Rememoraba yo ahora todo esto, rumbo al café Cosmopolita, sin fijarme siquiera por dónde pasaba, cuando de pronto, me quedé parado en mitad de la calle, entontecido por una ocurrencia que, cual pedrada o mazazo, acababa de golpearme la cabeza:¡Conque -se me había venido al magín-, conque por eso era por lo que había querido liquidarme! ¡Canalla! En una oleada caliente de indignación sentí que los colores me subían a la cara. "¡Canalla! ¡Requetecanalla!", estas palabras se escapaban de mí boca a borbotones: como un borracho, vacilaba y hablaba solo. ¡Qué canalla! La infamia de tantos y tantos como aprovecharon la guerra civil para satisfacer sus pequeños rencores, sus miserias inconfesables, tenía ahora un rostro: el de mi amigo Abeledo. ¡Pero qué canalla, qué recanalla! Me sentía por mi parte, ¡de veras lo digo!, libre de toda culpa frente a él. Si se había hecho ilusiones, si la propia muchacha estaba o no enamoriscada de mí (¡qué milagro, tampoco, encerrada como vivía, sin trato con ningún otro!), ¡allá ellos!; pues yo para nada alenté esas ilusiones, ni presté la más nimia base a sus esperanzas. Tanto era así que, según digo, ni siquiera había notado… Pero, es que soy estúpido; sí, tengo mucho de estúpido; para ciertas cosas soy un idiota: caigo de la rama cuando la sacuden, y no antes. ¿Cómo pude pasar por alto la intención de Abeledo a través de tanto y tanto detalle acumulado que ahora, demasiado tarde, recapitulaba en una plena evidencia; cómo no advertí todos sus planes de futuro, de que gustaba hacerme confidencia y en los que yo solía figurar como un primordial elemento; cómo no calculé que la superioridad de mi posición -heredero seguro de mis tíos-, todo eso, junto…? Estaba, sí, en Babia; mas, por suerte, jamás llegué a deslizarme ni un milímetro; siempre me conduje de modo circunspecto; no hubo ni una broma siquiera, motivo alguno de reproche. Quién sabe si no hubiera sido preferible una buena trifulca para despejar la atmósfera, o quedar enemistados de una vez por todas, claramente. Pero, Señor, ¡qué canalla! ¡Si parecía imposible! Ahora sí, ahora el miserable iba a oírme, cara a cara, mano a mano, los dos solos, de hombre a hombre, no bien me lo tropezara. Ahora, casi tenía ganas de dar con él, tan grande era mi indignación; de buscarlo, y…
VII
Llegaba con esto al café Nacional, antes Cosmopolita. Entré y, derecho, me encaminé al rincón donde solíamos reunirnos; allí me instalé solitario, junto a la ventana. Que nada había cambiado, decía Castro el barbero. Por lo pronto, ninguno de los mozos me era conocido; al menos, ninguno de los que andaban por allá. Las paredes, si mal no recuerdo, tenían un color cremoso; ahora, azules; había, creo, unos zócalos que ya no se veían; y hasta diríase que el salón mismo hubiera encogido y achicado, por más que esto, claro está, no fuese sino una falsa impresión -quizá habían suprimido espejos…
Al camarero que se me acercó le pregunté por Bernardino el Pajarero: no venía hoy; había mandado avisar que estaba enfermo. Bueno, no importaba. Me puse a revolver mi café, di un sorbo -¡qué diferencia, demonio, con el que uno toma en Buenos Aires! Antes aquí, en el Cosmopolita, no daban mal café; pero en Buenos Aires, la verdad sea dicha, el café que se toma, pensaba yo, es excelente, y no sólo el que a uno le hacía en casa la Mariana: incluso el del almacén era aceptable-; di un sorbo y… ¿o es que la felonía de Abeledo me tenía estragado el paladar y con ganas de vomitar? ¡Qué canalla el Abeledo! Quería ver yo con qué cara se presentaba delante de mí; qué cara ponía cuando yo le dijera: "¡Canalla, atorrante! Conque quisiste asesinarme, ¿eh?…" Bueno, sostendrá que jamás pretendió tal cosa, que más bien se propuso protegerme en cierto modo, al hacer que me detuvieran, cumpliendo al mismo tiempo con su deber (el deber: la gran cobertura de tantos canallas), pues -¡ay, si me parecía estarlo oyendo: bajos los ojos, pálido!-, pues -¡a empujones, a reculones, bregando con las palabras!-, pues en aquellos momentos graves, de peligro para todos, él, que me conocía bien, y sabía cómo yo pensaba, y que, como él, todos estaban al tanto de que yo era un rojo, él, amigo mío, había tenido buenas razones para estimar que lo más prudente… etcétera. ¡Sí, casi me parecía estar oyendo la confusa retahíla, como si, en efecto, alguna vez hubieran salido de su boca frases tales y ahora las reconstruyera mi memoria hasta con el mismo tono de su voz!; como si ellas fueran la natural continuación de las muchas conversaciones políticas, de las discusiones, ¡no; propiamente discusiones, no; sino pullas, piques, puntadas! No es él tipo de discutir abiertamente y sostener su opinión con franqueza. Pero es lo cierto que, poco a poco, acaso -¡qué estúpido!- por influencia del ambiente de la redacción (pues trabajaba como reportero en La Hora Compostelana, y trabajaba allí, y no en otro periódico cualquiera, como resultado de un azar en todo ajeno a la política), lo cierto es que cada día estaba más reaccionario, y a mí me irritaba la falta de fundamento con que él, que nunca tuvo dónde caerse muerto, se colocaba cada vez más y más en el bando de los ricos. Diríase que lo hacía tan sólo por llevarme la contraria. Pues, ¡en eso sí que estaba en lo cierto!, mis convicciones eran muy firmes, ardientes, y si la sublevación me hubiera sorprendido en Santiago, ni que decir tiene que hubiese puesto cuanto estuviera de mi parte por entorpecer, ya que impedir no se pudiera… ¡qué sé yo!… o bien, hubiera procurado pasarme al otro lado, a falta de cosa más útil; y me resultaba absurdo que él, por la circunstancia enteramente fortuita de trabajar en un periódico de tendencias clericales, él, que los conocía y detestaba igual que yo por haberlos padecido, apareciera convertido en paladín… ¡Qué idiota!, ¡qué falta de seso! Porque lo notable es que parecía muy convencido, convencidísimo. Y hasta, con su falta de sentido común y su fanatismo, podía haberse creído en el deber, deber patriótico, de, cual nuevo Guzmán el Bueno, sacrificar a su muy querido amigo de la infancia… Tantas cosas se vieron en esa guerra… ¿No hubo quien emprendiera todo un viaje para llegarse al pueblo en busca de su cuñado, y prenderlo, y llevárselo al matadero con otros enemigos de la causa, dejando a hermana y sobrinos en alaridos, lágrimas e insultos? Muchos pensaban que ése era su deber, y hasta les enternecía el espectáculo de la propia abnegación, aquella su admirable renuncia a todo sentimiento particular de humanidad o de afecto en aras de intereses más altos, sin que faltara siquiera un modo de sublime piedad hacia las obcecadas víctimas, expedidas al cielo no antes de, con generoso empeño, haber forzado su arrepentimiento y salvación…
Por un instante, me sumí en el recuerdo de la guerra. Estaba allí, sentado en la penumbra del viejo café Cosmopolita, que ahora se me antojaba extraño, mirando distraído a la gente que, de tarde en tarde, pasaba ante la ventana; pero mi alma se bañaba en la atmósfera de aquel Santander remoto, luminosa, radiante, agitada, llena de gritos, de excitación, de discusiones, de esperanza, de entusiasmo, de milicianos, de noticias. Lo que entonces me parecía tan naturaclass="underline" que quisiera exterminarse al adversario, que eso fuera considerado como un acto de legítima defensa, más aún, como un deber sagrado, y sospechoso o tibio a quien por amistad privada ocultaba al enemigo público, ahora me producía, no ya repugnancia, sino verdadero asombro. Y, sin embargo, así había sido: ni la comunidad de la sangre era excusa frente a aquella otra comunión insensata. "¡qué suerte grande -reflexioné, y mis palabras casi sonaron en un susurro-, qué inmensa suerte nos reservaba a nosotros, escondida, nuestra desgracia de perder la partida, de quedar vencidos, desamparados, desligados, absueltos, penitentes!" Pensaba: "Si, como ellos, hubiéramos tenido que endosar tanto horror, una vez decaída la exaltación beligerante…" Y en seguida me pregunté con alarma: "Pero yo… ¿Acaso yo, de haber estado él en Santander, siendo por lo tanto la situación inversa, acaso yo no?…" Con alarma, con ansiedad me interrogaba a mí mismo: "¿Qué hubiera hecho yo? ¿qué? Si, por ejemplo, teniendo la convicción plena de que Abeledo, mí amigo íntimo… ¡No! -fue mi respuesta, después de auscultarme a fondo-, ¡no! -brotó vibrante-, ¡no, no lo hubiera denunciado!" Y me sentía muy ufano, más que dichoso, al comprobar que no, que, desde luego, eso, yo no lo hubiera hecho… Tranquilizado ya, insistí, casuista, ante el tribunal de mi propia conciencia: Pero… veamos!…, pero… ¿y si, por ejemplo, hubiera yo sabido a ciencia cierta que figuraba en una organización de la "quinta columna" para sabotear la guerra?, ¿o si, constándome como me constaba cuáles eran sus ideas, me lo veo de pronto -supongamos- en un puesto de confianza desde donde pudiera ejercer y dirigir el espionaje, actuar de una manera peligrosa? ¡Qué perplejidad!… Como quiera que fuese, él no podía en manera alguna presumir que yo, desde el fondo de la cerería, iba a poner en peligro a la llamada revolución nacional -harto hubiera hecho, pobre de mí, con agazaparme y esconderme-; y, por otra arte, le cabía siempre el recurso, si tanto era su celo, de buscarme, hablarme a solas, amonestarme, amenazarme inclusive…, ¿qué sé yo? En último caso, eso es, creo, lo que yo hubiera hecho. Pero él… Suerte tuve con estar fuera; y él, él también tuvo una suerte bárbara al no encontrarme; pues si me encuentra, ¡vaya!…, por más que se dijera a sí mismo: "Es un rojo, y los momentos no son para andar con bromas; están en juego los destinos de la patria, la causa de Dios", etcétera; tampoco dejaba de saber demasiado bien quién era este rojo: su amigo de siempre, que le había inferido el imperdonable agravio de desairar sus expectativas al abstenerse de pedir la blanca mano de su señorita hermana, dejándola para vestir santos; y si tenía esa espina enconada, más se le hubiera enconado, se le hubiera infectado hasta reventar de pus, el modo de sacársela; la conciencia le estaría apretando como unos zapatos nuevos, aunque también la conciencia se doma con el uso, y hasta se agujerea… Buen servicio le hice, de todos modos, con no estar a su alcance, por mucho que la intentona lo haya dejado ante mí al descubierto, en una postura tan poco airosa. Ahora, cuando nos diéramos de manos a boca, si quería vejarme, o si prefería hacerse el magnánimo conmigo, ¡que lo hiciera! ¡Que hiciera lo que le diese la gana!… Me lo estaba imaginando: "¡Caramba, hombre! ¡Tú!", ironizaría. "¿De dónde sales, al cabo de los años?" Y si yo, acaso, le replicaba con retintín: "Te parecerá que salgo de la tumba, ¿no?", podría retrucarme en tono amenazador: "¡Más te valiera, desgraciado, estar en ella!", añadiendo, como para su capote: "Vuelven a asomar las ratas. Pues ¡que no pierdan tan pronto el miedo!"… o algo por el estilo.