yo ahí, medio retrepado en el viejo diván, y ella frente a mí, en su butaca; y yo, invadido de una absurda pereza, no decía nada: miraba la cara de mi tía, llena toda de arrugas, sus ojillos vivaces tras las gafas montadas en plata; miraba la moldura negra de la butaca, el dibujo de las paredes, el fanal sobre la cómoda con su santo abrumado de flores -jamás lograba recordar qué santo era-; miraba el postigo de la ventana, con sus marcas y tachas, todo, mientras que mi tía, callada, en el regazo las manos, espiaba mis miradas.
– Esa cortina no es la de antes -observé-; quería pintarme en el recuerdo la antigua cortina.
– Sí; hubo que cambiarla, poco antes de morir tu tío… Pero, hijo, voy a darte algo de comer. ¡Espera! ¿Qué podría darte? Café, no tengo. ¿Qué te daría yo? Quizá una copita, ¿no?
Me trajo, ya servida, una copita de aguardiente; la bebí de un trago; me cayó bien; se lo agradecía con una sonrisa, y ella: "Bueno, ya estás aquí, loado sea Dios. ¿Muy cansado, hijo?", preguntó.
No, no estaba muy cansado; cansado propiamente no lo estaba. Sentía, sí, una especie de distensión, de triste desmadejamiento, de aburrimiento casi.
– Estás bastante cambiado -notó-; más viejo y gordo; pero con buen aspecto.