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– No me he casado, no.

Ya el peluquero daba por terminada su obra; me ponía un espejo atrás para que la aprobara y, obtenido el visto bueno, me pasaba un cepillo suavón por el cuello y las orejas.

Nada en limpio había sacado de lo que me interesaba.

VI

Bien recortado el pelo y oliendo a perfumes, salí, pues, de la barbería con el vago propósito de darme una vuelta por el café. De mañana, apenas había peligro de caer en un grupo de conocidos. Y Bernardino el Pajarero me proporcionaría con su charla incansable y difusa cuantas noticias le pidiera. Él bien sabía qué amigos éramos Abeledo y yo: no dejaría de traerlo a colación de alguna manera… Pero, en lugar de encaminarme directamente hacia el café, me eché a andar, un poco a la buena de Dios, y sin otra guía que mi deseo de pasar antes por el Pórtico de la Gloria: el Pórtico de la Gloria es para los gallegos el último reducto de la devoción; su esplendor de piedra recoge nuestro culto cuando la fe en el Apóstol se nos ha hecho humo y convertido en literatura.

Hacia allí emprendí breve peregrinación; llegué ante el pórtico y, sin subir sus gradas, se prosternó mi espíritu, bien que -justo sea confesarlo- lo hiciera con cierta ritual frialdad y medio distraído, pues mi ánimo, absorbido como estaba en la preocupación de Abeledo, carecía de la holgura que esas emociones graciosas requieren. Por mucho que me esforzara en llevar mi atención hacia otras cosas, no podía sacarme aquella preocupación de la cabeza: una y otra vez, volvía a ella con la pertinacia de una mosca.

Y era el caso que, cuanto más lo pensaba, más incomprensible, enigmática, se me hacía la conducta de Abeledo, más me inquietaba su oscura actitud, aquel acto único, atroz, cuya casual y para mí afortunada frustración le había dejado así al descubierto ante mis ojos. Pues, ¿cómo?, si había sido mi amigo de adolescencia y juventud, inseparable un tiempo y luego siempre fiel; si jamás hubo entre nosotros un disgusto serio; si hasta las mismas discusiones políticas de última hora, cuando, en vísperas de la guerra, estaba tan envenenada la atmósfera, se mantuvieron entre nosotros en términos todavía soportables; si, obligados por nuestra afectuosa confianza, tantos favores y pequeños servicios nos teníamos prestados el uno al otro, y en verdad, más yo a él que él a mí; si hasta, ¡caramba!, ¿no había maquinado transformar nuestra amistad en parentesco, casándome con su hermana?… Tantas veces como este detalle me acudía a las mientes -no podía evitarlo- la cara se me reía. Me resultaba tan absurdo que, durante quién sabe el tiempo, en los recovecos de su fuero interno me hubiera estado prometiendo la blanca mano de la María Jesús, en quien yo ni por un instante había pensado… Muy, muy pava era la pobre María Jesús; buena, sí, como el pan; y, por lo visto, me tenía puestos los puntos de la manera tonta y zonza y boba que le era propia: bajar la vista cuando yo le hablaba, contestarme con pocas palabras, y recibir muy modosita ante mí las órdenes del hermano, que se daba aires de señor y dueño, y que siempre encontraba algunas instrucciones que impartirle cuando salíamos. En realidad, él era el jefe de la familia, que, por lo demás, se reducía a ellos dos solos: apenas el padre, viudo, murió -autoritario y raro, el viejo los destinaba, a él para cura, y a la muchacha para ama de llaves de su hermano-, colgó éste los hábitos, so pretexto de que, moralmente, estaba en el deber de sacrificar su carrera, y no tenía derecho, moralmente, a dejarla sola (a mí me consta, sin embargo, cuánta aversión sentía por el Seminario: era un sentimiento que compartíamos); y así, mientras él se afanaba en ganar unas pesetillas acá y allá, desempeñaba ella los quehaceres de la casa, tristona siempre, siempre calladita y seria, tan formal… Y no es que fuera, ni mucho menos, fea; fea, no lo era; era más bien linda, y hasta muy linda si se quiere -eso va en gustos-; y respecto a sus prendas morales, ¿qué decir?, ¡una joyita! A mí, la verdad, me daba lástima la vida que esa pobre criatura, tan insignificante, llevaba, toda abnegación, toda trabajo, encierro… Pero de eso a pensar… ¡Vamos! Tanto, que si alguna vez, puesto que era una chica decente y buena, como a mí me constaba, y nada fea, y además la tenía al alcance de la mano, se me ocurría -¡una mera ocurrencia! por aquello de que los pantalones se creen obligados a eso cada vez que se les ponen unas faldas por delante-, se me ocurría, ¿cómo diré?, ¡bueno, eso!, era para confirmar a cada nuevo intento que entre la María Jesús y un servidor nunca podría haber nada. ¿Por qué? Pues porque, bonita y todo como lo era, a mí -¡cuestión de gustos!- no me gustaba; o, para mayor exactitud, apreciaba, sí, los tesoros de que ella no parecía hacer mérito, pero, al mismo tiempo, me producía una especie de raro encogimiento. Hablarle dos palabras, preguntarle esto o lo otro, bien; pero en cuanto me esforzaba por mirarla "con ojos pecaminosos", ya estaba ahí el asco, la repulsión.

La causa de ese asco no se me escapaba; la conocía perfectamente. Era -¡qué tontería!, pero eso era- su excesivo parecido con el hermano; era que tenía el mismo cutis moreno, las mismas cejas negrísimas, retintas y muy tendidas hacia la sien; ella, la sosa, no se las depilaba, como por entonces estaba tan de moda; no se hacía arreglo alguno, no se pintaba; nada: "me lavo con agua clara". Y lo demás que ponía Dios, la hacía semejante a su hermano Manueclass="underline" tenía la misma mirada entre huidiza y melancólica, la misma nariz corta y fina; iguales hombros redondeados y algo caídos… En una palabra: que me recordaba al Abeledo en cada facción; y ¿cómo hubiera podido yo tocarla sin pensar de inmediato en Abeledo González? Se me hubieran bajado los humos; ¡hombre!, me hubiera venido la idea de que me estaba acostando con él… Así pues nunca le hice el menor caso; la traté siempre con todo respeto. ¿Podía yo imaginarme?… Sólo más tarde, cuando se concertó mi noviazgo con Rosalía, y él lo supo y se convenció de que la cosa iba en serio, caí en la cuenta por su actitud de cuáles eran las que él venía echándose a propósito de su hermanita, y de con cuánta intención había procurado llevarme a su casa en cualquier oportunidad, citarme allí, metérmela por los ojos, y hasta dejarme a solas con ella; pues mi compromiso con la otra le sentó, ¡Dios me valga!, como un tiro: se puso seco, desabrido, incluso impertinente, produciéndome tal sorpresa su incalculable reacción que, desprevenido, desapercibido, estupefacto, nada podía comprender al comienzo…