Выбрать главу

Nada tenía, por lo tanto, que temer, y estas reflexiones que yo me estaba haciendo, ahí, metido en la cama, apenas despierto, no podían ser más tranquilizadoras. Sin embargo, miraba escurrir, mansita, la lluvia por el vidrio de la ventana, y el pensar que hoy mismo, dentro de un rato, una vez levantado y desayunado, debería, en fin, echarme a la calle e iniciar mi nueva existencia en este Santiago donde sería inevitable, antes o después, el encuentro con Abeledo, me era tan duro, tan insoportable, que todas esas representaciones, anticipo de una ya inminente realidad, resbalaban sobre mí sin calarme, como si pertenecieran a otro mundo del que yo estuviese definitivamente separado, como si yo no hubiera de salir jamás de aquella cámara y, tendido ahí en mi cama, inmóvil entre las sábanas, viera impasible, a través de los cristales, caer la lluvia y, tras la lluvia, imaginara ese mundo de afanes, problemas, sufrimientos y alegrías para mí tan ajenos, inconsistentes y fantasmales como los de las ciudades remotas -Sidney, Ciudad del Cabo- que suele presentar el cine en añejos noticiarios.

Pero, no obstante, la realidad vino pronto, perentoria, a golpear en la puerta con los nudillos de mi tía.

IV

– Dígame, tía; una cosa quisiera preguntarle: ¿qué ha sido de la Rosalía en todo este tiempo? A lo mejor se ha casado…

Hice la pregunta no sin alguna aprensión: yo no me había portado bien con esta Rosalía. Rosalía y yo -¡tan extraña como ahora me parecía!, ¡tan fríamente como la consideraba!- éramos novios cuando, al estallar la guerra, quedamos separados, ella en Santiago, yo en Santander, y entre los dos la línea del frente. En un principio, ni me preocupé: ya volveríamos a encontrarnos; nadie pensaba que aquello pudiera durar sino días, semanas a lo sumo: duró años. Y mientras pasaban, el afán de cada hora, de cada jornada, no me permitió pensar en ninguna otra cosa; en medio del tráfago, pronto se disipaban los asaltos periódicos de inquietud que su separación me producía. Y cuando, todo acabado, me vi en América y pude volver en mí, me di cuenta de que, en el fondo, no me desagradaba hallar aflojado por la fuerza mayor de los acontecimientos un compromiso que, según comprobaba ahora, nada me decía. "He de escribirle, he de ponerme en contacto otra vez con ella", pensé; pero al pensarlo, más que en ella misma pensaba en mi tío, padrino suyo y verdadero promotor de nuestro noviazgo. Pensaba también que restablecer el contacto -desde Buenos Aires, al cabo de tres años largos y por medio de una carta- no implicaba reanudar nuestro compromiso, sino tan sólo cumplir en cierto modo, presentar una excusa y, al explicar siquiera tácitamente y por alusión mi largo silencio, no quedar al menos como un cerdo. Quedé como un cerdo; no le escribí nunca. Y hasta, por su causa, demoré más de lo necesario y conveniente el darle a mis tíos señales de vida, haciéndolo, cuando lo hice, en una forma imprecisa, insuficiente y -como yo bien sabía- taimada. En las espaciadas, desganadas cartas que entre nosotros se cruzaron, no se hizo, creo, una sola mención de Rosalía. Y ahora, desaparecido mi pobre tío, aún hube de vencer un último empacho para preguntarle por ella a mi tía, que, después de averiguar si había dormido a gusto y de servirme el agua suda a la que llamaba café con leche, se había sentado al otro lado de la mesa.

– Casóse -fue la respuesta. Y añadió: – No era mujer para ti; yo nunca quise intervenir, ella era ahijada de tu tío (que en paz descanse), pero, no porque tuviera aquellas cuatro pesetejas que luego se hicieron humo, polvo y ceniza, era la mujer que te convenía. Se casó, tiene un montón de hijos, está hecha una guarra…

Intenté por un momento imaginármela envejecida, "hecha una guarra", a ella que tan presumida era, y no tuve ni la curiosidad de saber con quién se había casado; de seguro, ella hubiera tenido mis noticias con igual indiferencia. En tono indiferente, hice a mí tía la segunda pregunta que tenía preparada. Puesta en alto la taza delante de mis narices, le pregunté:

– Y de aquel Abeledo ¿no sabe usted nada?; ¿en qué se ocupa?; ¿qué hace? Viéndola fruncir el labio inferior en signo de ignorancia y mover la cabeza de un lado a otro, sugerí: Usted me contó anoche, ¿no?, que él había venido con otros… ¿Qué fue lo que dijo?; ¿preguntó por mí, verdad?