– Sí, allá uno engorda sin querer. Todo el mundo engorda allá.
Hubo otra pausa.
– ¿Cómo ha sido lo de la pierna, tía? -me creí en el caso de preguntarle. Varias veces, antes, había tenido intención de preguntarlo; por fin, lo pregunté ahora-. ¿Cómo ha sido eso de la pierna? Nunca me mandó a decir nada.
– Y ¿para qué te lo había de mandar a decir? -echó una miradita al borde de su falda-. Fue a poco de tú irte; cuando vinieron en tu busca.
– ¿En mi busca? ¿Cómo en mi busca? ¿A buscarme para qué? ¿Quiénes vinieron a buscarme? -incorporado, tieso en el asiento del diván, escrutaba yo ahora su cara impasible-. ¿Quiénes eran los que vinieron a buscarme? -volví a preguntarle tras de un instante, algo más tranquila y un tanto opaca mi voz.
– ¡Qué sé yo! ¿Había de conocerlos? Muchos, una patulea -replicó-. Y ¿sabes quién los traía? Pues los traía, ¿quién dirás? Era el único conocido: aquel amigote tuyo al que yo, la verdad, nunca pude tragar, y ¡qué razón tenía, hijo mío!…
– Abeledo.
– Ese mismo. ¿Lo sabías? ¿Te lo habían dicho?
– Me lo he figurado; nadie me había dicho nada.
Y lo cierto es que Abeledo era el último de mis "amigotes" en quien hubiera debido pensar; pero, sin que me pueda explicar por qué, apenas mi tía habló de que habían ido a buscarme, fue en él en quién pensé y no en otro. Pues sí, Abeledo…
– Y ¿dónde anda ahora ése? ¿Qué hace?
– ¡Cualquiera sabe! Vinieron en tropel; al decirles que no estabas, que habías ido a La Coruña (les dije que habías ido a La Coruña; no quise decirles que estabas en Santander), entonces entraron a registrar por todas partes, hicieron el destrozo que les dio la gana y, al salir, ¡bestias!, me empujan por la escalera. Totaclass="underline" dos meses de hospital, tu pobre tío de la ceca a la meca, el negocio abandonado… ¡Ay, Dios, qué falta que nos hizo en aquellas horas, amargas el dinero que habías ido a cobrar en Santander y que, por cierto, a la fecha no sé todavía si pudiste, hijo, cobrarlo o no; aunque supongo, infeliz, que habrás necesitado gastarlo durante todas esas miserias!…
Entonces me puse a contarle a mi tía, sumariamente, los pasados avatares de mi vida. Le conté que, al día siguiente de mi llegada a Santander, pude, en efecto, cobrar, tras de una empeñada discusión y no sin tener que consentir alguna rebaja, el saldo que se nos adeudaba; y que en seguida, antes de alcanzar a coger el tren de vuelta para Santiago, esparcidos rumores y noticias, cundida la alarma, iniciado el desorden, ya no tuve otro remedio, pese a toda mi diligencia, que quedarme allí. No le conté mi entusiasmo, ni la participación exaltada que desde un comienzo tomé en todo: mi correr, excitado, desde el Gobierno civil hasta la Casa del Pueblo, desde la Casa del Pueblo hasta el Ayuntamiento, desde el Ayuntamiento hasta la redacción de El Montañés, desde ahí otra vez hasta la Casa del Pueblo… Le conté que, por razón de mi edad, debía incorporarme al ejército e ir al frente; no le conté que lo hice como voluntario, y transido de alegre fervor, que me entregué a la guerra en cuerpo y alma. ¿Qué hubiera podido comprender ella de mi abnegación miliciana, de mi responsable ufanía como capitán, de mi confianza, de mi fe, de mis angustias, si al cabo de los años casi ni yo mismo entiendo aquellos sentimientos tan intensos y tan puros que un día llenaron mi pecho? Fue una especie de arrebato que hoy me extraña como si se lo viese sufrir a otra persona, a alguien un tanto disparatado en sus motivos, en sus reacciones y actitudes. Necesito evocarlo en medio de la atmósfera santanderina, tan clara, despejada, ventilada, abierta al mar, tan estimulante con la vibración de sus colores enteros, sus brillos, su diáfana lejanía. Ahí me veo a mí mismo -me veo con burlona lástima y cierta sutil repulsión- rebosante de fogosa generosidad, jugándome alma y vida… Le conté, pues, cómo, forzado por las circunstancias, había tenido que hacer la guerra, y que, terminado todo para los que estábamos luchando en la zona norte, y habiendo alcanzado ya el grado de capitán, temí por momentos quedarme encerrado en la ratonera: como oficial no hubiera escapado tan de rositas; pero que, a última hora, conseguí ser de los evacuados, pasar a Francia… luego le conté mi vida en América, mi excelente empleo en los escritorios del molino aceitero La Andaluza, S. A., donde tan considerado estaba; donde me apreciaban tanto que, al despedirme en vísperas de embarcar, me habían rogado, me habían ofrecido, sí, el oro y el moro para que renunciara al viaje y continuara al servicio de la empresa…
Y mientras le contaba todo eso: Abeledo, este nombre resonaba dentro de mí, incesante, oscuro, bajo las palabras y las frases con que mi boca iba urdiendo la escueta relación. Abeledo GonzáIez… Manuel Abeledo González… ¿Por qué, Señor, por qué?… Me preguntaba por qué había querido perseguirme Abeledo. Hablaba de los días esperanzados o turbios de Santander, me veía capitán, y… Abeledo; hablaba de Buenos Aires, la oficina, los aceites de girasol y maní marca " La Andaluza ", y… Abeledo, siempre Abeledo, somormujo, insidioso. No podía comprender, ¡era inconcebible!, que Abeledo hubiese querido dañarme así; en vano me esforzaba por imaginármelo: si aquel día llega a encontrarme, ¿con qué cara se me hubiera enfrentado?, ¿qué hubiera dicho? No, no conseguía ni pintarme su gesto, su talante, en circunstancias tales, ni oír su voz. Y, sin embargo, fue él, fue su nombre, Abeledo, el que acudió a mis labios cuando lo supe, y ni un solo instante de vacilación tuve: él, él había sido; una especie de evidencia ciega me lo aseguraba. ¿Por qué? Menester sería pensar en ello, darle vueltas y vueltas hasta desentrañar el porqué: "¡Mañana!"
Mañana, sí. Ahora estaba demasiado rendido, y solamente deseaba sentirme aparte, como un enfermo, aparte como la maleta que se quedó ahí, junto a la puerta, ahí. Ni abrirla siquiera, mañana sería otro día; mientras la vieja, estúpida, me explicaba cosas del negocio, ¿cómo iba a prestarle atención hoy?: vender y comprar, amistades, influencias, conchavos, estraperlo, ayer mismo sin ir más lejos, mañana a más tardar… De pronto, la interrumpí: "¿Y Abeledo? ¿Qué hace ahora?" Sin darle mayor importancia -lo que (recuerdo) me produjo asombro, pero no desagrado- respondió a esto que no tenía idea; que cuando a ella la dieron de alta en el hospital debió ocuparse sin tardanza de tanta y tanta cosa, lo único que le interesaba, y ¡cómo!, "pues te imaginarás, hijo, todo abandonado…, tiempos muy duros, muy duros, sí. Pero -suspendió de pronto el tono lastimero-, pero voy a dejarte solo; te estás cayendo de sueño, muchacho; ya te dejo, sí; anda, duerme…"
III
Abrí a la mañana siguiente los ojos y, no bien me encontré allí y recordé, y me di cuenta de que estaba en Santiago y que desde ahí tendría que seguir viviendo; saltar de aquella cama donde había dormido, salir del cuarto y de la casa, y echarme a andar, la idea de que en cualquier momento, apenas pusiera el pie en la calle, podía tropezar con Abeledo, me paralizaba, me aterraba. Yo no soy cobarde; en la guerra, expuse mi vida sin vacilar y de todas maneras: alegremente, con exuberante brío, a la cabeza de un grupo de milicianos, cuando al comienzo todavía no se habían constituido los frentes, ni, en puridad, cabía hablar de un frente y de una retaguardia, y el enemigo podía salir de improviso por cualquier parte; serenamente, luego, cuando penetrado del valor de la disciplina, al mando de mi compañía de ametralladoras ("de ametralladoras" digo: ¡una sola máquina, y ésa, la pobre, en tal lamentable estado!, esto era todo nuestro equipo), en fin, cuando a la cabeza de mi compañía estaba dispuesto siempre a dejarme el pellejo por sostener una posición, por defender una cota; y fríamente, con indiferencia estoica, cada vez que, por ejemplo, era necesario soportar un bombardeo, tendidos boca abajo en el suelo y, cruzadas las manos tras de la nuca, animaba a los muchachos con chistes o salidas jocosas. No, no soy un cobarde. Ni era tampoco miedo, a decir verdad, lo que sentía ahora ante la incierta perspectiva de tropezarme con Abeledo. En primer lugar, seguro estaba de que nada grave podía acontecerme: ya aquellos tiempos habían pasado! y además… ¿qué?, ¿acaso no lo conocía?: él se echaría sobre mí con los brazos abiertos apenas me viera, me saludaría con hipócrita alborozo y -no teniendo a quién entregarme con su beso ni cómo prometerse sino, a lo sumo, ocasionarme disgustos y molestias, pero matarme… ¡como no fuera de asco!- prolongaría la comedia de la cordialidad hasta exagerar las manifestaciones obsecuentes, los ofrecimientos, los halagos… ¡si lo conocería yo! "Genio y figura…", dicen. Sólo quince años o dieciséis teníamos, y ¿qué fue lo que hizo, allá en el Seminario, cuando el celador nos pilló desapercibidos mientras escribíamos lo que calificaron los curas de versos indecentes y obscenos? ¡caramba: entre amigo, hay que compartir los riesgos y las penas, como los gustos!¿Qué hizo él? Me había enseñado un soneto que escribiera a propósito de una aldeana a quien el día antes, desde la ventana de los dormitorios, vimos pasar meneando las caderas. Tanto le había excitado a él ese meneo que, entre otras cosas, le dio por ponerse a menear la pluma hasta que segregó un soneto. Soneto, ¡bueno!; si es que a eso podía llamársele un soneto. "Trae, chapucero, que te lo corrija", le digo. Y ¡manos a la obra!: tacho, arreglo, reformo, aquí mejoro una rima, allí rectifico la medida de un verso; y, en seguida, me pongo a pasarlo en limpio a su dictado. En ello estábamos cuando, de repente, ¡el celador que nos cae encima! Yo no tenía escapatoria; me habían sorprendido con las manos en la masa; pluma en ristre me quedé, y con la boca abierta, al ver cómo una manaza brutal arrebataba por los aires la prueba del delito; era muy natural que, pues Abeledo había conseguido esconder, en cambio, la hoja original escrita de su puño y letra si bien con correcciones mías, tratara de eludir el castigo; mas ¡no echando todavía leña al fuego y cargando sobre mis espaldas la culpa que se quitaba!… Sus alardes, luego, de solidaridad, sus apreciaciones joviales y sus disimuladas justificaciones y explicaciones no podían sino empeorar las cosas; y aunque nada le reproché, aunque nada le dije, ni yo, ni él tampoco, olvidamos el caso: él menos que yo. De entonces acá, nunca después habíamos dejado de ser amigos y éramos tenidos por compañeros inseparables. Pero, puesto uno a recordar el curso de esa amistad, fácil era darse cuenta de que la situación y actitudes origen de aquel resquemor se habían reproducido varias veces más tarde en forma diversa, con episodios distintos, aun después de que ambos hubimos colgado los hábitos de seminaristas y seguíamos caminos diferentes por el mundo: estaba en su carácter; no lo conocería yo! Ahora, cuando me lo encontrara -y un día u otro me lo había de encontrar- se precipitaría, pues, el amigo Abeledo con muchos aspavientos a estrujarme en un gran abrazo, me haría en seguida reproches cordiales por mi largo silencio; pero, en seguida, antes de que yo hubiera podido decir una palabra, se haría cargo de mis motivos, se mostraría comprensivo y respetuoso ante mis razones, aludiría a ellas en términos de un sentimiento fraterno que está por encima de cualesquiera diferencias…¿Y yo?, ¿qué haría yo?, ¿qué me quedaba por hacer? Endosaría todo eso: que sí, que ¡cómo no!, que ¡muy bien! Esto es lo que está en mi carácter; también me conozco… De modo que, a la postre, ¡aquí no ha pasado nada!