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Era aquello, o me lo pareció, el primer signo a favor de una eventualidad que, antes, apenas si me atrevía a acariciar; ésta: ¿por qué la guerra, cuyos trasiegos habían convertido a mi Santiago en una ciudad extraña, repleta de extraños, donde a nadie conocía, por qué no podía haberlo alejado a él, llevándolo hacia cualquier otra parte, al otro extremo de España, a Alicante, a Almería? Si ello tomaba cuerpo y consistencia, si por fortuna era ese el caso, nada impedía entonces que yo permaneciera ahí, en un Santiago desconocido e indiferente, tan tranquilo como lo estaba en Buenos Aires, sin importárseme nada de nadie, ni a nadie tenerle que rendir cuentas de nada; en fin, como si jamás hubiera existido el tal Abeledo González.

Y así, ese día, agitado por el bullir de hasta entonces mal sofocadas esperanzas, en lugar de contentarme con la llamada telefónica a la redacción, la reforcé primero acercándome a la portería, y, luego, lleno de impacientes promesas, impaciente, impaciente ya, del todo impaciente, presto a jugarme el todo por el todo, me encaminé hacia su casa. Varias veces antes, en ocasión de ir acá o acullá, había hecho un desvío para pasar ante ella con aire naturalísimo, pero espiando el cerrado portón y las ventanas, sin jamás divisar persona. Ahora, no me limitaría a rondar la casa; tiraría de la campanilla, y aguardaría. A ver qué pasaba. Pues ¿qué podía pasar? ¿Que la María Jesús abriera ante mí la puerta, y más aún los ojos? Y aunque fuera él, el mismísimo Abeledo: aprovecharía yo el momento de su sorpresa, y le plantearía la cuestión de la manera más favorable para mí; quizá, con un golpe de audacia, disparándole a boca de jarro: "Me he enterado de que fuiste a buscarme en mi casa con unos amigos, y aquí vengo solo, a ver qué querías". (Una sonrisa me acudió a los labios: ¡devolverle la visita al cabo de diez años!) Con estos pensamientos llegué a la esquina de su calle y, moderando el paso para darle al azar más dilatada oportunidad, por dos veces consecutivas recorrí la acera de enfrente. Mas, en vano; vano parecía mi asedio a la fachada: una quietud impasible me desahuciaba; el zapatero instalado en el mismo portal donde otrora estaba un estanco, ya me había mirado cruzar para arriba y cruzar para abajo; mi firmeza empezaba a quebrantarse; me sentía de pronto cansado hasta el agotamiento, e indiferente, y triste, cuando -¿qué veo?- una mujer dobla la esquina y, al llegar ante la puerta, se para, mete una lave en la cerradura y se dispone a abrirla.

– ¡Perdón, señora! -la abordo de un salto (y toda mi laxitud había desaparecido: estaba otra vez muy sereno, quizá un poco pálido, pero resuelto, sereno-: Por favor, dígame, ¿vive aquí don Manuel Abeledo?

Se volvió, me observó despacio, yo la observé a ella: una cuarentona todavía de buen ver.

– No, señor; no; no es aquí -respondió con calma; y, desentendida, se aplicó de nuevo a hacer girar la llave en la cerradura.

Decir que esperaba esta respuesta, no sería exacto; pues, ¿cómo?, ¿con qué fundamento? Y, sin embargo, la recibí muy naturalmente, mientras que, de seguro, me hubiera desconcertado oír la afirmativa. Firme ya, alegre, insistí:

– Pues la dirección que me han dado es ésta. Este es el número, y ésta la casa, sin lugar a dudas -pausa-. ¿Usted no habrá oído, por casualidad…, no sabe, acaso?…

Ya la puerta había cedido, y yo pude colar una mirada ávida en el zaguán que tantas veces cruzara hacia adentro, hacia afuera, en compañía de Abeledo.

– ¿Abeledo, dice? ¿Don Manuel Abeledo? Estará equivocada esa dirección: aquí, desde luego, no vive; ni yo he oído tampoco por la vecindad…

– Sin embargo… El caso es, señora, que en Buenos Aires, al embarcar hacia acá… Iba a contarle que cierto amigo mío me había encargado de buscar a esa persona; pero ella, al saber que yo venía de Buenos Aires, levantó la cabeza para mirarme de nuevo e, interesada, me interrumpió:

– ¿De Buenos Aires viene usted? Pero pase, por Dios; no se quede ahí en la puerta: pase, y siéntese un momento.

No quise hacer resistencia; entré en el zaguán:

– Si pudiera ayudarme a dar con esa persona, se lo agradecería mucho. Y perdone la molestia.

Pasamos ambos a la sala baja, y nos sentamos en sendos sillones, a los lados de una mesita ridícula cubierta por un tapete de malla con borlas. Disimuladamente, inspeccionaba yo la pieza que había conocido antes alhajada en manera quizá más pobre, pero no tan ramplona, cuando, de improviso, al reconocer entre su abigarrado moblaje una cómoda que siempre estuvo en casa de Abeledo, aunque no en aquella pared -la cómoda panzona donde él acostumbraba guardar sus cosas con aparatosa solemnidad-, me dio un vuelco el corazón, como si hubiera creído distinguir al otro lado del tabique la inesperada voz de Abeledo mismo, o mejor -pues la cosa no era quizá para tanto-, el discreto trajinar de la hormiguita laboriosa, como llamaba yo a su hermana María Jesús. ¿Qué hacía allí semejante reliquia, si era verdad que esta gente no sabía nada de los anteriores inquilinos? Dos o tres hipótesis más o menos absurdas concurrieron en tropel a darme provisional respuesta; y yo procuré dominar mi turbación, y responder por mi parte a las preguntas que aquella señora me estaba haciendo. Ya había puesto en mi conocimiento que ellos también, en determinada época, habían tenido propósito de ir a Buenos Aires, donde a la fecha continuaban viviendo unos parientes suyos, un sobrino de su marido, casado, y con dos hijos ya mayorcitos… A no ser por la guerra, decía, también nosotros estaríamos allí. Me sonrió; y yo, con el sombrero entre las manos, contesté a su sonrisa: tenía una sonrisa agradable.

– A lo mejor -sugirió- usted conoce a mis sobrinos: Antonio Álvarez se llama él.

– ¿Álvarez? -dudé-. Quizá, de vista… Por el nombre no caigo en este momento. Usted sabe: sería casualidad, en una ciudad tan inmensa como Buenos Aires… ¿Dónde viven?

– Calle Santiago del Estero -anunció con énfasis, como quien hace una revelación muy decisiva; y se quedó fija, aguardando. Al oírla, la calle Santiago del Estero se precipitó a mi imaginación con extraordinaria vivacidad y alegría, en aquel trozo próximo a la plaza Constitución, con árboles muy verdes y un sol matutino inundándome toda el alma. Fue por aquellos parajes donde conocí a Mariana; en el bar de la vuelta, sobre la plaza, donde nos citamos las primeras veces; y en un hotelucho próximo, donde solíamos encontrarnos antes de ir a instalarnos juntos…

– No; creo que no conozco a su sobrino; o al menos, no me acuerdo.

– Y… ¿usted vuelve para allá? -se interesó-. Le dije que aún no sabía; quizá sí, quizá no; aunque lo más probable, cuando uno ha vivido en un sitio tantos años, se han dejado amigos…

– Pues allá estaríamos nosotros, de no ser por la guerra. Pero con la guerra, ya mi marido no pudo abandonar sus tareas. (¿Cuáles serían, pensé yo, las tareas del marido? Ahí estaba, en el testero de la sala, severo, muy afilados los bigotes, haciendo pendant con el retrato de ella, joven, atusada y hermosa.) Y no es -prosiguió- que desde entonces se nos hayan pasado las ganas, pero…

La mujer hablaba con seriedad, y su expresión era más bien apacible; mas tenía en los ojos un algo de risueño que atraía. Observaba yo el movimiento de sus labios al hablar; una boca ya muy hecha, con arrugas marcando bien las comisuras, pero todavía fresca; observaba la vibración de su cuello, un poco grueso; y de ahí volvía a mirarle los ojos, mientras a cuanto decía prestaba una decorosa atención. Me estaba preguntando por Buenos Aires; quería saber si se encuentran en Buenos Aires muchas facilidades.

– ¡Qué voy a decirle, señora! Allá, todo el mundo vive; unos mejor y otros peor, claro está; pero… ¡es un país magnífico! -concluí-. ¡Magnífico! -reforcé. Ella reflejaba en su complacencia mi repentino entusiasmo; luego se le arrugó un poquito la frente para decirme que su sobrino, cada vez que escribía, era quejándose. Y yo rectifiqué: – Por supuesto que aquello no es la sucursal del Paraíso; y, sobre todo, a uno siempre le tira su tierra. De no ser así, yo mismo ¿qué hubiera venido a buscar en Santiago? Nos quedamos callados por un momento, y yo volví a mi asunto en seguida: ¿Sabe usted, señora, lo que pienso? Puede que la dirección de ese Abeledo estuviera bien dada, solo que sea antigua, el tipo se haya mudado y… ¿Hace mucho que ustedes ocupan esta casa?